“Corrupción endémica y gran empresa” por Albert Recio Andreu

La corrupción de políticos a cambio de ventajas económicas sacude una y otra vez en los medios de comunicación. Es, sin duda, uno de los elementos que más ayudan a construir una cultura antipolítica, antidemocrática.

Para mucha gente los políticos son vividores que utilizan las instituciones para medrar en su propio interés. Parásitos profesionales sin ninguna cultura de lo colectivo. Los casos de corrupción han afectado a la mayoría de los partidos que han controlado lo político, no sólo el PP y el PSOE, también Convergència i Unió, Unión Mallorquina… y hasta el PNV no ha podido escapar. Que la izquierda alternativa, en sus diversas variantes, no haya caído en ningún escándalo se atribuye mecánicamente a que no ha tenido poder, y en todo caso es vista como una fuerza a contrapelo, marginada de muchos debates. Que en los lugares donde han estado no haya habido corrupción resulta irrelevante para mucha gente: la figura del político corrupto es demasiado poderosa para aceptar excepciones.

En tres de los grandes partidos más relevantes de la historia reciente (PP, PSOE, CiU) la corrupción ha sido un mal endémico. Y aunque hay grados en su actuación, y la derecha es siempre mucho más tolerante con la cuestión, no puede negarse que la vinculación de la política profesional con el problema es algo muy real. Explica mucho de cómo se construyeron los partidos de poder, de cómo se convirtieron en un imán de depredadores. Y con una larga tradición de políticas caciquiles, clientelares, que ha permeado a la sociedad española. La consolidación del nuevo estado democrático corrió en paralelo a la eclosión del neoliberalismo. No sólo por una serie de políticas concretas orientadas a liberar al capital de las constricciones que había impuesto el período «keynesiano», sino también por un discurso social, profusamente desarrollado en los medios, que fomentaba una moral del enriquecimiento rápido, del individualismo competitivo, de la demolición de lo colectivo. Los corruptos españoles son tan herederos de una tradición anterior de corruptelas como los alumnos avanzados de la moral neoliberal.

Pero la corrupción no es sólo un comportamiento individual. En cualquier negocio se requieren dos partes, que se buscan para beneficiarse mutuamente. Los políticos corruptos son meros comisionistas del que hace el gran negocio: la empresa que se beneficia de su acción. La que tiene interés en corromper. La que suele tirar las redes y esperar que alguien se deje tentar. Y son especialistas en ello. Hace años, un amigo íntimo consiguió ser alcalde en su pueblo representando a Iniciativa per Catalunya. Una población de unos cinco mil habitantes donde había intereses inmobiliarios en juego. Él me contó alguno de los intentos de compra y su comentario fue: «Ya me esperaba que vendrían a proponerme cosas, lo que me sorprendió fue el descaro con que lo hicieron. Supongo que están acostumbrados». Como él no transigió, en las siguientes elecciones, aunque volvió a ganar, fue derrotado por un pacto entre otras formaciones, entre las que figuraba una sospechosa lista «independiente». Y pese a todo, sólo tras los últimos escándalos han empezado a aparecer comentarios en prensa que proponen, precisamente, poner la vista en el corruptor.

Corrupción, delitos económicos y gran empresa

Habitualmente, la corrupción se circunscribe a aquellos casos en los que alguien, una empresa o un particular, da dinero a un funcionario o administrador público a cambio de obtener una ventaja económica. La mayor parte de casos de corrupción se relacionan con dos actividades: la obtención de contratos públicos ventajosos y la obtención de recalificaciones urbanísticas que posibiliten suculentos beneficios inmobiliarios. Hay otros casos de corrupción menor, como el enchufismo clientelar.

En un sector público tan amplio y complejo, las posibilidades de corrupción son variadas y se extienden por todos los niveles de la administración. Por ejemplo, la corrupción urbanística es un aspecto tradicional de la administración local, especialmente en las zonas turísticas. Pero la gran corrupción se produce allí donde hay grandes contratos, en las obras públicas, en la gestión privada de servicios públicos… Y en todos los casos detectados siempre aparecen las mismas empresas. Todas las megaconstructoras (ACS, Ferrovial, Acciona, Sacyr, OHLA) han aparecido en alguno de los grandes casos (Gürtel, caja B del PP, Palau de la Música, «Koldo»…) y también alguna de las grandes gestoras públicas como Agbar-Veolia, Urbaser, Eulen. Ahora nadie se acuerda de que Florentino Pérez inició su carrera al estrellato empresarial cuando asumió la dirección de OCP, después de que su anterior dirigente, Jesús Roa, estuviera imputado en otro affaire de corrupción donde estaba implicado el hermano de Alfonso Guerra. Si del plano estatal pasamos al autonómico, se repite esta misma pauta y junto a los supergrandes aparecen implicadas las empresas líderes de la liga regional: Copisa, Rubau, Sando, Comsa, Azvi, Lubasa…

Esta profusión de grandes empresas (de nivel estatal o autonómico) en casos de corrupción indica más bien que se trata de una pauta bastante común, de un «mercado» donde la competencia real se juega en el campo de las influencias públicas. Sin perder de vista otra cuestión relacionada, en muchos casos las grandes empresas negocian entre sí el reparto del pastel, algo fácil de realizar simplemente poniéndose de acuerdo sobre quién presenta una propuesta «competitiva» y quién una «perdedora». La Comisión Nacional del Mercado y la Competencia acabó sancionando en varias ocasiones a las grandes coaliciones (no sólo las de obras públicas, también las de suministros ferroviarios), pero se trata, como mucho, de una multa que no siempre se paga. La Audiencia Nacional suele ser muy garantista en estos casos y en bastantes ocasiones la multa de la CNMC acaba anulada por algún u otro motivo de forma.

El análisis de esta corrupción es una muestra de que el mercado real no funciona como el que aprende la gente en las facultades. Allí se habla de una profusión de compradores y vendedores tratando de obtener lo mejor para ellos en base a sus condiciones técnicas y sus preferencias. El precio lo establece un mecanismo impersonal que premia a los productores más eficientes y castiga a los menos productivos. Por ello, todos se esfuerzan en mejorar su organización y su tecnología. Nada que ver con el mercado real, donde hay un solo comprador y unos pocos ofertantes, donde el producto es singular (cada obra pública lo es) o es difícil de definir. Donde las empresas son muy grandes, cuentan con importantes recursos financieros, una vasta red de abogados para defender sus causas, muchas personas dedicadas a influir en los técnicos públicos y en que es posible utilizar una vasta red de subcontratas y empresas auxiliares especializadas en abaratar costes o, simplemente, camuflar beneficios. Hay ahí un reducido número de «jugadores» que a veces compiten entre sí y a veces se unen, o simplemente se ponen de acuerdo en compartir el pastel. (Es por ejemplo notorio que, en el sector de las obras públicas, empresas que en un proyecto son competidoras en otras acuden juntas a un concurso, creando una UTE: la evidencia que entre ellas hay una comunicación fluida).

Si este es el funcionamiento de estos mercados y en ellos la corrupción es endémica o recurrente, parece bastante lógico que la respuesta no puede limitarse a la persecución puntual del que ha sido pescado en falta, sino que hay que pensar en una organización diferente de la actividad. De las empresas y del sistema de contratación. Como en la práctica muchas de estas grandes empresas son meros intermediarios entre el Estado y una red de subcontratas sería posible sustituirlas por empresas públicas, con personal técnico que se encargara de subcontratar la actividad a toda una serie de empresas menores menos dadas a la competencia monopolista. Quizás uno de los obstáculos principales se encontraría en la financiación, ya que esas grandes empresas tienen una enorme capacidad de acceso a los mercados financieros. O sea, que con la banca hemos topado. En otros casos, como es el de la gestión del agua, hay evidencias de que la gestión pública es más eficiente en términos ambientales y sociales. Muchas de las actividades de esas grandes empresas tienen un carácter rentista, de beneficio por una intermediación que genera una «renta recurrente», por lo que una gestión de izquierdas debe preocuparse por buscar los mecanismos que permitan eliminar tales rentas injustas. Por este camino, al mismo tiempo, hay grandes posibilidades de reducir la corrupción.

Quizás el ejemplo más obvio es el del narcotráfico. Las políticas represivas imperantes han resultado ineficientes para reducir el consumo, el negocio y la criminalidad. La prohibición y la opacidad del «mercado» en este caso favorece la creación de una renta tan brutal que permite a los grandes cárteles de la droga dotarse de ejércitos propios y sobornar a un número suficiente de funcionarios públicos como para que el negocio sea viable. La mayor parte de la presión se ejerce sobre la distribución intermedia y final. Y, en cambio, hay bastante menos presión sobre, por ejemplo, el sistema financiero por el que circula y se blanquea el enorme flujo de dinero que genera esta actividad.

Luchar contra la corrupción exige cambiar las estructuras empresariales y la organización de las actividades. El derecho penal castiga a las personas, como si la comisión que ha pagado un directivo fuera cosa suya y no formara parte de una política de empresa. Mientras sea intocable la estructura superior habrá gestores penalizados, pero se mantendrá el marco que genera el problema.

Corrupción y algo más

La corrupción de políticos es sin duda uno de los muchos males de las economías actuales. Desvía fondos públicos en beneficio de grandes empresas y mangantes profesionales. Y tiene el coste añadido de generar una enorme despolitización. Pero, con ser grave, no contempla, ni de lejos, el mal social de las grandes empresas. Este se extiende en muchos otros campos. La propia política de la competencia, tan limitada en sus objetivos, detecta una y otra vez prácticas fraudulentas entre empresas: acuerdos monopolistas y prácticas de abuso de poder sobre clientes y proveedores. Los reguladores bancarios detectan, cada poco, prácticas inaceptables en el sistema financiero. Seguir la prensa económica permite detectar que ni unas ni otras son casos sueltos, sino que más bien forman parte del funcionamiento regular de este mundo empresarial. Saben que sólo van a ser cazados de vez en cuando. Y, cuando esto sucede, confían en su capacidad de negociación, de defensa jurídica para minimizar el coste que tienen que pagar.

Y aún más doloroso que esta actividad irregular son las presiones que ejercen muchas de estas empresas, a través de múltiples medios, para imponer su modelo de negocio, aunque este resulte altamente dañino para la sociedad. Desde las empresas y lobbies que están conspirando por mantener sus dañinas políticas ambientales, pasando por las que comercializan productos nocivos para la salud (tabacaleras, alimentarias, algunas farmacéuticas) y las que simplemente conspiran por el desmantelamiento de los sistemas públicos de salud. Todas ellas producen un mal social, dedican una enorme cantidad de recursos a influir en la sociedad y en el sector público para ganar dinero a costa de un mal social. Posiblemente el mal que generan es muy superior al de la corrupción. Pero es un mal que queda solapado como una actividad empresarial normal. El caso más obvio es el de la crisis bancaria, donde primero el Estado aportó una enorme masa de dinero para salvar a los bancos y después estos generaron una brutal crisis de la vivienda, aún no superada. Nadie fue capaz de tipificar como delito lo que era innegablemente una actividad dolosa.

Por ello es necesario situar la corrupción en un contexto más amplio del que actualmente forma parte. El del insoportable poder de las grandes empresas, el del enorme daño que su lucro privado tan rentista genera a la sociedad. Hay que construir otro relato del delito económico, del que la corrupción es sólo una variante.

https://mientrastanto.org/251/notas/corrupcion-endemica-y-gran-empresa/.

Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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