No ha de importar mucho el cobarde sadismo complacido con el que la reacción de todo el mundo ha absorbido los detalles macabros del disimulo, tal vez voluntariamente zafio, del asesinato de Ernesto Guevara.
Posiblemente importa sólo como experiencia para las más jóvenes generaciones comunistas de Europa Occidental que no hayan tenido todavía una prueba sentida del odio de clase reaccionario. Pero esta experiencia ha sido hecha, larga y constantemente, en España, desde la plaza de toros de Badajoz hasta Julián Grimau.
Importa saber que el nombre de Guevara ya no se borrará de las historias, porque la historia futura será de aquello por lo que él ha muerto. Esto importa para los que continúen viviendo y luchando. Para él importó llegar hasta el final con coherencia. Los mismos periodistas reaccionarios han tributado, sin quererlo, un decisivo homenaje al héroe revolucionario, al hacer referencia, entre los motivos para no creer en su muerte, en sus falsas palabras derrotistas que le atribuyó la estulticia de los vendidos al imperialismo.
En la montaña, en la calle o en la fábrica, sirviendo una misma finalidad en condiciones diversas, los hombres que en este momento reconocen a Guevara entre sus muertos pisan toda la tierra, igualmente, según las palabras de Maiakovski, “en Rusia, entre las nieves”, que “en los delirios de la Patagonia”. Todos estos hombres llamarán también “Guevara”, de ahora en adelante, al fantasma de tantos nombres que recorre el mundo y al que un poeta nuestro, en nombre de todos, llamó: Camarada.
Manuel Sacristán, “En memoria de Ernesto ‘Che’ Guevara” (1967)
Nous Horitzons [Nuevos Horizontes], 16, 1er trim, 1969, p. 39, traducción catalana de Francesc Vallverdú.