Así suelen empezar muchos cuentos infantiles. En otros, sobre todo los destinados a persuadir al nene o la nena de que se coma la dichosa sopa o se duerma de una santa vez, se empieza aludiendo a un terrible “coco” que se lleva a los niños (sí, y a las niñas también, no seáis “pesades”) que comen o duermen poco.
Pues bien, uno de los dos discursos políticos que atormentan cada vez más nuestros oídos apela machaconamente, de manera alternativa o simultánea, al encanto de un país de fábula y a la horripilante figura del coco. En cuanto al otro discurso, opuesto al anterior, evoca como antítesis un país de pesadilla pero coincide, lógicamente, en agitar la figura del coco, cambiando, eso sí, el nombre y apellidos de quien encarna esa figura.
Resulta lógico que esto ocurra en una etapa del desarrollo del Espíritu (como diría, más o menos, Jorge Guillermo Federico, Hegel para los estudiantes de filosofía) en que se ha impuesto la fabulosa idea de que no existen hechos, sino sólo relatos. Cosa que vale tanto para el presente como para el pasado. Por ejemplo, no es estrictamente una verdad en sí misma, independiente de si la conocemos o no, que George Washington, al mando del Ejército Continental, cruzara el río Delaware al anochecer del día de Navidad de 1776, sino que una serie de narraciones con ese tema, elaboradas por diversos sujetos (es decir, subjetivas), han sido transmitidas a lo largo de 250 años por otra serie de sujetos hasta llegar a los sujetos que llevan nuestros nombres y apellidos. Y eso es todo.
De modo que no nos pongamos nerviosos. No passsa nada. Nada de lo que se dice cuenta de verdad. Sólo se cuenta, y ya está. Por tanto, no tenemos que tomarnos en serio el rosado porvenir que se le abrirá a Cataluña y a esa cosa llamada Estado Español (¡casi na!) en cuanto el castellano del castillo de Waterloo sea solemnemente amnistiado (¿en el Tinell?) y, con él, 1.400 paladines de la Cataluña una, grande y libre, comenzando así de verdad la revolución de las sonrisas (algo que sin duda disparará las ventas de crema facial para combatir las arrugas producidas por rictus tan forzado: los CEO de Atrix y Nivea estarán de enhorabuena).
Tampoco hemos de creernos sin más que a partir de ese momento España se vaya a convertir en un país de pesadilla… más de lo que ya es para el 20% de su población, inmigrantes incluidos. Para los más desesperados siempre quedará la evasión vía “Salvados” y programas similares. Además, aunque uno/a se sienta desgraciado/a, no tiene por qué sentirse así de manera permanente de modo que ese sentimiento se haga fijo sin remedio: siempre le queda la posibilidad de ser un desgraciado fijo discontinuo.
En cuanto al coco, todo el mundo sabe, desde la segunda sopa que le hicieron tragarse, que no es sino un cuento. Es más, un servidor ha conocido peques que han acabado haciéndose los remolones con la sopa para provocar y aplaudir la aparición del padre o la abuela disfrazados de coco…
Ahora bien, ¿qué pasa si uno, en lugar de estar a tono con los tiempos líquidos de la posmodernidad, resulta ser un retrógrado de tomo y lomo y cree que la realidad no es un discurso sino, por ejemplo, un cáncer que te lleva a la tumba antes de lo esperado (siempre es antes de lo esperado), y que la muerte es algo más que una esquela y que la guerra de Iraq existió y que los muertos que mata Israel no gozan de buena salud?
Bueno, entonces la cosa cambia algo. Entonces puede uno creer realmente que la sociedad catalana llegará al nirvana con la amnistía de los que, por no haber leído a Aristóteles, no se enteraron (y así siguen) de que no sólo hay tiranías unipersonales, sino también colectivas, y decidieron que la voluntad colectiva (la de ellos, claro) estaba por encima de la ley.
También puede darse la firme creencia de que hay casos en que al hacer borrón y cuenta nueva no sólo se borra lo que estaba escrito, sino que (como nos pasaba en la escuela a los que abusábamos de las llamadas gomas de tinta) se destroza el papel y ya no hay forma de escribir nada en lugar de lo borrado. Dicho sin circunloquios: que forzar hasta cierto punto ciertas leyes puede acabar con el principio de legalidad en general. No en el cielo inmutable de las ideas platónicas, pero sí en la conciencia colectiva de un país al que se acostumbra a ver cómo sus gobernantes actúan así.
¿Cuál de esas creencias contrarias, puesto que ya no apuntan a simples relatos, sino a hechos objetivos, tiene más fundamento? Como dice Hamlet, ésa es la cuestión.
Quizá ayude a resolverla volver a la figura del “coco”.
Así, por ejemplo, la advertencia de que la amnistía, no en general, sino en el caso concreto en que se viene anunciando y con el alcance y las características generales, no precisadas pero tampoco totalmente imprecisas, que se han dado a conocer por sus promotores, amenaza seriamente con socavar el Estado de derecho (ya no poco maltrecho, por cierto, y no sólo por los promotores de la mencionada medida), ¿tiene o no tiene fundamento? Para gran número de ciudadanos de a pie (y “a caballo”), entre los que me incluyo, la respuesta es SÍ.
En cuanto a la advertencia de que renunciar a esa medida implica inevitablemente la llegada al gobierno de una coalición de fuerzas de derecha que desharán parte, al menos, del camino que el gobierno saliente ha hecho en dirección a una mayor justicia social, ¿tiene o no tiene fundamento? Aquí la respuesta, por más que uno lo intente, no puede darse de forma tan taxativa.
En primer lugar, suponiendo que, como consecuencia de no aplicar la amnistía, el actual presidente en funciones no logre ser investido nuevamente en su cargo y haya, por tanto, que convocar nuevas elecciones, ¿dónde está escrito que los partidos que conforman el gobierno saliente vayan a presentar exactamente los mismos candidatos, que las elecciones las vaya a ganar la derecha, que el nuevo parlamento se vaya a dedicar a derogar todas las leyes aprobadas por el anterior y, por último y sobre todo, que todas esas leyes sean inmejorables y ninguna de ellas merezca ser derogada o modificada (sin ir más lejos, la llamada “ley trans”)?
Cierto que el presidente en funciones y la mayoría de sus ministros no han hecho nunca gala de un gran respeto por la lógica. De ahí que, si ponemos muchas de sus sucesivas declaraciones unas detrás de otras, ya sea en orden cronológico o de manera aleatoria, nos sale un batiburrillo de contradicciones y falsas inferencias que podrían ser de enorme utilidad para profesores y estudiantes de filosofía como material didáctico para el estudio de los diversos tipos de falacias. Pero la cadena de suposiciones que enumeramos en el párrafo anterior, y que dan cuerpo a la argumentación generalmente esgrimida por los defensores de la concesión de amnistía al castellano de Waterloo y sus mesnadas, constituye un sofisma de talla XXL
Pero aun cuando esa argumentación, pese a no ser formalmente correcta, acertara por casualidad en su predicción de que, sin la continuidad del gobierno y el parlamento actuales, iríamos a un retroceso en política social, habría que preguntarse muy seriamente si para evitar ese retroceso (y sabiendo que importantes políticas vigentes, como la educativa, la sanitaria y la internacional, son ya perfectamente homologables con las propias de la derecha) es aceptable pagar el precio de deslegitimar el Estado de derecho. Porque sólo unos ilusos incurables pueden pensar que semejante deslegitimación no va a tener más efecto que beneficiar a corto plazo a la izquierda, sin ver que eso brindará a la derecha un magnífico pretexto y precedente para forzar el marco legal a su antojo cuando llegue, tarde o temprano, al gobierno.
En definitiva, por muy de fábula que se pinte el país resultante de la gestión política actual, la realidad siempre acaba vengándose de quienes la desfiguran. Lo malo es que los efectos de esa venganza no sólo son nefastos para Pandora, sino también para todos los que le habían advertido y rogado encarecidamente que no abriese su funesta tinaja.