El pensador, de cuyo nacimiento se cumple este año el centenario, conocía como pocos la obra de Marx y fue el principal introductor en España de la lógica matemática y la moderna teoría de la ciencia.
Este año se cumplen 40 de la muerte -y 100 del nacimiento- del filósofo Manuel Sacristán. Que yo sepa, solo un par de periódicos en papel lo han recordado con dos artículos de Manuel Cruz. En su día, la noticia de su fallecimiento mereció la portada de El País y artículos durante bastantes días. Cambian los tiempos. Una conjetura: hoy ningún periódico acogería los artículos de Sánchez Ferlosio (con quien Sacristán mantuvo una estrecha amistad: «Había intelectuales a los que ya mucho antes que a mí les había pasado lo mismo: la inhibición. Sobre todo, a uno al que yo quiero mucho, y con el que tengo una gran afinidad y fijación erótica, aparte de que he aprendido mucho de él: Rafael Sánchez Ferlosio»).
Entre los artículos de entonces destacó uno de Vázquez Montalbán. Permítanme recordarlo: «Tuve ocasión de tratarlo muy próximamente (…) y pude darme cuenta de cerca de la precisión de aquella máquina de pensar, evidenciada en el resultado de uno de los lenguajes más precisos, más cargados de significación que yo he escuchado en este país. Le admirábamos todos. Luego algunos le adoraron y otros incluso le odiamos, aunque fuera transitoriamente. Pero nunca dejamos de admirarle, y, al historificar, aunque sea de urgencia e impresionados por su muerte, hemos de proclamarle como el gran introductor del marxismo en la cultura catalana y española de la posguerra, como el intelectual que con más rigor trató de dotar a la vanguardia crítica de este país de los elementos de comprensión del paisaje dialéctico de nuestro tiempo».
El lector actual, ante esas líneas, muy posiblemente retenga -por decantación clasificatoria- dos conceptos: marxista e intelectual. Requieren matices. Como traductor y principal responsable de una edición crítica de las obras de Marx y Engels, Sacristán conocía como pocos la obra de Marx. Sin embargo, siempre insistió -como Marx- en que «yo no soy marxista». Si acaso, comunista, al modo que lo era el autor de El capital, no distinto al del socialista o socialdemócrata en el siglo XIX. Una tradición de radicalidad democrática, muy alejada de la acepción asociada a la experiencia estalinista. Más exactamente, Sacristán prescribía: «No se debe ser marxista». El doctrinarismo no podía caber en un movimiento emancipador racionalista: «Todo pensamiento decente ha de estar en crisis permanente».
No hay mejor muestra que su crítica a supuestos básicos del marxismo clásico: el buenismo antropológico; la confianza en el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas, inseparable de la hipótesis de la abundancia de recursos; y la fe acrítica en la bondad de la tecnociencia. Estas creencias sustentaban una visión idealizada del comunismo: en una sociedad con recursos infinitos, seres humanos santos y una tecnología dócil al bien, desaparecerían las disputas y los problemas de reparto.
En esos ámbitos defendió tesis incómodas. Subrayó la importancia de la sociobiología de Wilson: existía una naturaleza humana no maleable que no era angelical. Recordó los límites ecosistémicos al crecimiento, pues todo proceso económico transforma recursos de baja entropía en alta entropía, es decir, en desechos sin valor. Y advirtió de que la tecnociencia, por su calidad epistémica, encerraba también un enorme potencial de letalidad.
Sacristán apelaba a la mejor ciencia. Sabía de qué hablaba: fue el principal introductor en España de la lógica matemática y la moderna teoría de la ciencia, inseparable de la filosofía analítica, la filosofía más pulcra del siglo XX. Se reconocía tan heredero de El manifiesto comunista como de La visión científica del mundo, el manifiesto fundacional del Círculo de Viena, la mejor conjunción de filósofos y científicos del siglo XX, defensores de la unidad de las ciencias y la crítica a la metafísica, cristalizadas en la revista Erkenntnis y en la Enciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada. Leía sin anteojeras: «Me complace traer a colación a un conservador tan redomado como Popper para ejemplificar que para entender las cosas hay que estudiarlas, y que el creerse de izquierdas no da automáticamente compresión al que no se molesta en estudiarlas». No está mal, leído en tiempos de superioridades morales.
Las reservas respecto a la otra etiqueta, «intelectual», resultan inseparables de esos mimbres. Su desprecio (racionalista) hacia el gremio -comparable al que Ferlosio condensaría en una de sus más memorables piezas, La cultura, ese invento del gobierno (1985)- queda reflejado en esta descripción: «Un payaso siniestro, un parásito por definición que en cada una de sus payasadas no hace más que asegurar el dominio de la clase dominante, ya sea la burguesía local o la burguesía burocrática de un país como la Unión mal llamada ‘soviética’. Para mí, el intelectual es el personaje más siniestro de nuestra cultura. Pero no me refiero al intelectual que Aranguren estaría dispuesto a criticar, es decir, el físico nuclear. No. El intelectual que me parece más siniestro es aquel que se dice crítico».
Montalbán tenía talento para los aforismos políticos, pero quizá por eso mismo, por sentencioso, no andaba sobrado de matices analíticos. Pensaba a bulto. Eso, y el saturado léxico de aquellos años, explica parcialmente el campo semántico de sus consideraciones. Sin embargo, disponía del olfato psicológico del novelista. Asoma en el pasaje que sigue al citado más arriba: «Detrás de la frialdad de los cristales de sus gafas se percibía una ternura expiatoria que le predisponía a una gran indulgencia hacia los nuevos y necesarios hacedores de la historia y un gran recelo hacia su propia casta». Remataba con una observación: «Nunca se ayudó excesivamente a sí mismo a delimitar su propio personaje». Esa falta de cuidado explica algunas de las menciones desinformadas aparecidas en artículos recientes, donde se repite el estereotipo del doctrinario intransigente dispuesto a sacrificar a cualquiera en nombre de su causa.
Así ocurrió con el episodio de un artículo suyo en una revista clandestina: el manuscrito, incautado por la policía franquista, aparecía con la firma «V. Ferrater», no añadida por él, y se publicó con las iniciales «V. F.», lo que llevó a la policía a atribuírselo a Gabriel Ferrater. Sacristán se presentó en la comisaría para reconocer su autoría y eximir a Ferrater, un gesto que al principio todos, incluido Ferrater, apreciaron. Duró poco. Con el tiempo, llegaron las acusaciones de irresponsabilidad y, tras su muerte, la de connivencia con la policía.
También se ha dicho que obstaculizó el acceso al PSUC a Gil de Biedma por homofobia o al propio Vázquez Montalbán por sospechas de oficiar como topo policial. Las acusaciones han ido pasando de mano en mano sin que nadie, ni las voces ni los ecos, se molestara en tasarlas a la luz de la información disponible. Que existe. Salvador López Arnal, el mejor conocedor de su obra, las desmenuzó en La observación de Goethe (2015). Su conclusión: ninguna se sostiene.
Da lo mismo. Se seguirán repitiendo. Por dos razones. La primera, la señalada por Montalbán: su despreocupación por «su propio personaje». La segunda: sus opiniones sobre los intelectuales generaban una incomodidad que fácilmente derivaba en animadversión. Les recordaba sus inconsistencias. El filósofo Rubert de Ventós lo sintetizó en su obituario: «Su falta nos deja a todos un poco más libres para seguir no haciendo lo que debemos».
Sacristán se equivocó en no pocas apreciaciones políticas, incluso en algunas importantes; pero lo hizo siempre con razones de peso, nunca por dogmatismo. No le interesaba preservar ortodoxias. Su única convicción firme nacía de un empeño más hondo: la voluntad de vivir a la altura de sus principios. Esa fidelidad a la verdad prolongaba una aspiración aprendida en Aristóteles y en Ortega, dos referencias constantes en su obra, tan determinantes -si no más- que las antes mencionadas: «Seamos como arqueros que tienden a un blanco». Una vida pensada y guiada por convicciones.
Ese empeño, como él mismo señaló pensando en Gramsci, podía endurecerse en la «crispación de la voluntad». Quizá era el tributo inevitable de vivir en tiempos sombríos. Como recordó Brecht en su célebre poema A los hombres futuros, no siempre «Quienes querían preparar el camino para la amabilidad / pudieron ser amables». La aspereza que algunos le atribuían -tan poco compatible con la experiencia de quienes lo tratamos o con su amistad con Ferlosio- no fue nunca un rasgo gratuito, sino el precio -acaso ineludible- de afrontar con responsabilidad serias tareas clandestinas. Conviene recordarlo para entender de dónde procedía la irritación que provocaba y, por lo visto, aún provoca.
Félix Ovejero es profesor de Filosofía Política y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona
https://www.elmundo.es/opinion/2025/10/31/69034496e4d4d88a3b8b4582.html