Ha sido difícil de aprender para muchos, sobre todo judíos, que Israel no es los judíos. Este año quedó claro como nunca. Lo que llamamos Israel, un ente nuevo fundado a balazos hace siete décadas en tierras habitadas por otro pueblo, al cual niega, adquirió con el tiempo fisonomía propia, una nacionalidad en sí, la israelí.
Aunque con baños del humanismo pacifista de los judíos europeos que brillaron en ciencias, artes y pensamiento del Romanticismo a la catástrofe fascista (justo cuando devenían europeos, además de judíos), la nación israelí es lo opuesto: militarista, vengativa, autoritaria, fanática o sostenida sobre fanáticos, paranoica, superior al resto de la humanidad, y a la vez dueña de una sofisticada máquina de matar y el sistema de espionaje, contrainsurgencia, terrorismo y antiterrorismo más temido y eficaz del mundo. Su ideología sionista fue satanizada por el fascismo al que tanto debía, así fuera a contraluz, para desembocar en una doctrina fundamentalista, racista y peligrosa.
¿Por qué no resulta reprobable para Europa occidental y sus extensiones? Al contrario, el primer mundo le surte las armas que requiera, le otorga préstamos a borbotones, lo libra de resoluciones y condenas en la Organización de Naciones Unidas (ONU) y los tribunales internacionales. Los gobiernos se muestran cobardes para enfrentar y frenar los crímenes de lesa humanidad que perpetra Israel todos los días. Al modo estadunidense, combate al enemigo perfecto: el terrorista islámico. Su efecto pedagógico en la sociedad israelí ha sido demoledor. Hizo del palestino un ser aberrante, ni siquiera una cucaracha como la de Kafka (a Samsa nadie lo aplasta, es de la familia). Deshumanizar al otro ha deshumanizado a los israelíes que respaldan o ejecutan la invasión permanente.
El 27 de septiembre, mientras el líder de Israel se dirigía a la asamblea general de la ONU, cuyo pleno abandonaron decenas de delegaciones del sur, su ejército desataba una nueva hecatombe en el vecino Líbano, que promete superar la de 1982, que fue atroz. En lugar de ir a la cárcel por crímenes de guerra que ya se investigan en la Corte Internacional de La Haya, o por las abrumadoras acusaciones de corrupción en su país, Benjamin Netanyahu puede ordenar un bombardeo desde su hotel en Nueva York. ¿Habíamos visto algo parecido? Esa arrogancia, ese cinismo, esa autoridad inapelable no la tuvieron Stalin, Hitler ni Trump.
Cientos de miles de niños, mujeres, hombres, jóvenes, viejos pagan por algunas decenas (¿cientos?) de líderes terroristas, magra justificación para tal genocidio en territorios arrasados con la más elevada dosis de bombas y escombros en la historia (ríete de Danzig). Al frente de esa nación armada hasta los dientes caminan generales, parlamentarios, estadistas y jefes religiosos, invocando su paz (la de los demás no importa) y su derecho a permanecer en territorios usurpados a mediados del siglo XX. Los colonos que siguen llegando de Europa oriental y avanzan tras los tanques, las bombas y los buldóceres, harán su vergel sobre cientos de miles de cadáveres enterrados.
Occidente, dueño del copyright de la democracia, no desafía a Israel ni le pone límites. Gobiernos, iglesias, bancos, gigantes corporativos de armamento, comunicación, información y entretenimiento están a sus órdenes. Las televisoras privadas de México, una con propietario sionista, y la otra de un cristiano fundamentalista, siguen el guion para detallar las cuitas de Tel Aviv con lágrimas en los ojos, y dejar para después de los comerciales la cuenta de muertos palestinos.
¿Cómo explicar este contrasentido de Occidente? ¿Chantaje de una nación justificada por el Holocausto en la Europa de los pogromos y las soluciones finales? Omisos los monarcas y el Vaticano, todas esas naciones fueron cómplices del nazismo con gobiernos colaboracionistas. ¿Bastan el hecho incontrovertible del antisemitismo europeo, y la culpa soterrada, para explicar lo que desnudó el desplante de Netanyahu en la ONU?
Troquelado en la seguridad, la fuerza y la venganza, Israel se volvió experto en cosas terribles: tortura, colonización mental, técnicas de asalto, desinformación, contrainsurgencia en todas sus formas. Y claro, la venta de equipo, tecnología, armas y servicios a las dictaduras de Guatemala y el Cono Sur, tanto como a gobiernos democráticos. Muchas guerras en África han sido lugar de operaciones para la inteligencia y la experiencia bélica israelí.
Vaya traición al humanismo judío, incluidas las corrientes sionistas más tolerantes. Involucra a muchísimos judíos en el mundo, israelíes a distancia: ilustrados, demócratas, científicos o filántropos, todavía respaldan a un Estado que debería avergonzarlos.
Su proverbial aparato de inteligencia opera en Occidente con alto grado de influencia e infiltración. Al tener encomendados los servicios de espionaje de tantísimos gobiernos, con Estados Unidos como socio estelar, sería ingenuo suponer que Israel desaprovecha la oportunidad de espiarlos. ¿Acaso conoce secretos de políticos, magnates y figuras públicas: vicios, travesuras, corrupciones, perversiones, traiciones, crímenes, vergüenzas? Eso otorga un poder de disuasión irresistible. ¿Será éste el chantaje determinante que le compra a Israel tiempo e impunidad mientras avergüenza a los judíos pacifistas del mundo y en general a la humanidad?