“Reemplazo de fe (roja)” por Antonio Izquierdo Escribano

El año en que nació mientras tanto hubo un récord de huelgas que nos deslumbró. Me refiero a los rojos. Casi seis millones de trabajadores dejaron de trabajar cerca de veinte millones de días. Y creíamos que el socialismo estaba cerca, a la vuelta de la esquina. Como creíamos que el reinado de Juan Carlos iba a ser breve.

(Los rojos pensábamos que los huelguistas querían hundir el capitalismo, pero ellos, los que dejaban de trabajar, lo que querían, en realidad, era llevar más dinero a casa y tener más reconocimiento en el campo, en la fábrica y en los comercios).

La clase obrera de la industria, de la agricultura y de los servicios no quería prescindir de los empresarios, ni tener que decidir qué producir, cómo hacerlo y donde vender. No entraban en los temas mayores de la economía. Para ellos la empresa era un equipo que incluía a los dueños de los medios para producir.

(Ciertamente la clase trabajadora no se sentía inferior a los demás y cuando se comparaba con la mayoría se veían iguales en sus ingresos y en su educación, pero superiores a la hora de conseguir cosas buenas en la vida).

Tenían orgullo de clase, de ser como eran. Pero se veían más como clase media que como clase obrera, aunque no faltaban los que se sentían pobres. Lo que tenían claro es que con ellos no se contaba en la esfera pública, no se les pedía opinión. Pero la tenían. No querían, por ejemplo, centrales nucleares ni aprobaban los Pactos de la Moncloa que habían firmado los partidos socialista y comunista.

Todo esto es para decir que los rojos de 1979 no conocían bien a su «clientela», mientras que el tendero y el zapatero, que tenían más trato con ellos, sí que sabían lo que querían y a qué aspiraban. Todo esto para señalar que importan los números, pero también las historias y que sólo con tener claros los ingresos o la ocupación que desempeñan los vulnerables no se llega a conocer los sentimientos.

La clase social «objetiva» no coincidía, entonces, con la subjetiva. Hoy todavía menos. No coincidía porque ellos se veían mejor que sus padres, mientras que hoy en día sucede lo contrario. Recordaban a sus padres como obreros esforzados y pobres, en cambio ellos, que seguían siendo trabajadores, aspiraban al consumo propio de la clase media. En el tiempo presente los hijos se infantilizan porque no pueden independizarse.

El gran chasco, la gran frustración, se ha producido. Actualmente uno de cada cuatro hogares no alcanza los 1.200 euros mensuales y otro tercio de las familias no supera los 2.300 euros al mes. Más de la mitad de los hogares en España (58%) son pobres o precarios. Se sienten «excluidos» en alguna o en varias de las dimensiones de su vida y de su quehacer diario.

¿Qué ha pasado? ¿Por qué ese hundimiento objetivo y qué consecuencias psicológicas ha tenido? A finales de los setenta los abuelos trabajaban en su mayoría en el campo y nosotros los padres, cuando nació mientras manto, nos repartíamos entre la industria y los servicios. Pero hoy, sólo uno de cada cinco trabajadores se ocupa en la industria mientras que tres de cada cuatro se emplean en una actividad de servicios. Nos hemos desorientado en la selva del consumo innecesario.

La estructura ha cambiado y nos ha cambiado de tal modo que sólo podemos permitirnos familias reducidas. En el capitalismo financiero y la oligarquía digital no hay lugar para los críos. Este sistema congela los deseos reproductivos y cuando esos deseos se deshielan ya no estamos en el tiempo reproductivo.

(Los jóvenes se juntan y desjuntan a menudo, pero se emparejan tarde y lo hacen después de tener un hijo. Familias cortas de un único hijo. La economía de servicios ha cambiado la dinámica reproductiva. El sistema de la desigualdad y la avaricia echa mano de la reproducción social después de haber hundido la vegetativa. Produce troceando a los productores por género, etnia, raza o colores. La población crece mucho, pero es gracias a (o contra los) foráneos.

Las autonomías se han colado en los barrios y edificios. Los nativos están hiperconectados, pero no se reconocen como sujetos colectivos. Miran, primero con desconfianza y luego con odio, a los que vienen de fuera para instalarse en el edificio. Hay barrios con muchas caras distintas. Son multitud los foráneos, uno de cada cuatro, que viven en los barrios pobres. En los ricos viven pocos, pero se ven porque van a trabajar a los hogares.

Ellos, los extraños que han llegado de fuera, se levantan temprano para servir a los autóctonos y a los extranjeros. Los extranjeros son turistas, los inmigrantes son trabajadores. Y empiezan a trabajar desde muy jóvenes hasta los sesenta y muchos. Más años para menos pensiones. Las mujeres inmigrantes también trabajan desde que son muchachas y lo hacen antes que las nativas, aunque se quedan por debajo de los hombres. El patriarcado ha cruzado los continentes acompañando al capitalismo.

Pueblan metros y autobuses. Los esperan debajo de las marquesinas para guarecerse del mal tiempo, sobre todo de la tempestad económica, que, cuando estalla, se ceba en ellos. En las crisis son los primeros en ser despedidos, si bien, cuando irrumpió la COVID, siguieron recogiendo las cosechas y transportando los alimentos. Después de las crisis se recuperan algo, pero no del todo. Cada golpe los deja por debajo del aluvión previo. Sus trabajos son esenciales, pero se les valora poco.

Los forasteros son más activos, más asalariados y más desempleados que los nativos. Pero mi vecino dice que son indolentes y los mira por encima del hombro. Menosprecia su habla, desconoce su país de origen y estigmatiza el color de su piel. Ellos, me dice, son de otra raza, aunque sean españoles de nacionalidad. Y a sus hijos les come por dentro la rabia y el desclasamiento.

(Ellos, los venideros, no tienen hueco en las encuestas. No se mide, por ejemplo, la intensidad de su sufrimiento. Y, como no tienen derecho a votar, hasta los que hoy se llaman rojos les dejan en un segundo plano. No de boquilla, pero sí de facto. Y, sin embargo, sobre ellos descansa el servicio doméstico, la hostelería, la agricultura y la construcción. Son de lleno la clase obrera, trabajadora, y el precariado de esta sociedad. Sin ellos no hay mañana).

Los inmigrantes no estaban cuando nació mientras tanto y ahora buscan un hueco en los colores de la revista. Son menos rojos que lo eran los obreros industriales de entonces, pero, como aquellos proletarios, también quieren ser menos explotados. Tener el derecho de participar y de ser escuchados. Recibir mejores salarios y, sobre todo, tener voz. Sentirse ciudadanos. Voz en la vida pública y en el tajo. Son ellos los que van a tener que pelear por sus derechos, porque estos se ganan o se pierden, cuando no se lucha por obtenerlos y mantenerlos. Y cuidarse de no acabar encarados unos forasteros contra otros inmigrantes.

Ahora, miremos dentro de los hogares. Esta es la otra gran transformación de la clase trabajadora. Antes, cuando nació mientras tanto, mi padre salía de casa para ganarse el sustento y mi madre se lo ganaba dentro. Los dos eran productores de bienes necesarios, pero uno era asalariado y ella dependía del él. La mujer atada al marido. Esa era la norma. En cambio, hoy, los dos han dejado de ser productores y se han convertido en consumidores. Trabajan fuera de casa y, cada vez más, sin salir de ella. Hoy se necesitan dos salarios para formar una familia corta.

Las familias, si bien cortas, siguen teniendo necesidades y obligaciones. Quién lleva al hijo al colegio y quién lo recoge. En el cuidado de los menores mi amigo colabora, pero la atención a los mayores dependientes le toca, si no en exclusiva sí en su mayor parte, a la mujer de mi amigo. Así que ese es el segundo de los grandes cambios en la clase trabajadora. La doble jornada, el doble empleo de la mujer como cuidadora y como asalariada. Dos trabajos por una paga.

Cuando nació mientras tanto, había pocas mujeres en el mercado no matrimonial, es decir, en el mercado remunerado. Ahora las féminas están escindidas en el mercado asalariado entre nativas e inmigrantes. Siete de cada diez mujeres inmigrantes se emplean en restauración, servicios personales y ocupaciones elementales frente al 40% de las nativas. En cambio, estás últimas son cada vez más fuertes (una de cada tres) en profesiones cualificadas como técnicas, enseñantes y científicas. Otra brecha más que cerrar.

La clase obrera y trabajadora ha cambiado sustancial y subjetivamente. El rojo se ha diversificado, fragmentado y coloreado como corresponde a un capitalismo que desclasa, divide y enfrenta a los de abajo. Pero ahora tenemos más conocimiento y más datos para no dejarnos deslumbrar ni por los estallidos fugaces ni por las modas aspiracionales. Cuando nació mientras tanto se había apagado la fe en que el crecimiento económico erosionase las desigualdades. Entonces la desigualdad nos identificaba y arropaba tal y como les sucede hoy a las comunidades inmigrantes y al movimiento de mujeres. Producir comunidad ha de ser el empeño de todos los que queremos cambiar las vidas, además de medirlas, y reemplazar la fe roja por una voluntad que fusione la estructura con los sentimientos.

[Intervención de Antonio Izquierdo en la jornada «¿Qué hacer mientras tanto? Actualidad de Manuel Sacristán Luzón en el centenario de su nacimiento», organizada por la revista a propósito del centenario del nacimiento de Manuel Sacristán Luzón. CC.OO., Barcelona, 26 de noviembre de 2025]

https://mientrastanto.org/251/notas/reemplazo-de-fe-roja/.

Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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