Mira por dónde, ahora resulta que los archicivilizados (según ellos mismos) pueblos nórdicos, aparte de matar de aburrimiento al espectador cinematográfico medio con películas de Bergman (no la Ingrid, sino el Ingmar), ocultan en su pasado remoto una lacra tremenda capaz de provocar un definitivo “ocaso de los dioses” a los ojos de la humanidad.
Atónitos investigadores de esa rama tan poco interesante para el público preso en las redes del presentismo como es la paleontología, acaban de descubrir que los nórdicos prehistóricos discriminaban a las féminas proporcionando raciones alimenticias notablemente mayores a los varones que a las hembras. Semejante conclusión se desprende de la evidencia fósil de que las diferencias de talla entre ellos y ellas son mucho más acusadas que, por ejemplo, en las poblaciones mediterráneas (fémures un 14% más largos que los de las hembras en los nórdicos frente a apenas un 5% en los mediterráneos). El diformismo sexual (mayor tamaño de los machos, en este caso) no explica por sí solo esa diferencia entre poblaciones de distintas latitudes, por lo que forzosamente hay que achacarla a diferencias en la dieta, factor de obvia influencia en el desarrollo corporal.
Bien, sí, la dureza del clima nórdico y la consiguiente necesidad, a la hora de distribuir un bien escaso como el alimento, de dotar de la mayor fortaleza posible a los principales encargados de procurar sustento (los varones dedicados a la caza) están seguramente en la raíz del asunto. Pero lo cierto es que, sin entrar en juicios morales descontextualizados (como suelen hacer nuestros inquisidores de la izquierda guay), el hecho está ahí y demuestra que, por la razón que sea, en estas latitudes nuestras a las mujeres les tocaba una parte comparativamente mayor del pastel que a las mitificadas walkirias.
Así que la asignación del arquetipo machista que la literatura (especialmente ―oh casualidad― anglosajona) viene endosando desde hace siglos al moreno latino parece que debería ser revisada. Tanto más si tenemos en cuenta que los índices de criminalidad machista de países como Finlandia duplican ampliamente los índices de España, por ejemplo. Parece, pues, que estamos ante una ejemplificación del dicho “piensa el ladrón que todos son de su condición”, agravada por la negativa del ladrón a reconocer esa condición como suya.
Pero no es éste, ni mucho menos, el único caso en que quienes adquieren buena fama sin merecerla duermen tranquilos mientras llueven las descalificaciones sobre otros menos afortunados. Caso típico ha sido durante decenios el de los “maestrillos” de “librillo” tradicional. Es decir, el de aquellos profesores que, reconociendo el valor epistemológico universal de la física, aplican a la pedagogía el principio de los vasos comunicantes, a saber: que el conocimiento ha de pasar del punto donde alcanza un nivel mayor (el maestro) al punto de nivel menor (el discípulo). Principio que avala dar más importancia relativa a la denostada “lección magistral” que a los “proyectos” surgidos de la iniciativa de alumnos perdidos en la selva de Wikipedia (y no hablemos ya de los que se ponen en manos de herramientas de inteligencia artificial, ésas que te redactan textos sobre cualquier tema científico… inventándose bibliografía inexistente).
El viejo dicho “el saber no ocupa lugar” (cosa más que dudosa, por otro lado, a partir de lo que sabemos hoy día sobre la estructura y el funcionamiento del cerebro) debe en todo caso complementarse con la idea de que “el saber ocupa tiempo”. Cualquier saber está sujeto a esa constricción ineludible. También ese saber práctico llamado “política”. Cosa que parecen ignorar quienes creen que de la noche a la mañana se puede reconstruir, con picos de oro piando y repiando cada día en unas redes sociales donde la ratio entre significado y ruido tiende progresivamente a cero, un instrumento tan deteriorado por el mal uso como es un partido de izquierda (es decir, impugnador del capitalismo reinante). Y así nos va a las izquierdas: las presentes en las instituciones, practicando el transgenerismo político a mansalva; las institucionalmente nonatas, de aborto en aborto hasta la extinción final.
Cardar la lana era una tarea que, antes de su mecanización, resultaba penosa, más por lo aburrida que por lo pesada. Y además, como dice el refrán, no solía ir acompañada de gran prestigio social. Por eso es tan tentadora la idea de buscar atajos que lleven a la fama necesaria para obtener votos sin tener que cardar demasiada lana en movimientos sociales de base. Especialmente en fases de desmovilización general como la presente. Pero, salvo improbables coyunturas afortunadas, el camino que lleva a la cima es largo y, por definición, cuesta arriba.
No es axiomático que todo lo que cuesta valga. Pero sí lo es la proposición conversa. De manera que, al igual que en la Edad Media europea no había catedrales sin picapedreros, tampoco hoy día hay grandes construcciones sin muchos pequeños obreros. En arquitectura y en política. Y política viene de polis, y polis quiere decir ciudad, y la ciudad no son sólo casas (que podrían estar dispersas en un prado o un bosque), sino sobre todo calles. Y como todavía no vivimos en ciudades “futuristas” tipo El quinto elemento, las calles no están para sobrevolarlas, sino para pisarlas.
Sin caer en el antiintelectualismo barato (que tan caro le ha salido a la izquierda en ciertas épocas al confundir ilustración con burguesía), es inevitable una cierta prevención ante el hecho de que últimamente se vea tanto grupo político izquierdoso con sobredosis de universitarios, sobre todo de las subespecies abogado, sociólogo o politólogo (especialidad académica esta última que, sinceramente, llevo tiempo intentando definir sin conseguirlo) y con notables carencias, en cambio, de vitaminas laborales corrientes (léase currantes).
Convendría recordar aquí una célebre tesis gnoseológica elegantemente formulada por los escolásticos latinos medievales: nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, “nada hay en el intelecto que antes no haya estado en los sentidos” (o, para los amantes de las rimas, “la experiencia es la madre de la ciencia”). Lo que en política se traduce en el principio de no tratar de aplicar modelos normativos teóricos sin conocer bien las necesidades prácticas de los posibles afectados.
Y ya que hablamos de intelecto y sentidos, resulta ineludible aludir al papel de la imaginación, esa facultad a medio camino entre sentidos e intelecto, precisamente. Según nuestro Averroes, el mayor filósofo nacido en Iberia y el más autorizado intérprete de la teoría aristotélica del conocimiento, la imaginación es la facultad que, a partir de las impresiones sensoriales, elabora el material con el que el intelecto construye los conceptos. Pero como (seguramente) no es sabido (por eso lo recuerdo aquí), Averroes sostiene que el intelecto no es una facultad individual, sino común a todos los seres racionales. ¿Cómo se explica entonces que haya unos humanos más inteligentes que otros (digan lo que digan los fanáticos de la corrección política)? Muy simple: por las diferencias de capacidad imaginativa, ya que la imaginación sí es individual. De modo que, aun usando todos el mismo intelecto, los hay que le sacan más partido que otros gracias a la mayor riqueza del material suministrado por su imaginación.
Y en efecto: dejando de lado los casos patológicos de personas de imaginación calenturienta (que pecan por exceso de fantasía), resulta bastante obvio que acierta de lleno la sabiduría popular cuando, eludiendo recurrir al descortés uso del adjetivo ‘tonto’, señala la escasa inteligencia de una persona diciendo simplemente que “tiene poca imaginación”.
Así que a aguzar la imaginación tocan para todos aquellos que no hayan renunciado definitivamente (como parece haber hecho la gran mayoría) al proyecto de construir una sociedad donde impere la justicia en todos los órdenes, empezando por el orden social. Y, tal como hemos visto, si el intelecto se basa en la imaginación, ésta se basa en los sentidos, es decir en la experiencia. Y la experiencia es tanto más rica cuanto mayor es el número de quienes participan de ella. Difícilmente, pues, llegarán muy lejos en política quienes quieran empezar el edificio por el tejado de las ideas sin tener unos cimientos bien asentados en la experiencia colectiva.