Hubo una época en que la moda en el vestir consistía exactamente en lo contrario de ahora: en llevar ropa “exclusiva”, en ser original, en suma (aunque no necesariamente “rompedor”). De hecho, incluso ahora, los desfiles de modelos buscan precisamente eso: innovar, romper moldes y, a ser posible, “épater le bourgeois”, escandalizar poco o mucho. También eso sigue siendo lo que persiguen por lo general las clases altas: distinguirse de la masa. “Distinción”, en lenguaje coloquial, ha pasado de ser un término propio de la lógica y la semántica a convertirse en sinónimo de “prestigio social”. (En uno de los episodios de la serie de novelas infantiles de Richmal Crompton protagonizadas por el inimitable Guillermo Brown (William a secas, en el original inglés), el ingenioso protagonista necesita a toda costa hacerse con un sombrero de su hermana, algo que sabe que nunca conseguirá pidiéndoselo por las buenas. Recurre entonces al expediente de decirle que ha visto a una amiga de ella llevando un sombrero exactamente igual: la hermana entonces, indignada, arroja el sombrero en mitad de la calle mientras comenta con rabia: “¡Me habían asegurado que era un modelo exclusivo!”)
Pues bien, de sobras es sabido que, fruto de la irrupción en la economía de mediados del siglo XX de ese salvavidas del capitalismo llamado consumo de masas, se produjo en su momento una modificación de los criterios populares a la hora de identificar los factores asociados con el prestigio social en el vestir. El mimetismo se impuso a la originalidad. Se trató, a partir de ese momento, no tanto de destacar como de no desentonar. Quien en los años 60 osara vestir pantalones rectos quedaba automáticamente estigmatizado como un paria. Para no pasar por ese bochorno no había más remedio que rendirse a la moda “pata de elefante”, a costa de dar la impresión, visto de lejos, de llevar sendas campanas repicando sordamente al final de las piernas. Hoy día, en cambio, quedaría literalmente como un paquidermo quien se resistiera a los pantalones “pitillo” y sus apreturas.
Originalidad y mimetismo, tesis y antítesis. Ah, pero aquí viene la dialéctica al rescate: mimetismo sí, pero con distinción: la síntesis. Y ¿qué es lo que marca la síntesis? Pues eso: la marca. Todo el mundo con camiseta de manga corta de una cierta hechura, pero no todos con un simpático cocodrilo bordado por debajo del hombro izquierdo. Todo el mundo con zapatillas deportivas (esas que en su prehistoria española se llamaban “bambas” o, si se te había pegado la lista de los reyes godos, “wambas”), pero no todas ellas con el nombre de “victoria” en griego. Etcétera.
En la historia de la estupidez humana (que coincide a grandes rasgos con la historia de la estupidez como tal, pues no parece que exista ningún otro ser vivo capaz de acciones estúpidas o no, al menos, en el mismo grado que nuestra especie), a los que venimos de la prehistoria antes mencionada suele maravillarnos el caso de muchos usuarios de ropas o ―como ahora se dice― “complementos” de marca. En efecto, pagan un pastón por un artículo del que existen centenares de variedades alternativas más baratas y encima se dedican luego a recorrer kilómetros y kilómetros haciendo publicidad de la marca… ¡gratis et amore! Lo del amore se te puede perdonar si es para enamorar a alguien (alguien tan estúpido como tú, claro). Pero el derroche pecuniario tiene poca excusa.
La dialéctica que recorre y penetra la necesidad de reconocimiento (necesidad humana básica, según la pirámide de Maslow), dialéctica entre la tesis “seguir la corriente” (al menos la corriente principal, “mainstream”), y la antítesis “destacar”, puede llegar a crear en el individuo tensiones lacerantes. A casi todo el mundo le gustaría ser “primus inter pares”, destacar sin desentonar. Pero es un equilibrio difícil e inestable. La historia está plagada de hipócritas entre quienes han reclamado para sí la aplicación de la mencionada fórmula latina. En España se lleva la palma, sin duda, el rey felón Fernando VII cuando en 1820 dijo aquello de “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, para, tres años más tarde, pasarse la Constitución por la entrepierna y hacer una escabechina de constitucionalistas, entre ellos Rafael del Riego (de cuya ignominiosa ejecución ―seguida de la profanación y eliminación de sus restos― se cumplieron el 7 de noviembre del pasado año dos siglos justos).
Pero dejando de lado casos particulares muy específicos, la dialéctica en cuestión es una verdadera cruz de la psicología social. Tan importante como “ser de los suyos” le resulta a todo el mundo ser “él mismo” o “ella misma”. Prueba indirecta: entre las experiencias más duras de la vida cuartelaría o carcelaria está la de verse reducido, como se suele decir, a “un número”.
La escapatoria más común del dilema entre “identificarse con” y “distinguirse de” es, probablemente, incorporarse a una “facción” (en sentido genérico, que puede incluir un partido político, una peña deportiva o, caso extremo, un bando en una guerra). La facción garantiza, obviamente, la identificación con un colectivo a la vez que permite distinguirse por oposición a colectivos diferentes. La identidad de cada individuo se disuelve casi por completo en la masa, pero la vertiente negativa de esa identidad se conserva, amplificada por la propia masa, en modo de rivalidad.
Por eso donde la lógica de las marcas alcanza su apogeo es en la vida de la facción. Logotipos, colores, uniformes, banderas, etc. son la apoteosis de la marca y, con ella, de la síntesis entre asimilación y distinción.
Los gobiernos siempre han tenido claro que el mejor cemento para unir a una sociedad es enfrentarla a otra. Nada más eficaz para “soldar” un grupo de personas que convertirlas en “soldados” (palabras ambas etimológicamente relacionadas con el adjetivo “sólido”).
Seguramente es inevitable que la mayoría de la gente, cuando le busca un sentido a su vida que vaya más allá de las tres o cuatro funciones fisiológicas básicas, se refugie en una facción. Por algo somos seres sociales, incapaces de sobrevivir en soledad. El problema está en que la inercia del grupo, en la medida en que tiende a diluir las características individuales de sus miembros, favorece la reducción de la identidad a la confrontación entre grupos.
En el panorama político español, al menos, esa tendencia avanza con botas de siete leguas. Lo que da lugar, claro está, a diversos equívocos. Uno de ellos es el de quienes, siguiendo la estela de la vieja monserga derechosa según la cual no tiene sentido hablar de izquierda y derecha (algo, por cierto, suscrito en su momento por las muchachas ―sensu inclusivo― de Pablo Iglesias), pretenden que sólo gobiernen grandes coaliciones que se centren en “políticas de Estado”, barriendo bajo la alfombra todo conflicto social. Otro equívoco, de signo opuesto (o no tanto), es el profesado por quienes, obviando la existencia de las “cuestiones de Estado” (como los desafíos a su integridad y a la igualdad de derechos entre los ciudadanos), reducen los conflictos sociales a un juego de suma cero, sin diálogo posible, en el que, además, lo que se juega no es tanto el avance de la justicia social como el culto a la diversidad y su promoción ad infinitum.
De modo que, al paso que vamos, ya se ve uno rechazado y “marcado” por todas aquellas (sensu inclusivo, de nuevo) que son incapaces de admitir que se pueda ir por la vida vestido sin ropa de marca y convencido de que lo que importa y por lo que, sí, vale la pena luchar es lo que hay debajo.