Se está discutiendo mucho si Milei y Trump se parecen o no. Por lo general, esta discusión está mal planteada, ya que se los suele comparar en bloque, sin distinguir aspectos, dimensiones.
Salta a la vista que Milei y Trump tienen varias cosas en común. La coincidencia más obvia estriba en su estilo político: ambos son carismáticos, personalistas, demagogos, patrioteros, «populistas» (de derecha), egocéntricos, prepotentes, intolerantes, fanfarrones, vehementes, violentos, bravucones, mesiánicos, maniqueos, conspiranoicos, fanáticos, «transgresores», hábiles ante las cámaras de TV y con las redes sociales, «políticamente incorrectos», muy poco amigos del pluralismo democrático, etc. La segunda coincidencia radica en la mentada «batalla cultural» contra el progresismo: tanto Milei como Trump impulsan una cruzada neoconservadora en educación, sexualidad, género, ciencia, arte, aborto, inmigración, seguridad, libertades públicas, pueblos originarios, visión del pasado, concepción de la identidad nacional, valoración de lo público y lo privado, cambio climático, ecología, consumo de cannabis, etc. La tercera afinidad tiene que ver con la política internacional: ambos presidentes son (uno como mandamás de la superpotencia-hegemón, otro como lacayo de un país latinoamericano periférico) occidentalistas y anticomunistas recalcitrantes, pro-EE.UU. y pro-Israel, antirrusos y antichinos, hostiles a Cuba y Venezuela, hostiles a Irán y Corea del Norte, islamofóbicos, negacionistas del genocidio en Gaza, etc.
Pero en materia económica, la comparación resulta más compleja. Si bien los dos pueden ser caracterizados, grosso modo, como apologetas y adalides del capitalismo neoliberal, antisocialistas rabiosos con delay de Guerra Fría, defensores entusiastas de la economía de mercado, Trump es menos radical y más pragmático en su neoliberalismo. No es, parafraseando a Milei, ningún «minarquista de corto plazo», ni ningún (menos que menos) «anarcocapitalista de largo plazo». Guiado por su proyecto chovinista MAGA (Make America Great Again), Trump está dispuesto a aplicar barreras arancelarias y otras regulaciones que un fundamentalista del mercado como Milei (obnubilado con la Escuela Austríaca) muy difícilmente implementaría (aunque Milei también ha sabido olvidarse del laissez faire cuando le ha convenido o se le ha antojado, por ejemplo, manteniendo el cepo al dólar o rehusándose a homologar aquellas paritarias del sector privado «demasiado desfavorables» a la patronal).
Lo que tienen en común los gobiernos de ultraderecha actuales (Trump, Milei, Meloni, Orbán y otros) no es tanto una receta macroeconómica (fuera de una genérica adhesión al capitalismo neoliberal) sino, más bien, su neoconservadurismo militante: «Dios, patria y familia», «valores occidentales y cristianos», «orden y progreso», «mano dura», «meritocracia», «salvemos las dos vidas»… Es la batalla cultural lo que los aglutina y distingue netamente del progresismo y la centroderecha tradicional. Si hablamos de economía pura y dura, gobiernos progresistas, centroderechistas y ultraderechistas son todos capitalistas y (matices más, matices menos) neoliberales. Este neoliberalismo compartido varía en intensidad y en grado de ortodoxia. No excluye atisbos proteccionistas, regulatorios, asistenciales y redistributivos. Pero en este capitalismo globalizado, financiarizado, digitalizado e hiperconcentrado del siglo XXI, el margen de maniobra para la heterodoxia keynesiana y el Estado de bienestar es extremadamente limitado. Los movimientos neofascistas, por su parte, son muy nostálgicos en lo cultural (etnonacionalismo, racismo, xenofobia, supremacismo, etc.), pero poco y nada nostálgicos en lo económico, pues el fascismo histórico de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial era estatista, valedor de una «tercera vía», mientras que sus herederos posmodernos han sido mayormente domesticados por el neoliberalismo.
Ante tanta uniformidad en la base material de las sociedades contemporáneas, es lógico que las «guerras culturales» en la superestructura se hayan vuelto tan virulentas y estridentes. Toda la pasión que falta en la lucha de clases y en el activismo revolucionario, toda la energía que se echa de menos en el combate maximalista contra el capital, sobreabunda en la políticas minimalistas de identidad. En ausencia de un horizonte utópico y universal de transformaciones radicales, la inmediatez de las pequeñas reparaciones simbólicas particularizadas se ha vuelto un mundo autosuficiente, con mucho ruido y pocas nueces.
El último párrafo contiene un diagnóstico lúcido del por qué gran parte de las izquierdas (estériles en materia de atraer masas en pos de cambios profundos) estamos siendo sustituídas electoralmente por mamarrachos que distraen la atención de la aceleración de concentración de riqueza, prometiendo mejoras a corto plazo sobre la base de estigmatización
y embates contra minorías y grupos vulnerables cuya defensa caracterizan nuestro accionar