Si recurrimos a un diccionario veremos que la metáfora es definida como una figura retórica consistente en la sustitución del término propio por otro que tiene con él una relación de analogía, por ejemplo la lluvia sería “las lágrimas de las nubes”. Pero la gente que no tiene calados sus huesos por teorías lingüísticas posee una visión menos teórica de la metáfora. Y así la conciben como una dama atractiva, bella y esquiva que, lejos de transitar por calles y plazas, gustaría de mostrarse en jardines recoletos, salones selectos, templos del arte o bosques, lagos y montañas apartadas.
En lugares tan especiales se dejaría admirar, displicente y distante, por poetas y literatos deseosos de captar su atención, atraerla a sus plumas, conquistarla y ayuntarla a sus escritos. Cierto que a veces condescendería a brotar de labios del vulgo pero, por lo general y según esta visión, su natural querencia sería ocultarse como el oro en las entrañas de la tierra, o elevarse al cielo como los pájaros. Sin embargo esta concepción es sumamente injusta tanto para el normal usuario del lenguaje como para la propia metáfora. Para ésta, porque, lejos de ser esa dama altiva que hemos descrito, es por el contrario muchacha vivaz, emprendedora y siempre dispuesta; para aquél, porque, lo sepa o no, todas sus palabras están impregnadas de “perlas del rocío”.
Y es que la metáfora no es un aspecto especial del lenguaje, sino que éste en sí mismo es metafórico: toda palabra es una metáfora fosilizada. Aún más, los conceptos que rigen nuestro pensamiento, que organizan nuestra percepción, que dirigen nuestras acciones y que regulan nuestras relaciones con los otros son de naturaleza metafórica. Pongamos un ejemplo: “El tiempo es oro/dinero”. He aquí un concepto metafórico que nos hace concebir una “cosa” (el tiempo) en términos de otra (el oro/dinero).
Pero el concebir el tiempo como oro/dinero – y no, pongamos por caso, como río– no significa meramente una concepción intelectual, una opinión o una creencia sobre un aspecto de la realidad más o menos ajena a nuestro discurrir vital, por el contrario tiñe nuestra vida cotidiana y determina nuestras actividades. Y si no escuchémonos cuando hablamos: “No me hagas perder tiempo”, “He invertido mucho tiempo en ese trabajo”, “Malgastas el tiempo”, “Préstame un poco de tu tiempo”… ¿Qué concepción del tiempo subyace en todas estas expresiones?: el tiempo como algo que se tiene o que no se tiene, un objeto de propiedad o de carencia, un tesoro, por su valor y por su escasez, en definitiva, una idea económica.
Pongamos más ejemplos. “Eso me levanta el ánimo”, “Tiene la moral muy baja”, “Está en la cima de su carrera”, “No me llega a los talones”, “Ha caído en lo más bajo”. En todas estas expresiones la metáfora gira en torno al eje “Arriba/Abajo” siendo “Arriba” considerado como lo feliz, lo bueno, lo más y lo virtuoso; y “Abajo” como lo desgraciado, lo malo, lo menos y lo vicioso. A este tipo de metáfora le llamaremos espacial.
Otro caso de esta clase de metáforas es aquel en que el eje no es “Arriba/Abajo”, sino “Dentro/Fuera”. Por ejemplo: “Estar enamorado”, “Estar en lo cierto”, “Salir de una enfermedad”, “Meterse en uno mismo”, “Atravesar una situación difícil”… algunas otras expresiones se podrían añadir a esta lista pero digamos sólo una más: “Meterse en política”, y escojámosla tendenciosamente para analizar estas metáforas que hemos dado en llamar espaciales.
Se observa, en primer término, que la metáfora espacial “Meterse en política” nos hace concebir la política como un “lugar” en donde se desarrollarían los acontecimientos, acciones y actividades políticas. Las características de este “lugar” no estarían en principio definidas, pero podríamos clasificar las opiniones dominantes en la actualidad de la siguiente manera:
1) La política es una mierda. Según esta teoría el “lugar política” sería una pocilga en donde cerdos orondos se darían la gran vida refocilándose en sus propias heces.
2) La política es un negocio. En esta versión el “lugar política” sería la cueva de Ali-Babá, en cuyas profundidades bastantes más de cuarenta ladrones atesorarían prebendas, prevaricaciones y demás suculentos negocios provenientes de los presupuestos generales del estado.
3) La política es ansia de poder. Aquí el “lugar política” sería un mar de tiburones que, devoradores de peces, bancos de pesca y “hombresalagua”, estarían empeñados en un combate mortal entre ellos para dilucidar quién se quedará con el tridente del rey Neptuno, la ciudad sumergida y la corte de sirenas.
4) La política es un mal necesario. En esta ocasión el “lugar política” sería las alcantarillas, imprescindibles para que la ciudad funcione pero adonde es mejor no bajar – es decir, que bajen otros, a poder ser profesionales – ya que, indudablemente, huelen mal, manchan los zapatos y están pobladas de ratas.
No cabe duda de que estas concepciones del “lugar política” tienen, como diría el filósofo, su momento de verdad. Basta con asomarse un poco por encima de la cerca para reparar en lo pantanoso que es el espacio político.
En realidad asistimos a un proceso de oligarquización de la política que convierte a ésta en un reducto separado del entorno con fosos y puentes levadizos. Los fosos serían la tecnificación de la política: la complejidad de las sociedades y estados modernos hacen necesario para su gestión unos conocimientos que por lo general no posee el ciudadano común. Los puentes levadizos serían la mercantilización de la política: en una civilización en la que todo es dinero resulta, por un lado, muy difícil mantener unos ideales y una acción política basada en el trabajo voluntario y “gratuito”, y, por otra, muy costoso desarrollar una acción cívica que pretenda enfrentarse a las poderosas máquinas de los partidos o realizar campañas de propaganda o electorales. El “espacio política” se convierte en un castillo que únicamente se puede visitar, en plan museo, una vez cada cuatro años. Y eso sí, visita dirigida para sólo dejarnos ver los salones más grandiosos, los tapices más lujosos y las armaduras más bruñidas.
Ahora bien, si es verdad que toda metáfora puede iluminar la realidad, no es menos cierto que también, e incluso simultáneamente, puede oscurecerla. Y así, volviendo a la expresión “Meterse en política” observamos que esta metáfora espacial nos hace concebir la política como un “lugar” ajeno a nosotros, como un espacio acotado en donde se desarrollarían los acontecimientos, acciones y actividades políticas, y en el que podríamos estar o no estar, meternos o no meternos, entrar o salir, según nuestra santa voluntad. En definitiva la política sería una especie de edifico plantado ahí en medio y que, suponiendo que no nos interesase visitarlo, pero que nos diera sombra o interrumpiese nuestro camino, podríamos sencillamente recuperar el sol apartándonos un poco o reanudar nuestro camino evitándole con un rodeo.
Y aquí la metáfora nos estaría engañando. Porque la política no es un espacio sino una acción inmanente a la propia existencia de la sociedad. Una acción que es ejercida querámoslo o no. Una acción que se produce con nosotros o sin nosotros. Una acción que en este último caso –sin nosotros– se hará contra nosotros. Por ejemplo: “flexibilizando” el mercado laboral, “congelando” los salarios, “recortando” los gastos sociales o “metiéndonos” en una guerra.
6 de febrero de 2025