Cuentan viejas leyendas que un grupo de arqueólogos emprendieron una expedición a una tierra otrora viva y poblada pero que en aquel entonces se mostraba abandonada y desértica. Las ruina de antiguas ciudades y pequeñas aldeas salpicaban la orografía requemada de la región que polvorientos manuscritos llamaban Palestina.
El grupo de arqueólogos inició sus excavaciones y pronto sacó a la luz unos restos que no por terribles les resultaron sorprendentes. Es más los esperaban. Esqueletos y más esqueletos. Cientos, miles de esqueletos. De hombres y mujeres, de niños y ancianos. Amontonados o dispersos. Todos con las indudables marcas que dejan en los huesos humanos los efectos de las bombas.
Sin embargo lo que no esperaban fue lo que, siguiendo sus excavaciones, encontraron bajo aquella tierra hecha de polvo y muertos. Debajo de los edificios derruidos y de los innumerables cadáveres aparecieron las ruinas de Europa. Sí allí estaban las piedras caídas y quemadas de la democracia occidental, del humanismo europeo, de la declaración universal de los derechos humanos, de la paz perpetua y la convivencia en libertad de los pueblos.
No cesó el grupo de arqueólogos con este descubrimiento su tarea. Solo cuando retiraron una nueva franja de tierra y atisbaron lo que aparecía bajo ella abandonaron despavoridos la excavación. Ya solo bajo una fina capa de polvo, bajo los últimos escombros, bajo los últimos cadáveres, asomaban las azoteas de los orgullosos rascacielos de la Europa colonial, de la Europa guerrera, de la Europa de palabras huecas y hechos criminales, de la Europa rica, satisfecha e indiferente, de la Europa aterrorizada por dejar de ser ese gran balneario amurallado del hombre blanco, más allá del cual hormiguean las chabolas, la expoliación y las guerras de las culturas bárbaras y las razas inferiores.