DEL COMPAÑERO Y MIEMBRO DE ESPAI MARX, CARLOS VALMASEDA.
ÍNDICE
1. ¿No hay inocentes en Israel?
2. Trump, Rusia, la OTAN, y el dinero de los europeos.
3. Al multilateralismo por la guerra.
4. No al decrecimiento por bandera.
5. El fracaso de la agenda verde.
6. El general de YouTube.
7. Fineschi sobre Lenin y Hegel.
8. El Irán postrevolucionario.
9. Resumen de la guerra en Palestina, 7 de julio de 2025.
1. ¿No hay inocentes en Israel?
Los hechos son tozudos, y, una vez más, una encuesta demuestra que la inmensa mayoría de los israelíes siguen apoyando el genocidio.
Encuesta: La abrumadora mayoría de los judíos israelíes comparten la creencia genocida de que «no hay personas inocentes en Gaza»
Una encuesta de la Universidad Hebrea muestra que la abrumadora mayoría de los judíos israelíes están de acuerdo con la idea genocida de que «no hay inocentes en Gaza».
Por Jonathan Ofir 3 de julio de 2025
Una encuesta realizada por la Universidad Hebrea de Jerusalén a principios de junio arrojó una estadística escalofriante: una abrumadora mayoría de judíos israelíes está de acuerdo con la idea de que «no hay inocentes en Gaza».
El 64 % de los israelíes está de acuerdo con esta afirmación, casi dos de cada tres. Pero en realidad el porcentaje es considerablemente mayor entre los judíos israelíes, ya que esa cifra está muy influida por los palestinos con ciudadanía israelí. Los palestinos constituyen alrededor del 20 % de la población israelí y el 92 % de ellos se opone a la afirmación, lo que deja a los judíos israelíes con un apoyo abrumador.1
La encuesta también midió el porcentaje de israelíes que «estaban muy de acuerdo» con esta opinión en todo el espectro político:
- El 87 % de los partidarios del Gobierno actual
- El 73 % de los derechistas que no votaron a la coalición (como los votantes de Avigdor Lieberman, etc.)
- El 63 % de los votantes de centro
- Incluso el 30 % de los votantes de «izquierda»
Este apoyo evidente a las llamadas claramente genocidas contra los palestinos invita a la reflexión. Pero también es importante reconocer que este apoyo no comenzó ayer, ni el 7 de octubre de 2023.
En 2018, el entonces ministro de Defensa, Avigdor Lieberman, dijo que «no hay personas inocentes en la Franja de Gaza».
En octubre de 2023, el presidente israelí, Isaac Herzog, parafraseó la misma idea diciendo que «toda una nación es responsable. Esta retórica sobre civiles que no son conscientes, que no están involucrados, no es cierta». Esta declaración fue una de las muchas declaraciones genocidas que formaron parte de los argumentos a favor del genocidio en la CIJ en el caso Sudáfrica contra Israel.
Herzog criticó posteriormente a la CIJ por «difamación» y por «tergiversar sus palabras», pero eso es una tontería. Herzog es un mentiroso racista notorio, y todo el mundo le entendió a la primera.
Haaretz lleva publicando desde finales de mayo artículos como este, titulado «No hay inocentes en Gaza: qué hacer cuando su hijo israelí vuelve a casa radicalizado»:
«En medio de la guerra en Gaza y de una crisis civil cada vez más profunda en Israel, muchos padres se enfrentan a un doloroso reto: sus hijos vuelven a casa con opiniones extremas y expresiones de odio. Estas van desde justificaciones del asesinato de civiles en Gaza hasta comentarios racistas contra los ultraortodoxos, las personas LGBTQ+ y otras comunidades. Para muchas familias, este choque entre los valores que se enseñan en casa y los mensajes que los niños absorben del mundo que les rodea es profundamente preocupante».
Pero la encuesta indica que esto no viene al caso: toda la sociedad israelí está radicalizada y apoya abrumadoramente el genocidio. Los soldados no regresan a otro universo, sino al mismo universo genocida.
En 2014, durante una de las ofensivas israelíes contra Gaza, conocida como «cortar el césped», que causó la muerte de unos 2200 palestinos, entre ellos 551 niños, Ayelet Shaked, entonces diputada del partido Hogar Judío, pero aún no ministra, compartió una publicación en las redes sociales con el siguiente texto:
«¿Quién es el enemigo? El pueblo palestino. ¿Por qué? Pregúntenselo a ellos, ellos empezaron […]. Detrás de cada terrorista hay docenas de hombres y mujeres sin los cuales no podría dedicarse al terrorismo. Los actores de la guerra son los que incitan en las mezquitas, los que escriben los planes de estudios asesinos para las escuelas, los que les dan cobijo, los que les proporcionan vehículos y todos aquellos que les honran y les dan su apoyo moral. Todos ellos son combatientes enemigos, y su sangre recaerá sobre sus cabezas. Esto incluye también a las madres de los mártires, que los envían al infierno con flores y besos. Deberían seguir a sus hijos, nada sería más justo. Deberían irse, al igual que las casas en las que criaron a esas serpientes. De lo contrario, allí se criarán más serpientes».
La publicación causó cierta conmoción y ella la retiró, pero la idea era claramente la que ella respaldaba. Al año siguiente, se convertiría en ministra de Justicia. Shaked pronunció declaraciones fascistas descaradas, pero tuvo la temeridad, o descaro, de burlarse de la idea de que fuera fascista, en un anuncio ficticio en el que promociona un perfume llamado «Fascismo», diciendo: «A mí me huele a democracia».
La verdad es que los líderes israelíes llevan muchos años promoviendo el genocidio. El pensamiento genocida siempre ha formado parte del proyecto sionista de una forma u otra, alimentado por su lógica colonialista de eliminación. Pero estas tendencias genocidas a menudo han tenido que equilibrarse con una apariencia de democracia, como en el caso de su apartheid.
Pero ahora, Israel parece haberse liberado de esas restricciones en mayor medida. Parece que Israel ya no ve la necesidad de perfumarse con la democracia.
Notas
- Un porcentaje similar (también el 64 % en total) cree que no es necesario dar una cobertura más amplia de la situación de los civiles en Gaza. Los medios de comunicación israelíes apenas cubren nada de eso, por lo que equivale a decir que simplemente no quieren saber nada de esos bebés que se mueren de hambre. Entre los votantes de la coalición, el porcentaje es del 89 %. Esto no es muy sorprendente, ya que si la mayoría de estas personas no consideran «inocentes» a los palestinos de Gaza, ¿por qué iban a preocuparse por escuchar hablar de su hambre y su muerte por otros medios?
2. Trump, Rusia, la OTAN, y el dinero de los europeos.
Bhadrakumar deja su análisis sobre Asia occidental para pasar a la reciente cumbre de la OTAN. Sigue siendo muy comprensivo con la política exterior de Trump, al que presenta como un verdadero partidario de la paz.
https://www.indianpunchline.com/natos-mega-spending-pleases-trump/
Publicado el 6 de julio de 2025 por M. K. BHADRAKUMAR
El mega gasto de la OTAN complace a Trump
Visto a través del prisma de la Guerra Fría, la decisión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en su reciente cumbre de La Haya, de aumentar el gasto en defensa de los países miembros hasta el 5 % de la renta nacional puede parecer a un observador ingenuo como una medida decisiva para hacer frente a Rusia en el futuro. Pero las apariencias engañan, ya que se trata de una iniciativa impulsada por el presidente estadounidense, Donald Trump.
Rusia ha aceptado con naturalidad la decisión de la OTAN, lo que nos recuerda al perro que no ladró en la novela de Sherlock Holmes. No hay ni una pizca de evidencia de que Trump albergue ningún deseo de «borrar» a Rusia. Al contrario, Trump busca buenas relaciones con Rusia, aunque es consciente de los obstáculos que se le presentan debido a la rusofobia entre las élites estadounidenses.
Curiosamente, el martes pasado, el New York Times publicó un artículo de opinión escrito por Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional del expresidente Joe Biden, titulado «Trump está jugando un juego cínico con Ucrania» (Trump Is Playing a Cynical Game With Ukraine), cuyo tema implícito es que Trump podría estar sirviendo subrepticiamente a los intereses de Putin en la guerra de Ucrania.
Sullivan escribió: «Durante meses, el presidente Trump ha jugado un juego cínico. Ante la prensa, amenaza con imponer nuevas sanciones a la economía rusa. En privado, nunca las aplica… Todo esto sugiere que Trump no está dispuesto a presionar a Rusia para que ponga fin a esta guerra. En cambio, se está rindiendo y abandonando a Ucrania».
Exasperado, concluye su artículo acusando a Trump de «rendirse implícitamente ante Putin». Se trata de una versión suavizada de la desacreditada hipótesis de la colusión con Rusia que el Estado profundo y los neoconservadores utilizaron para paralizar la primera presidencia de Trump.
Sin embargo, Trump ha regresado al Despacho Oval no solo con un mandato sin precedentes, sino también con una comprensión mucho mejor de cómo funciona Washington. Esto se refleja en su acertada elección de Marco Rubio como secretario de Estado, a pesar del pedigrí ideológico del exsenador como impecable «neoconservador globalista». Trump necesita la inteligencia, la credibilidad bipartidista y la prudencia de Rubio como alguien con ambiciones presidenciales. Del mismo modo, Trump eligió a su viejo amigo de confianza Steve Witkoff para dirigir su agenda de política exterior tal y como él quiere, rechazando las «guerras eternas» y dando prioridad a la diplomacia, incluso en Asia Occidental.
Se puede ser cautelosamente optimista y pensar que el alto el fuego entre Israel e Irán se mantendrá a pesar de las predicciones apocalípticas. Los protagonistas se muestran cautelosos, independientemente de su retórica pública. Israel ha recibido un golpe inesperado por parte de Irán y su economía se encuentra al borde del colapso. Irán también ha sufrido grandes pérdidas y su objetivo de levantar las sanciones parece ahora inalcanzable, mientras que, por otro lado, fabricar una bomba conlleva enormes riesgos sin beneficios proporcionales y va en contra del consejo de Rusia y China, además de alienar a sus vecinos árabes.
En cuanto a Trump, ha aprendido que es imposible «destruir» el dominio de un país sobre la tecnología nuclear. Curiosamente, anoche en Teherán, el líder supremo de Irán, el gran ayatolá Alí Jamenei, hizo su primera aparición pública desde que comenzó el ataque israelí, encabezando la ceremonia de luto de la noche de Ashura.
No hay duda de que Trump aspira a pasar a la historia como un presidente pacificador que entiende que el momento unipolar de Estados Unidos ha terminado para siempre. En la conversación telefónica con Putin el 3 de julio, este último puede que no dijera «nyet» con tantas palabras, pero rechazó la sugerencia de Trump de un alto el fuego a cambio de la suspensión de los envíos de armas estadounidenses a Ucrania, y subrayó que las operaciones militares rusas continuarán hasta que se hayan cumplido plenamente los objetivos políticos y geopolíticos del Kremlin.
La agencia de noticias Tass destacó la reacción de Trump, que se mostró «muy descontento» porque Putin «quiere llegar hasta el final». «[Eso] no es bueno», subrayó Trump. Sin duda, Trump y Putin mantienen buenas relaciones personales, como lo demuestran sus llamadas en vísperas de fechas simbólicas, incluidas las importantes para los estadounidenses, como el 4 de julio, Día de la Independencia.
No obstante, un destacado experto moscovita, Dmitry Suslov, declaró al periódico Vedomosti: «Es posible que Trump haya amenazado a Putin: si Rusia no acepta ahora un alto el fuego, entonces él [Trump] podría seguir adelante con la aprobación por el Congreso del proyecto de ley del senador Lindsey Graham sobre nuevas sanciones [«devastadoras»] contra Rusia». Suslov admitió que, tras la conversación telefónica, las posibilidades de que se apruebe el proyecto de ley del senador Graham podrían haber aumentado «muchas veces».Pero, ¿y qué? Con toda probabilidad, Rusia demostrará que sus huesos no son tan frágiles. La conclusión, según Suslov, es que el enfoque de «palo y zanahoria» de la Casa Blanca «probablemente no funcionará: la posición de Rusia sigue siendo de principios y, muy probablemente, independientemente de las acciones de Estados Unidos, no está dispuesta a aceptar un alto el fuego sin que se cumplan sus demandas ahora».
Sin duda, nos encontramos en un momento decisivo de la historia actual, en el que Putin tiene en alta estima a Trump, pero no está dispuesto a cambiar decisiones tácticas en detrimento de otras estratégicas que afectan a los intereses fundamentales de Rusia. Y por parte de Trump, por muy desagradable que sea para la OTAN una victoria rotunda de Rusia en Ucrania, sigue comprometido con una relación de cooperación con Rusia, que es importante para sus esfuerzos como presidente pacificador.
No se trata en absoluto de un enfrentamiento al estilo de la Guerra Fría. Lo que vemos es más bien una plataforma de transmisión en directo de tango, en la que dos socios se emparejan de forma inextricable y activa, pero en ocasiones con connotaciones negativas. Hay un sentimiento subyacente de pasión en su intimidad lúdica o en su estilo más dramático, ya que bailar el tango sin duda acercará a los dos socios.
Ahora bien, ¿qué hay del aumento de la financiación de la OTAN? El New York Times tiene una explicación sencilla: sin duda, los países europeos se han comprometido a duplicar el gasto en inversiones militares durante la próxima década. La cantidad de dinero en juego es realmente enorme: 16 billones de dólares. En un escenario ideal, una suma tan elevada debería «impulsar una oleada de innovación de alto nivel en Europa».
Pero no se espera nada de eso. El Times escribe: «Esto se debe a lo que se podría llamar el problema del F-35. Europa carece de alternativas de calidad a algunos de los equipos de defensa más necesarios y deseados que producen las empresas estadounidenses…
Los sistemas de defensa antimisiles Patriot también se importan de Estados Unidos, al igual que los lanzacohetes, los drones sofisticados, la artillería de largo alcance guiada por satélite, los sistemas integrados de mando y control, las capacidades de guerra electrónica y cibernética, junto con la mayor parte del software necesario para su funcionamiento. Y como muchos países europeos ya han invertido en armas estadounidenses, quieren que las nuevas compras sigan siendo compatibles».
¿Lo entienden? Los aliados de la OTAN están generando un negocio enorme para los proveedores estadounidenses en el futuro. Tal y como están las cosas, la OTAN representa el 34 % de todas las exportaciones de armas estadounidenses a nivel mundial. No es de extrañar que Trump saliera de La Haya diciendo que había disfrutado del evento de la OTAN. La cumbre de la OTAN no dijo ni una palabra sobre Rusia. Porque, en realidad, se trataba de alimentar el movimiento MAGA de Trump. [Véase mi artículo Trump empuja a Occidente a suavizar su postura hacia Rusia, Deccan Herald, 2 de julio de 2025].
3. Al multilateralismo por la guerra.
Tomaselli se nos pone maoísta en su última parte de este sombrío artículo, en el que cree que existe un alto riesgo de más guerras en este proceso del paso de la ilusión unipolar al multilateralismo. Termina con esta cita de Mao: «O la revolución impedirá la guerra, o la guerra provocará la revolución». Aunque, en mi modesta opinión, yo no descartaría que podamos tener guerra y no revolución… ![]()
https://giubberossenews.it/2025/07/07/la-guerra-ineluttabile/
La guerra ineluctable
Por Enrico Tomaselli
7 de julio de 2025
Podemos afirmar con certeza que la larga fase de transición que estamos viviendo, que intenta llevar al mundo de la era de la ilusión unipolar estadounidense a una nueva era basada en el multilateralismo, se caracteriza más que nunca por la presencia significativa de la guerra.
No es que esta haya estado ausente del horizonte global, y en particular del occidental, pero, como siempre ha sido históricamente, la proximidad de grandes cambios geopolíticos siempre va precedida de un aumento de las tensiones conflictivas. Y lo que estamos viviendo es, sin duda, especialmente significativo, trascendental: estamos hablando del «ocaso de Occidente» (por usar la expresión de Emmanuel Todd), es decir, del fin de una hegemonía militar, económica y, por tanto, política, que se ha prolongado durante siglos. La guerra, ya sea cinética o híbrida, es, por tanto, el terreno en el que se consume la transición, en el que se definen las nuevas relaciones de poder. Es el paso inevitable para llegar a la definición de un nuevo orden mundial. La Paz de Westfalia, el Congreso de Viena, la Cumbre de Yalta fueron el punto de llegada de un proceso que, en esos lugares, redefinió el panorama geopolítico, pero que se delineó en los campos de batalla. Pensar que hoy se puede eludir este paso es una gran ingenuidad. Lo máximo por lo que se puede luchar es la reducción del daño.
Lo primero que debemos tener claro es la necesidad de despersonalizar el conflicto. Eliminar la idea de que este depende, de un modo u otro, de tal o cual líder político, y que, por lo tanto, el ascenso de uno o la destitución de otro tienen alguna incidencia significativa en el proceso en curso. Son fuerzas profundas, arraigadas en la historia y la geografía, las que están en acción, y debemos pensar en ellas como un choque entre fallas tectónicas, más que como un duelo entre líderes político-militares. Su liderazgo puede modificar el desarrollo táctico del enfrentamiento, pero no puede detenerlo ni modificar su naturaleza estratégica.
Por poner un ejemplo, aunque sea a riesgo de banalizar, el liderazgo de Biden ha representado el predominio (dentro de Estados Unidos) de una línea táctica que creía poder detener la pérdida de hegemonía global mediante una política agresiva, que apuntaba a golpear a las potencias competidoras una por una, en la convicción de que aún disponía de la capacidad suficiente (militar, industrial, económica…) para hacerlo; a su vez, el liderazgo de Trump representa (también tras el fracaso macroscópico de esa línea) el reconocimiento de que esa capacidad ya no existe y que, por lo tanto, la prioridad es reconstituirla.
Si despejamos el terreno de la propaganda, de la que se ha alimentado Occidente en las últimas décadas, y sobre todo del legado del supremacismo occidental, y miramos en cambio los acontecimientos de los últimos años —en los que, precisamente, se ha manifestado de forma aguda la táctica agresiva de la Administración estadounidense—, podemos ver claramente lo que Washington ve, pero no puede reconocer: la capacidad hegemónica (en sentido global) de Occidente, es decir, su capacidad para imponer sus propias decisiones estratégicas y sus propias prioridades, que ya desde hace mucho tiempo había comenzado a mostrar signos de debilitamiento, ha alcanzado ahora un nivel de crisis manifiesta. Y, añado, manifiestamente irreversible.
Los Estados Unidos, que desde 1945 han representado el centro imperial de Occidente, precisamente durante la Segunda Guerra Mundial (que los consagró como gran potencia), desarrollaron la idea fundamental de su hegemonía militar, es decir, mantener la capacidad de librar dos guerras simultáneas en dos teatros diferentes. En aquel entonces fueron Alemania en Europa y Japón en el Pacífico.
Esta capacidad comenzó a degradarse significativamente ya en los años noventa del siglo pasado, cuando, con la caída de la URSS, se impuso en Washington la idea de un mundo esencialmente unipolar, en el que ya no existían potencias globales capaces de hacer frente al imperio estadounidense, sino solo potencias regionales, que podían controlarse fácilmente.
Con esta convicción, por un lado, y la caída de cualquier equilibrio político residual del poder económico, por otro, la potencia militar-industrial que había ganado el conflicto mundial emprendió el camino suicida de la financiarización de la economía y la globalización. Esto ha dado lugar, por un lado, al desmantelamiento de la capacidad manufacturera de los Estados Unidos (cuando Trump se queja de los déficits comerciales, finge no saber que son consecuencia directa de la reducida productividad estadounidense) y, por otro, al giro high-tech del instrumento militar.
Al considerar que ya no tenían ante sí países capaces de enfrentarse a los Estados Unidos en pie de igualdad, sino solo pequeñas potencias contra las que librar guerras rápidas y destructivas, las fuerzas armadas estadounidenses se convirtieron poco a poco en un instrumento bélico que confiaba en su (supuesta) superioridad tecnológica y que, por lo tanto, se basaba en un número (relativamente) reducido de personal profesional y en armamento de alta tecnología. Sin embargo, como se ha visto, estos no solo tenían numerosas limitaciones (alto coste, largos tiempos de producción y cantidades limitadas, necesidad de un mantenimiento muy frecuente, etc.), sino que, a la larga, ni siquiera resultaron tan superiores tecnológicamente.
Ignorando totalmente este aspecto de su condición militar y subestimando enormemente el otro, los estrategas neoconservadores que han influido en la política estadounidense en las últimas décadas creyeron posible obtener un resultado abriendo una guerra con Rusia a través de un proxy que pusiera la carne en la trituradora y movilizando detrás de él a toda la OTAN y otros países aliados, en el papel de proveedores de hardware (sistemas de armas) y software (sistemas de inteligencia).
La falacia de este plan resultó evidente de inmediato para cualquiera que no tuviera los ojos vendados por la propaganda, pero se necesitaron tres años para que en Washington se comprendiera el alcance del fracaso (en Bruselas, sin embargo, la noticia aún no ha llegado…).
Moscú, de hecho, ha optado por una lenta guerra de desgaste, que le ha dado la oportunidad de reducir al mínimo las pérdidas, así como el tiempo para desarrollar plenamente su capacidad industrial de apoyo al conflicto. Una capacidad que hoy en día supera con creces a la occidental en su conjunto.
En términos estratégicos, el conflicto en Ucrania ha puesto de relieve una serie de factores. En primer lugar, que Rusia es mucho más que «una bomba de gasolina con un arma atómica», como se decía en Washington, donde se codeaban Ron De Santis, John McCain y Josep Borrell.
Rusia no solo es más que una simple potencia regional, sino que ha demostrado tener todas las cartas para ser un actor global, de igual poder, o al menos capaz de desafiar el poder estadounidense y vencerlo.
Pero lo que ha quedado claro en esta guerra es también que la tecnología militar «made in USA» ya no es tan superior ni tan eficaz. Es más, en algunos casos es incluso inferior y/o está más atrasada, basta pensar en los misiles hipersónicos. Y que la capacidad industrial occidental está terriblemente por debajo del mínimo necesario para afrontar una guerra de desgaste, aunque sea contra un solo adversario.
El conflicto reavivado en Oriente Medio ha dado el golpe definitivo a la mitología de la superioridad occidental. El acuerdo separado que la administración Trump se apresuró a buscar con el Gobierno yemení de Ansarullah, tras el vano intento de doblegarlo, fue emblemático desde este punto de vista. Pero aún más pesa como una losa el triple fracaso en la guerra de los doce días. Triple porque ha fracasado el intento israelí-estadounidense de provocar un cambio de régimen en Teherán, ha fracasado la defensa aérea del Estado hebreo (a pesar del uso masivo de todo el arsenal estadounidense —aéreo y antimisiles naval y terrestre— en Oriente Medio, así como de las aviaciones británica y jordana), ha fracasado la búsqueda de la supremacía estratégica (con Israel pidiendo el alto el fuego tras iniciar las hostilidades y Estados Unidos, para sacar a ambos del apuro, teniendo que montar un ataque-espectáculo preacordado, con la correspondiente contraofensiva iraní igualmente previsible).
La sanción definitiva del revés estratégico llega en un momento en el que, al tener que elegir, el Pentágono prefiere enviar los sistemas antimisiles a Israel en lugar de a Ucrania. No se trata simplemente de una maniobra para desengancharse del teatro europeo, sino del fin definitivo de la doctrina estadounidense de las dos guerras simultáneas.
Lo que, como se decía al principio, en Washington saben pero no pueden decir, es que el instrumento militar —que ha permitido a Estados Unidos ejercer un poder global durante casi un siglo— simplemente ya no existe. Al menos tal y como ha existido hasta ahora. Ni siquiera la disuasión nuclear es ya una carta que se pueda jugar, ya que Rusia supera a Estados Unidos tanto en número de ojivas como en número de vectores.
Incluso una guerra contra una potencia regional media, como Irán, tendría hoy un precio demasiado alto como para siquiera considerarla. Y, de hecho, tras el fracaso de la jugada israelí, se apresuraron a poner un parche y cerrar el partido.
De todo ello se deriva una reflexión adicional. Si consideramos el lamentable estado —mucho peor que el de Estados Unidos— en que se encuentran los ejércitos europeos de la OTAN, resulta evidente que esta alianza, siempre que sobreviva, sería simplemente derrotada si tuviera que enfrentarse al bloque contrario (Rusia, Irán, Corea del Norte, China). Y dado que varios países europeos están empezando a firmar pactos de asistencia militar mutua, lo que indica que la confianza en la garantía del artículo 5 se ha evaporado, la duda sobre la duración de la Alianza Atlántica es más que legítima.
Por otra parte, es bastante evidente que reina el caos. Washington demuestra que ya no tiene ninguna consideración por el teatro europeo y, tras haber castrado económicamente a sus aliados cortando el cordón umbilical energético con Rusia, ahora se dedica exclusivamente a intentar chuparle hasta la última gota de sangre, imponiendo grandes cuotas de importación de sus productos militares. Bruselas, al igual que las distintas cancillerías, a pesar de parecer tener posiciones radicalmente diferentes a las de Estados Unidos en una cuestión tan crucial como el conflicto ucraniano, no logran oponer nada a los dictados del otro lado del Atlántico y suscriben en silencio el compromiso de aumentar su contribución a la OTAN al 5 % del PIB.
No está claro si este compromiso se suma al del ReArm Europe, o si uno incluye al otro, pero en cualquier caso se trata, en ambos casos, de una operación que poco o nada tiene que ver con la defensa. Aparte de la obvia consideración de que el compromiso del 5 % se pretende alcanzar «para 2035» (es decir, cuando casi todos los gobiernos que lo han aceptado habrán caído, Trump ya no será presidente y la guerra en Ucrania habrá terminado hace tiempo), mientras se nos sigue repitiendo que Rusia nos atacará antes de 2029, es precisamente el orden de los factores lo que lo denuncia. De hecho, ni a nivel de la OTAN, ni mucho menos a nivel europeo, existe el más mínimo atisbo de un plan estratégico en el que se fijen los objetivos y, por lo tanto, se defina el marco de las necesidades para alcanzarlos (qué y cuántos sistemas de armas, qué infraestructuras logísticas, qué cantidad de tropas…), y solo después se indique el gasto necesario. En cambio, se parte de la indicación del volumen de gasto, establecido según criterios que no se entienden, y que podría resultar insuficiente o, por el contrario, redundante.
Pero, como se ha dicho, la única defensa con la que cuenta todo esto es la de los intereses industriales.
Washington confía en ellos para financiar el relanzamiento de su producción manufacturera, y Bruselas, a su vez, cultiva la ilusión de que una inyección masiva de miles de millones puede resucitar la agonizante industria europea. Como si producir tanques en lugar de coches eléctricos fuera una solución viable, y totalmente independiente de los costes energéticos, los costes sociales y la reconstrucción de una cadena comercial para todos los componentes que necesita.
La cuestión es que, evidentemente, las clases dirigentes occidentales han perdido completamente el norte y oscilan constantemente entre la convicción de que pueden invertir el proceso de declive y la convicción de que siguen al frente de la potencia hegemónica mundial. Y todo ello se traduce en la incapacidad de elaborar una estrategia coherente y eficaz, capaz siquiera de garantizar su supervivencia.
Y es precisamente esta incapacidad estratégica la que genera los mayores riesgos. Lo que tenemos ante nuestros ojos, de hecho, es un panorama en el que los líderes occidentales realizan movimientos temerarios y aventureros, que alimentan siempre nuevos conflictos, pero sin ninguna capacidad para resolverlos de forma positiva. Y, además, dentro de este panorama, hay que tener en cuenta que actúa la variable loca representada por Israel, que percibe con mayor claridad y urgencia que su parábola histórica se acerca a su fin y que, por lo tanto, pone en marcha acciones dictadas por una mezcla de delirio mesiánico y desesperación, solo aparentemente revestidas de cierta racionalidad política o militar.
En definitiva, es desde Occidente desde donde emanan los peligros de una deriva devastadora, que puede arrastrar a gran parte del planeta a una guerra cinética; la cual, a su vez, precisamente por su insostenibilidad para el propio Occidente, conlleva el riesgo adicional de deslizarse hacia un enfrentamiento nuclear.
Vale la pena repetirlo una vez más: en las condiciones actuales, una guerra cinética que viera en acción a todo el frente de naciones que se oponen al dominio occidental, vería prevalecer a Occidente. Pero los líderes de estas naciones son conscientes de que ello supondría una devastación generalizada para ambas partes, por lo que actúan para evitar en la medida de lo posible este desenlace, convencidos además de que el tiempo juega a su favor y de que, cuanto más se consiga mantener el conflicto por debajo de un cierto umbral, desgastando día a día la capacidad occidental, más probable será que esta llegue por sí sola a un punto de precolapso. De este modo, esperan que la guerra inevitable sea, en cualquier caso, más breve y más restringida territorialmente.
Cuando el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, le dice a la insignificante Kaja Kallas que China «no puede permitir que Rusia sufra una derrota en Ucrania», está enviando un mensaje muy claro, con la intención de apaciguar los ánimos belicistas de la Unión Europea. El mensaje es: no piensen que pueden cambiar el rumbo del conflicto (aunque fueran capaces de hacerlo). El sentido es: intentar evitar que el aventurerismo de algunos líderes cause más daño del estrictamente necesario.
Las clases hegemónicas europeas y estadounidenses, encerradas en su burbuja dorada, están presas del pánico ante la idea de perder aunque sea una parte de sus privilegios. En su mundo, la idea de que mañana ya no puedan permitirse alquilar una ciudad para convertirla en el escenario de su boda (o incluso de ser invitados a ella) les parece intolerable.
Esto, unido a la sensación de poseer un poder ilimitado, les empuja inexorablemente a la guerra. La guerra se considera mucho más que una simple oportunidad de enriquecimiento adicional, sino más bien una gran operación policial para despejar el terreno de bandas de bárbaros saqueadores que quieren arrebatarles sus riquezas y privilegios.
Antes de llegar a ceder —ya sea riqueza, poder o tierras robadas—, lucharán con uñas y dientes. Y antes de llegar a una nueva Yalta, que redefina los equilibrios no hegemónicos, el camino es aún largo y está plagado de peligros.
Prepararse para esta perspectiva significa mucho más que preparar la mochila con el kit de supervivencia, como sugieren en Alemania. Significa decidir de qué lado estar.
«O la revolución impedirá la guerra, o la guerra provocará la revolución».
Mao Zedong
4. No al decrecimiento por bandera.
Entrevista a uno de nuestros newgreendealistas más destacados, de los de Corriente Cálida, sobre su nuevo libro.
https://climatica.coop/entrevista-xan-lopez-libro-fin-paciencia/
Xan López: «No creo que sea buena idea llevar el decrecimiento por bandera»
El cooperativista y militante por el clima acaba de publicar ‘El fin de la paciencia’ (Anagrama, 2025) un ensayo para pensar la crisis climática.
Azahara Palomeque
30 junio, 2025
Xan López aparece puntual en una pantalla que deja ver una estantería llena de libros. Se disculpa; se encuentra un pelín enfermo, probablemente a causa de un “virus de guardería”, contagio de su hijo pequeño. Sin embargo, eso no le impide celebrar la publicación de El fin de la paciencia. Un ensayo sobre política climática (Anagrama, 2025), libro breve pero profundo en argumentos, recién salido del horno. El cooperativista, miembro del Instituto Meridiano de políticas climáticas y sociales y editor de la revista Corriente Cálida, ha escrito un volumen que aúna el pensamiento sobre la crisis climática con el análisis de la política del siglo XX; en concreto, la de masas: aquella que aglutinaba a millones de personas en partidos o sindicatos muy movilizados. Hablamos largo y tendido sobre estas circunstancias tan específicas, y posibles soluciones al atolladero que plantean.
¿Por qué se llama El fin de la paciencia? ¿Remite al lema de los movimientos activistas: “no hay tiempo”? Por otra parte, creo que lo que está habiendo respecto a la crisis climática es demasiada paciencia, ¿no?
Es verdad que hay dos formas de entender el título del libro. Mucha gente me ha dicho que pensaba que era una especie de exabrupto mío, que se me acabó la paciencia a mí, ¡ya está bien! [risas]. Pero mi motivación para titularlo así era producir una reflexión sobre la otra cosa que has mencionado: el exceso de paciencia en la inmensa mayoría de la política formal con relación a la crisis ecológica. Es una crítica a eso desde muchos puntos de vista: crítica a ciertas izquierdas, los ecologismos, al centro político, la derecha y los fascismos.
Dices: “La mayor amenaza de toda nuestra historia como especie ocurre en uno de los momentos de mayor debilidad política”. Por un lado, ves una crisis de la política de masas; por otro lado, la crisis ecológica. Lo narras como si estos fenómenos ocurrieran de manera simultánea no conectada, pero yo me pregunto por la relación entre ellos. ¿Qué conexión tienen? Por ejemplo: el miedo a la ausencia de futuro por el cambio climático puede avivar el fascismo. ¿Cómo se influyen mutuamente?
Es una pregunta muy buena. En el libro, hago un guiño a esta cuestión: cómo únicamente con el fin de la política de masas y el triunfo del neoliberalismo podríamos haber llegado al agravamiento excesivo de la crisis climática. Yo creo que hay una relación más o menos clara. Quizá soy más cauteloso en la hipótesis opuesta: que, si la crisis de la política de masas no hubiese ocurrido, nada de esto [cambio climático] habría pasado. No me veo capacitado para decir eso. Como explico en el libro, la crisis climática empieza antes. La explosión de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) ya ocurre después de la II Guerra Mundial –que es el momento más álgido de la política de masas–. Esta política no es garantía de que no ocurra una crisis ecológica. Sí que creo, contigo, en que quizá sea una condición necesaria para hacer algo al respecto, y que sin ella estamos en una situación de extrema debilidad. El problema es la intersección de esas dos crisis, que hace increíblemente complicado actuar ahora mismo. Pero me gustaría descartar una solución fácil, tipo: “lo único que hace falta es volver a esa situación”, de grandes organizaciones de política de masas. Es más complicado, por desgracia.
Eres reticente a la nostalgia y dices que esa supuesta vuelta a la política de masas no va a ocurrir de ninguna manera. Si esto es así, ¿en qué momento político crees que estamos ahora? ¿A qué fase hemos pasado?
No diría que no vamos a volver de ninguna manera, sino que es muy difícil. Harían falta transformaciones económicas, de la división del trabajo, culturales, etc. muy profundas. Y no es simplemente una cuestión de voluntad: “como nos hacen falta organizaciones políticas de masas, vamos a fundarlas”. No es así, es más complejo. Posiblemente estemos ante una deriva mundial que nos esté llevando poco a poco a esa situación, no lo descarto. Está el auge del militarismo, los conflictos entre Estados, el cuestionamiento del comercio internacional… Ese tipo de cuestiones, si van acrecentándose, igual podrían llevarnos a un resurgimiento [de la política de masas]. Pero no es simplemente una cuestión de voluntad.
Otra cosa que resalto en el libro es que, para mí, lo excepcional es ese paréntesis histórico: ese dominio muy fuerte de las organizaciones políticas de masas, ese consenso transversal sobre cómo se hace la política. Creo que eso ha terminado y ahora estamos de vuelta a un mundo que es más parecido a lo que había antes, en el siglo XIX. Aunque sea un poco extraño de imaginar. Lo que pasa ahora es más parecido al XIX que a 1965 y la socialdemocracia sueca, por ejemplo. Me resulta más productivo pensarlo así: aquello fue una excepción y lo nuestro es la normalidad, a nivel político.
A la hora de contemplar el futuro, si es que podemos seguir hablando en esos términos ante de ausencia de teleología y progreso, una de las alternativas que mencionas es la creación del “partido del clima”. Lo comentas en la última parte, cuando se ve un poco la luz al final del túnel. ¿Cómo concibes ese partido en el panorama político actual?
Destacaría dos cosas. La primera: eso es una ambigüedad del libro. Uso la palabra “partido” porque tiene muchas acepciones, pero no es una sugerencia de reconstruir un partido de masas al uso, del siglo XX, sino una idea de partido como posición de parte, una identidad, un fenómeno que, mientras haya humanos en la Tierra, siempre existirá. Para mí, el motivo de esperanza, aunque sea paradójico, es que la gravedad y la novedad de la crisis ecológica puede permitir que grupos distintos de personas, con preocupaciones diferentes, formas de organizarse particulares, de distintos sindicatos, partidos, ONG, etc. confluyan en una preocupación común y una decisión de intervenir activamente en la política, para buscar una solución lo más justa y rápida posible. Es en ese sentido en que, para mí, el partido del clima puede ser una fuente de esperanza.
Por otra parte, sobre el final… quizá es un poco tópico hacer análisis plomizo y realista el 85% del libro, y luego acabar con una evocación poética sobre el futuro. Admito que, seguramente, he reproducido ese cliché. Pero me parecía que una de las características de esta normalidad política es, precisamente, lo que has dicho tú: la falta de esperanza por el futuro, de teleología. Entonces, creo que hay elementos para una solución que podemos trabajar y expandir, que ya están ahí. Las energías renovables son parte de la solución al problema; las posibilidades que brindan las tecnologías son prometedoras. La mayor parte de la descarbonización está siendo por la transición a las energías renovables. Para mí, un futuro en que podamos pasar de la lucha permanente por recursos energéticos escasos a un mundo donde la energía sea un derecho más o menos inalienable de cualquier persona, porque todos recibimos la energía del sol y es difícil acapararla y que otros no la reciban, para mí, eso es un futuro prometedor, que puede ser evocador y animarnos a avanzar en ese camino. Por eso escribí ese epílogo ilusionante. Así no nos vemos como la coda de 6.000 años de lucha humana, sino como el principio de una civilización que sepa convivir de forma más armónica y sostenible en este planeta.
Precisamente, quería preguntarte sobre las renovables. Presentas como victoria su despliegue en China, pero luego dices que es el país que más contamina. Por otra parte, reconoces que el plan climático de Biden es un plan de soberanía energética; de hecho, junto al aumento de renovables, también hay un aumento de los pozos de petróleo, en una especie de dinámica acumulativa. ¿Hasta qué punto esto contribuye a la descarbonización?
Aquí hay dos cosas. Primero, está el problema de si las fuentes renovables sustituyen o simplemente se solapan a otras. Efectivamente, esto ha ocurrido. China, durante mucho tiempo, tuvo una vasta concentración de energías renovables, pero seguían utilizando gasolina, etc. Creo que, en momentos de la transición, es así. Pero en China, por ejemplo, este año se ha producido el primer descenso de las emisiones, y eso es atribuible a la sustitución de energías fósiles por renovables. Entonces, yo creo que, a medio o largo plazo, el carbón, el gas natural, etc. van a dejar de ser económicamente rentables y van a ir desapareciendo paulatinamente. Creo que es un debate que pudo tener cierta vigencia en un momento de transición en que, efectivamente, algunos países, por seguridad nacional, parecía que estaban haciéndolo todo. Pero creo que estamos viendo que no es así, y realmente las renovables van a sustituir algunas fuentes, como el carbón. Para mí, el debate problemático no es este, sino la dificultad de electrificar ciertos usos. Eso es más complicado, sobre todo política y socialmente: electrificar el 100% del uso energético.
Por otra parte, en el libro intento ser lo más honesto posible. Quizá el problema es que hay cosas positivas que están ocurriendo, como la transición energética, en las que la fuerza principal impulsora no es una preocupación por el medio ambiente, sino una preocupación de seguridad nacional y de dominio de un Estado sobre los demás, control de recursos minerales, etc. Eso es cierto y creo que es difícil de evitar. El sistema mundial de Estados está configurado así, y es difícil que esos intereses no se presenten. Ocurrió cuando se pasó del carbón al petróleo, está ocurriendo ahora que estamos avanzando hacia las fuentes renovables, y ocurrirá si hay fuentes de energía futura. A mí me parece interesante pensar qué papel podemos tener nosotros, las personas que no queremos avivar esos conflictos y tensiones.
Hay una especie de rapapolvo a la izquierda [risas] cuando dices que la crisis climática es, en buena medida, resultado de la ampliación de los estados del bienestar, de sacar a millones de personas de la pobreza en China, etc., es decir, de la mejora de la calidad de vida de la gente. Luego desmientes el argumento de que “son sólo 4 o 5 empresas” las que emiten casi todos los gases GEI, porque detrás de ese número reducido, obviamente, se encuentran sus consumidores. Y también matizas el consabido: “esto es culpa del 10% de la población más rica”, cuando lo más seguro es que nosotros nos encontremos en ese 10%, o al menos en el 20% más rico. Esto es cierto, pero es muy impopular. Entonces, tengo dos preguntas relacionadas. Primero: ¿cómo decir cosas así en voz alta sin generar el rechazo de muchas personas? Y, la segunda: ¿por qué no continuar con la consecuencia lógica de tu argumento, que sería proponer el decrecimiento?
Sobre que decir esto es impopular: cierto. El libro intenta ser un análisis lo más reposado y honesto posible sobre una situación que veo complicada. Creo que en este tipo de intervención no tiene sentido no decir lo que tú consideras cierto, lo cual no quiere decir que sea útil si lo que buscas es convencer a mucha gente, o ganar unas elecciones. Quizás en ese tipo de situación tengas que intentar decir lo mismo con otras palabras o recalcar otro aspecto. Pero, como este ensayo creo que lo va a leer sobre todo gente activista de izquierdas, ecologista, etc., creo que tiene sentido ir al meollo del problema, y tratar de ser lo más honestos posible con nosotros mismos. Lo que me preocupa es si es cierto o no lo que digo, no si es impopular.
Pasamos al decrecimiento. Una conclusión posible sería decir: si el problema está causado por la forma de vivir de un 10% o 20% de la población mundial, personas de clase media, incluyendo a los ricos y megarricos (aunque el grueso es una clase media mundial, fundamentalmente occidental, pero no exclusivamente), entonces, que esa gente consuma menos. Yo creo que esto es, a la vez, cierto y no necesariamente útil a nivel político. Es el mismo problema del que estábamos hablando. Tú tienes que ser capaz de transformar eso en un programa político que pueda aunar mayorías. Yo lo que suelo comentar es que hay que decrecer en algunas situaciones. Vamos a hacer programas positivos, pero sin hablarlo directamente. No poner en el centro “hay que decrecer”, sino qué tipo de sociedad estoy proponiendo.
Por ejemplo: uno de los casos más obvios en los que hay que decrecer es la movilidad privada, y no solo porque provoca un urbanismo demencial y a nadie le gusta vivir en él, y es una de las fuentes de demanda de minerales más grande en la transición energética [para el coche eléctrico]. Entonces, ¿cómo podemos conseguir un proyecto político que busque reducir la movilidad privada, proponer otro tipo de ciudades y de sociedades, que sea deseable, y que, cuando triunfe, provoque una reducción en el uso de recursos por parte de esas clases medias mundiales? Pero no creo que sea buena idea llevar el decrecimiento por bandera. Puede ser parte de ese análisis reposado, para hacer una política cautelosa con el principio de precaución por delante, pero hay que saber a qué personas se les habla, cuál es su situación, sus miedos…
Me ha gustado mucho la reflexión de la “no contemporaneidad” de ciertos grupos. Es decir, son simultáneos en el tiempo, pero no contemporáneos. De alguna manera, cuando hablo de boomers y jóvenes en Vivir peor que nuestros padres, me estoy refiriendo a un fenómeno parecido: cada grupo vive en paradigmas distintos. ¿Cómo crees que esta no contemporaneidad nos afecta políticamente?
Creo que es como lo dices. No es sólo un problema de división entre las élites y el resto, sino también entre los subordinados. Y cada vez va a peor, porque hay menos elementos de mediación y comunicación, o elementos culturales comunes. Cada vez hay más diferencias; por ejemplo, en el problema de la vivienda. Todos sabemos que la percepción vital de la vivienda en la gente más mayor y la gente más joven se articula como si viviesen en galaxias diferentes. Y es muy difícil llegar a puntos comunes.
Esto, para mí, es una forma útil de pensar un problema que, además, no es nuevo. Ha habido épocas históricas en las que, después de que se desmoronase un sistema hegemónico social, como el primer liberalismo, también empieza a ocurrir este tipo de fragmentación social, imposibilidad de comunicación, cada vez más fricciones, etc. La consecuencia, para mí, inevitable, es que la política tiene que hacerse cargo de esa fragmentación social. Y no es útil ser nostálgico de esos partidos que aunaban a todo el mundo dentro con un programa común, etc. Eso ya ha terminado, ahora es mucho más difícil esa articulación de mayorías. Creo que, necesariamente, vamos a tener que entendernos con gente que, en algunas cosas, es parecida a nosotras, pero, en otras, nos va a parecer que viven en otro planeta. Mi punto de optimismo es pensar que esta no es la primera vez que ocurre. Ver cómo otra gente intentó solucionarlo me resulta útil y esperanzador.
5. El fracaso de la agenda verde.
El Pacto Verde Europeo era una de las grandes ilusiones de nuestros newgreendealistas, pero ha sido un completo fracaso, como señala Fazi. Aunque, francamente, yo no usaría a China y los Estados Unidos como ejemplo de una política industrial verde…
https://www.compactmag.com/article/the-european-green-deal-has-failed/
El Pacto Verde Europeo ha fracasado
Thomas Fazi
7 de julio de 2025
En 2019, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció el «Pacto Verde» europeo. Describió el plan climático como un «momento histórico», una transformación revolucionaria de la economía europea que conduciría a la neutralidad en las emisiones de gases de efecto invernadero para 2050 y a cambios en casi todos los sectores de la economía.
Pero cinco años después, el Pacto Verde se está desmoronando. Lejos de trazar un camino hacia el liderazgo climático, el Pacto Verde ha puesto de manifiesto las profundas debilidades estructurales de la Unión Europea y su incapacidad para conciliar las ambiciones medioambientales con las realidades económicas, democráticas y geopolíticas.
En los últimos dos años, la oposición al Pacto Verde se ha disparado, desde los agricultores, los grupos industriales y los ciudadanos de a pie, hasta los partidos políticos populistas e incluso el Partido Popular Europeo (PPE), el propio grupo político de Von der Leyen. Las elecciones al Parlamento Europeo de 2024 vieron un auge de la representación populista de derecha, unida en su crítica a la agenda verde. Como resultado, la Comisión ha comenzado a dar marcha atrás, de forma silenciosa pero decidida, en muchas de las disposiciones clave del Pacto Verde.
Entre los recientes retrocesos se encuentran la suavización de las normas sobre seguridad del suelo y de los productos químicos, la reasignación de los fondos climáticos al gasto militar, la suavización de las medidas de protección de la biodiversidad y la censura de la expresión «Pacto Verde» en los informes del Parlamento. Incluso el objetivo de reducción de emisiones para 2040, anunciado la semana pasada tras largos retrasos, incluye importantes lagunas y exenciones, como permitir a los países de la UE cumplir los futuros objetivos de emisiones mediante la compra de créditos de carbono a otros países. La señal es clara: la supuesta «revolución verde» de Europa está en retroceso.
Aunque la narrativa dominante culpa a los «negacionistas climáticos de extrema derecha» y a los grupos de presión empresariales de descarrilar el Pacto Verde, esta explicación es simplista y evasiva. La realidad más profunda es que el Pacto Verde ha fracasado en sus propios términos: económica, ecológica y políticamente.
A pesar del enorme gasto —680 000 millones de dólares asignados entre 2021 y 2027, más de un tercio del presupuesto total de la Unión Europea—, el Pacto Verde ha obtenido resultados climáticos insignificantes. Las emisiones de la UE aumentaron en el último trimestre de 2024 en comparación con 2023, y las reducciones a largo plazo durante los últimos 15 años reflejan en gran medida el estancamiento económico, los confinamientos por la pandemia y el impacto económico de la guerra en Ucrania, y no los frutos de la política verde.
Al mismo tiempo, las consecuencias sociales y económicas han sido graves. Los hogares, los agricultores y las empresas han soportado la mayor parte del peso del aumento de los precios de la energía, la inflación, los nuevos impuestos y las cargas reglamentarias. Estas políticas pueden haber convenido a los tecnócratas de Bruselas y a las ONG ecologistas, pero han alienado a la población en general y han dañado la legitimidad de la Unión.
La raíz del problema radica en el enfoque adoptado por el bloque. Mientras que Estados Unidos y China han aplicado una política industrial verde mediante subvenciones masivas, inversión pública e investigación y desarrollo específicos en sectores estratégicos como los vehículos eléctricos, los paneles solares y las baterías, el modelo de la Unión Europea se basa en impuestos punitivos y un exceso de regulación.
Esta estrategia estaba condenada al fracaso. La arquitectura fiscal del bloque, anclada en la austeridad, las estrictas normas presupuestarias y un presupuesto común ineficaz, impide el tipo de inversión ambiciosa necesaria para una verdadera transformación ecológica. A diferencia de la Ley de Reducción de la Inflación de Estados Unidos o del modelo de desarrollo impulsado por el Estado chino, la Unión Europea carece tanto de las herramientas como de la flexibilidad ideológica para aplicar una política industrial proactiva.
Las estrictas normas de la Unión Europea en materia de ayudas estatales, su sesgo contra la propiedad pública y su obsesión por la legislación en materia de competencia obstaculizan sistemáticamente la reindustrialización verde a gran escala. El resultado es una mezcla paradójica de hiperregulación y estrangulamiento fiscal, que no estimula la innovación ni alivia los costes que soporta la población. La fragmentación de la gobernanza, la inercia burocrática y el dominio de tecnócratas no elegidos hacen que, incluso cuando existen fondos, la ejecución sea lenta, descoordinada y propensa al fracaso.
Alemania, el supuesto líder de la transición ecológica europea, es un ejemplo aleccionador. La política de «Energiewende» del país, que consiste en pasar a la energía eólica y solar y eliminar gradualmente la energía nuclear, ha costado cientos de miles de millones de dólares. Sin embargo, los resultados han sido decepcionantes. Entre 2002 y 2022, Alemania invirtió alrededor de 800 000 millones de dólares en su transición energética. Pero la mayor parte de los beneficios de las energías renovables se vieron contrarrestados por el cierre de centrales nucleares con cero emisiones. Según un estudio de 2024, si Alemania hubiera mantenido y ampliado su capacidad nuclear, podría haber logrado una reducción del 73 % de las emisiones —frente al modesto 25 % alcanzado— a mitad de precio.
Uno de los ejemplos más claros del carácter contraproducente del Pacto Verde se encuentra en la agricultura. Se dijo a los agricultores que debían reducir el ganado, recortar las emisiones y convertir la tierra en sumideros de carbono. La lógica es tan simple como desconcertante: con las tecnologías actuales, solo se puede llegar hasta cierto punto en la reducción de las emisiones del sector agrícola. Por lo tanto, en lugar de incentivar la innovación sostenible o apoyar a los pequeños productores, los responsables políticos se centraron en reducir la producción agrícola en su conjunto.
Como era de esperar, esto ha desencadenado protestas masivas. Las pequeñas explotaciones agrícolas, que son más ecológicamente sostenibles que la agroindustria industrial, están siendo expulsadas por normas que aceleran la concentración de la tierra. El resultado no es solo la devastación económica de las comunidades rurales, sino también un retroceso ecológico, ya que las explotaciones más pequeñas son sustituidas por otras más grandes e intensivas.
El hecho de que estas políticas se hayan promovido bajo el pretexto del ecologismo pone de manifiesto la ceguera tecnocrática e ideológica del aparato de la UE, un sistema que pretende ser verde pero que acaba empoderando a la agroindustria corporativa y castigando a quienes realmente cuidan la tierra.
La misma lógica se aplica a la base industrial europea en general. En nombre de la sostenibilidad, Bruselas ha impuesto nuevos costes a los productores europeos, lo que les hace menos competitivos a nivel mundial e incentiva la importación de productos más baratos y contaminantes del extranjero. Thyssenkrupp, uno de los mayores fabricantes de acero de Europa, ya ha advertido del aumento de la competencia asiática, que provocará recortes en la producción. No se trata solo de un problema económico, sino también climático: Europa está externalizando sus emisiones al desindustrializarse y importar productos con altas emisiones de carbono de otros lugares.
Quizás el episodio más revelador de esta historia sea la política energética de la Unión Europea tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Tras optar por desvincularse del gas barato ruso como parte de su apoyo a la guerra proxy de la OTAN en Ucrania, Europa recurrió al gas natural licuado (GNL) procedente de Estados Unidos y Qatar, un combustible que no solo es más caro, sino también mucho más contaminante debido a las emisiones generadas por su transporte. Así, de un plumazo, la Unión Europea ha conseguido socavar su propia industria, aumentar los costes para los consumidores y aumentar las emisiones globales de carbono. Es un ejemplo perfecto de cómo la ideología y la geopolítica pueden combinarse para producir resultados desastrosos.
El defecto fundamental de la Unión Europea no es que carezca de ambición climática —al menos sobre el papel—, sino que carece de los instrumentos económicos y políticos para hacer realidad esas ambiciones de forma coherente, democrática y socialmente justa. Una mayor centralización, como sugiere Bruselas, no es la solución; de hecho, es precisamente este modelo de elaboración de políticas vertical y uniforme lo que ha provocado la reacción actual. Se necesita urgentemente un enfoque más democrático, descentralizado y pragmático de la sostenibilidad. Pero el mayor obstáculo para ello es la propia Unión Europea.
6. El general de YouTube.
Otro divertido análisis -por no llorar- del establishment que nos gobierna, en este caso el militar alemán.
https://swentr.site/news/621131-germany-ukraine-fantasy-general/
Este admirador ferviente de la OTAN acaba de convertirse en jefe del ejército alemán
El nuevo jefe de las fuerzas terrestres de Berlín es una estrella de YouTube famosa por animar en batallas perdidas
Por Tarik Cyril Amar
Seamos realistas: para los observadores externos, que no obtienen un impulso directo en su carrera y sus ingresos, los ascensos dentro de los ministerios pueden ser tan emocionantes como ver trenes en una vía férrea abandonada.
Pero esta vez es diferente: los recientes cambios en el Ministerio de Defensa alemán son importantes, aunque de una manera inquietante. El enérgico, ambicioso, popular y decididamente estrecho de miras ministro de Defensa de Berlín, Boris Pistorius, acaba de realizar algunos cambios de personal de alto nivel.
El nombramiento más significativo desde el punto de vista político es, con diferencia, el del general de división Christian Freuding como nuevo «Heeresinspekteur», jefe de las fuerzas terrestres (en alemán: Heer), es decir, del ejército en el sentido estricto del término. Se trata de un cargo de gran influencia debido a la estructura del ejército alemán y a los actuales planes de rearme, en los que el ejército desempeña un papel clave. Formalmente, Freuding no ha alcanzado (todavía) el rango militar más alto. Ese sería el de «Generalinspekteur der Bundeswehr», responsable de las cuatro ramas actuales del ejército (ejército, marina, fuerza aérea y las nuevas unidades cibernéticas y de información).
Pero, en realidad, Freuding bien podría tener ya más influencia política que cualquier otro oficial alemán. Esto se debe a dos factores: Freuding es claramente uno de los favoritos de Pistorius. De hecho, su predecesor, el general Alfons Mais, no lo era. Irónicamente, Mais no era menos rusófobo que los peores de ellos. Sus opiniones extrañas, simplistas y estereotipadas sobre Rusia como país que no se preocupa por sus víctimas son ahora muy bien recibidas en Alemania (una vez más). Pero Mais también podía resultar «inconveniente»: en lugar de esperar dócilmente a que los políticos llevaran el rearme impulsado por la deuda a un ritmo vertiginoso que agotaría la economía, este soldado tenía la costumbre de quejarse de la espera y plantear exigencias.
Esa es una de las razones por las que Mais está fuera y Freuding está dentro. Freuding es un ambicioso y rápidamente ascendente que ya sirvió como ayudante de Ursula von der Leyen en aquellos buenos viejos tiempos en los que ella solo devastaba el panorama político alemán. Sabe claramente cómo no enemistarse con sus superiores, sino complacerlos.
Una de las formas en que Freuding complace a Pistorius —y prácticamente a todo el establishment político y mediático alemán— es que es un perfecto partidario de la línea dura con respecto a Rusia en general y, en particular, en lo que se refiere a la guerra proxy de Occidente contra esta última a través de Ucrania. Eso también lo ha convertido en la persona ideal para dirigir tanto un nuevo organismo centralizado de planificación y coordinación del Ministerio de Defensa, creado en 2023, como, al mismo tiempo, una oficina especial dedicada, en esencia, a enviar armas a Ucrania.
Sin embargo, Freuding no es un belicista acérrimo cualquiera. También es un guerrero de la desinformación y la información de una clase única. Por eso los principales medios de comunicación alemanes lo llaman «estrella de las redes sociales» y «el general de YouTube», que se hizo «viral». Además de su presencia en la televisión tradicional, Freuding aparece con frecuencia en el canal de YouTube del ejército alemán, donde sus vídeos obtienen cientos de miles de visitas, en ocasiones incluso un millón.
Lo que parece haber hecho tan popular a este general, a menudo con los ojos muy abiertos —literalmente—, es una combinación de valoraciones excesivamente optimistas (por decirlo de forma educada) de la posición de Ucrania y Occidente en la guerra de Ucrania, un cierto entusiasmo juvenil (también por decirlo de forma educada), pero, al parecer, contagioso, por las flechas y las señales tácticas en los mapas y, por último, pero no por ello menos importante, una insistencia implacable en luchar esta guerra, en efecto, hasta el último ucraniano. Y quién sabe, tal vez incluso más allá.
En otoño de 2022, después de que Ucrania recuperara algunos territorios a un coste insostenible en vidas humanas y material, Freuding se volvió loco, entusiasmándose con «éxitos increíbles» y «euforia». Euforia, sin duda.
El verano pasado, cuando Ucrania inició su previsible y autodestructiva ofensiva en la región rusa de Kursk, Freuding repitió todos y cada uno de los estúpidos argumentos de la propaganda de Kiev, incluido el supuesto «efecto psicológico» de invadir «territorio ruso central». Por cierto, el excitable general parece tener un tradicional punto ciego alemán respecto al tamaño real de Rusia: en realidad, el área temporalmente ocupada por las fuerzas de Kiev era minúscula, nunca más del 0,01 % del territorio ruso.
Freuding también promocionó esta incursión minúscula y condenada al fracaso como un gran «Mutmacher» (intraducible, aproximadamente: impulso motivador) para el frente interno ucraniano. Todos sabemos cómo terminó realmente esa operación kamikaze. A estas alturas, Kiev incluso encuentra difícil, tanto financiera como políticamente, aceptar los cadáveres de sus soldados caídos cuando son devueltos desde Rusia: cada uno de ellos debería dar lugar a una importante indemnización a sus familias y es testimonio de una apuesta temeraria y perdida.
Cuando, hace un mes, Ucrania lanzó su criminal (en el sentido de crimen de guerra de perfidia) ataque Spiderweb contra bombarderos nucleares rusos desde dentro de Rusia, Freuding detectó «un éxito impresionante», probablemente siguiendo, de forma deliberada o no, las exageraciones iniciales de Ucrania. En realidad, el ataque causó muchos menos daños militares de lo que Kiev afirmó en un primer momento, como han admitido incluso los principales medios de comunicación occidentales. Políticamente, por supuesto, fue devastador, pero solo para Ucrania, cuyo liderazgo consiguió un fugaz golpe de efecto mediático y provocó una respuesta masiva de Rusia.
Freuding ha sido prolífico. Los ejemplos de sus análisis extrañamente erróneos y sus predicciones rotundamente fallidas podrían multiplicarse hasta el infinito. Pero ya se entiende la idea: una cosa que demuestra su ascenso es que Alemania vuelve a ser un país en el que el realismo no te lleva muy lejos en la carrera militar. En cambio, sí lo hace el pensamiento ilusorio envuelto en jerga táctica y garabateado en grandes mapas. Como alemán e historiador, ojalá no hubiera visto antes ese patrón.
La otra especialidad de Freuding, su entusiasmo por luchar hasta el último ucraniano, está igualmente bien documentada. En sus propios términos erróneos y eufemísticos, Freuding es uno de los principales representantes de esos amigos occidentales del infierno que han fingido que enviar a más y más ucranianos a esta trituradora de carne que es la guerra por poder «mejorará la posición negociadora de Kiev».
Obviamente, y de nuevo de forma totalmente predecible, ha ocurrido lo contrario: la posición de Ucrania es más débil que nunca y se deteriora constantemente, todo ello a costa de enormes pérdidas. A estas alturas, los funcionarios ucranianos y los principales medios de comunicación occidentales se han visto obligados a admitir que «Ucrania ha perdido alrededor del 40 % de su población en edad de trabajar debido a la guerra» y se enfrenta a una «profunda crisis demográfica». Y eso es quedarse corto. Sin embargo, Freuding se aferra a su «estrategia» —si se le puede llamar así— de ganar tiempo.
También es importante ver el ascenso inverosímil, pero aparentemente (por ahora) imparable, de Freuding en un contexto más amplio: los principales medios de comunicación belicistas alemanes, como la revista de noticias Spiegel, admiten ahora que Estados Unidos se está retirando gradualmente de la guerra por poder que provocó, abandonando tanto a sus aliados ucranianos como a sus vasallos europeos. El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Johann Wadephul, por su parte, combina extrañamente un impulso obstinado y algo delirante de seguir luchando contra Rusia —por ahora de forma indirecta— con la visión realista, aunque muy tardía, de que Ucrania podría estar llegando a sus límites.
La respuesta de Wadephul a este absurdo autoimpuesto es simple: Alemania debe hacer aún más por Ucrania. No importa que el ejército alemán ya haya entregado, por ejemplo, una cuarta parte de sus 12 sistemas de defensa aérea Patriot. Al fin y al cabo, también existe la opción de comprar otros nuevos en Estados Unidos y enviarlos directamente a Ucrania, a cargo de Berlín, por supuesto.
Para justificar estas medidas, el Gobierno alemán, con el canciller Merz a la cabeza, ha vuelto a recurrir a su ya hiperventilada retórica belicista. Hasta hace poco, el dogma clave de la línea belicista era la especulación infundada, vendida como una certeza virtual, de que Rusia estaría lista y dispuesta a atacar en unos pocos años. Inicialmente, el jefe del ejército alemán, el general Christian Breuer, había comenzado a fetichizar el año 2029 como la suma de todos los temores histéricos.
Pero eso ya no es suficiente, es realmente malo. Con el apoyo de los fiables servicios de inteligencia alemanes —los mismos que ayudaron a Estados Unidos a falsificar un pretexto para lanzar una devastadora guerra de agresión contra Irak en 2003 y que no son capaces de descubrir quién voló los gasoductos Nord Stream—, Merz ha actualizado el ataque de pánico nacional: ahora, ha informado a su pueblo, ya no debemos temer que los rusos vengan porque —redoble de tambores— ¡ya están aquí!
En resumen, Merz ha opinado que la definición de «guerra» es un gran desafío filosófico, que Rusia ya está atacando a Alemania de múltiples formas sigilosas y que, por lo tanto, la clara implicación es que los dos países ya están en guerra. No hay mucho que perder, entonces, si escalamos aún más: ese parece ser el mensaje.
Este es el escenario en el que el general Freuding ha sido llamado a desempeñar un papel aún más importante. En cierto modo, es el hombre adecuado para el puesto y para el momento. Solo que el momento es de histeria y delirio oficialmente sancionados, y el trabajo consistirá en fingir que Ucrania aún puede, si no ganar, al menos mejorar de alguna manera su situación, mientras se le suministran más armas y dinero para que se pierda más gente y más territorio.
En resumen, Freuding puede estar completamente loco, pero toda su carrera demuestra que es un jugador de equipo. Su locura, en este momento, es la de todo el establishment alemán. Encaja perfectamente en un conjunto de ideas y políticas muy malas. Qué irónico. Y qué alemán, en cierto modo.
7. Fineschi sobre Lenin y Hegel.
En el marco de un seminario internacional sobre «Lenin-Lukács 1924-2024. Un siglo de debates sobre política, ontología capitalismo y revolución», celebrado en octubre de 2024, Fineschi intervino, en español, con una ponencia sobre Lenin y Hegel. El fragmento concreto de su intervención lo acaba de subir a su página web. La grabación total son más de cuatro horas:
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8. El Irán postrevolucionario.
Se me había pasado este boletín panasiático del Tricontinental, publicado, por cierto, justo el día que Israel atacó a Irán. Es un muy interesante análisis de la evolución del país tras la revolución desde una perspectiva de clase.
https://thetricontinental.org/asia/neoliberalism-against-revolution-ticaa7/