DEL COMPAÑERO Y MIEMBRO DE ESPAI MARX, CARLOS VALMASEDA.
ÍNDICE
1. Pappé sobre el reconocimiento de Palestina.
2. La solidaridad italiana con Palestina.
3. Turquía se aleja de la BRI.
4. Libia y la condena a Sarkozy.
5. Los aranceles de Trump contra India.
6. El estado desde su funcionamiento concreto.
7. Los comunistas alemanes asesinados en la URSS.
8. Fineschi presenta la edición italiana de El Capital.
9. Resumen de la guerra en Palestina, 27 de septiembre de 2025.
1. Pappé sobre el reconocimiento de Palestina.
También Pappé cree que el reconocimiento de Palestina por los países occidentales es un paripé, forzado por la movilización popular. Pero habrá que aprovechar lo que pueda tener de positivo.
Palestina y el cáliz envenenado del reconocimiento
Hay una sensación de ‘déjà vu’ que remite al histrionismo que acompañó a los Acuerdos de Oslo. La solución de los dos Estados podría convertirse en una farsa de paz que sustituya un colonialismo por otro, más aceptable para Occidente
Ilan Pappé (The Palestine Chronicle) 26/09/2025
En el pasado, era bastante escéptico sobre el reconocimiento de Palestina, ya que parecía que quienes participaban en la conversación se referían únicamente a partes de Cisjordania y la Franja de Gaza como el Estado de Palestina, y a un gobierno autónomo por parte de un organismo como la Autoridad Palestina, sin soberanía propiamente dicha: una Palestina bantustánica. Dicho reconocimiento podría haber dado la impresión errónea de que el supuesto conflicto en Palestina se había resuelto con éxito.
Muchos de los jefes de gobierno y sus cancillerías que hablan hoy sobre el reconocimiento aún se refieren a este tipo de Palestina. Entonces, ¿deberíamos apoyar más esta medida ahora mismo? Sugiero que el problema se aborde con más matices en este momento histórico particular, cuando el genocidio continúa.
No es de extrañar que esta declaración no generara esperanza, inspiración ni satisfacción en nadie en Gaza. Solo en Ramalá y entre ciertos sectores del movimiento de solidaridad se celebró como un gran logro.
Los gobiernos que reconocieron a Palestina la asocian directamente con la obsoleta y muerta solución de dos Estados, una fórmula impracticable, inmoral y basada en la injusticia desde el momento en que fue concebida como “solución”.
Y, sin embargo, existen dinámicas potenciales y más positivas que podrían desencadenarse a partir de este reconocimiento global actual de Palestina. Si bien no deberíamos considerarlo un “momento histórico” ni un “punto de inflexión”, sí tiene el potencial de ayudar a los palestinos a avanzar hacia un futuro diferente.
Tiene un significado simbólico como contraataque a la actual estrategia israelí de eliminar a Palestina como pueblo, como nación, como país y como historia. Cualquier referencia, incluso simbólica, a Palestina como entidad existente en este momento es una bendición. A un nivel muy insatisfactorio, pero mínimamente necesario, impide que Palestina desaparezca del diálogo global y regional.
En segundo lugar, forma parte de una reacción global insuficiente, aunque algo más alentadora, desde arriba, contra el genocidio continuado. No se trata de sanciones –que son mucho más importantes que el espectáculo que presenciamos en la ONU– ni de una medida que ponga fin al comercio militar occidental con Israel, lo cual habría sido mucho más eficaz en este momento contra el genocidio que reconocer a Palestina. Sin embargo, transmite cierta disposición de los gobiernos occidentales a confrontar no solo a Israel, sino también a Estados Unidos, sobre el futuro de Palestina.
El propio reconocimiento generó, quizás inadvertidamente, dos consecuencias importantes. En primer lugar, los territorios ocupados constituyen ahora el Estado ocupado de Palestina: todo el Estado de Palestina. Esto ni siquiera es comparable a la ocupación parcial rusa de dos provincias de Ucrania; se trata de la ocupación total de un Estado. Al menos a primera vista, sería mucho más difícil de ignorar desde una perspectiva jurídica internacional.
En segundo lugar, está muy claro cuál será la reacción israelí: imponer oficialmente la ley israelí primero en partes de Cisjordania, luego en la región en su conjunto y quizás más tarde en la Franja de Gaza.
Nuestros políticos actuales, sobre todo en el Norte Global, no podrán afirmar que hicieron todo lo posible al reconocer a Palestina si esta está ocupada en su totalidad por Israel y totalmente anexada. Incluso para estos políticos, de los que se espera tan poco, tal inacción expondrá un nuevo punto crítico de cobardía moral y pondrá el último clavo en el ataúd del derecho internacional.
Como activistas, somos muy conscientes del peligro de desviarnos, aunque sea por un segundo, de la misión de detener el genocidio. El reconocimiento no va a detener el genocidio, por lo que lo que estamos haciendo y lo que planeamos hacer para salvar a Gaza no se verá afectado por los discursos y declaraciones en la ONU el 22 de septiembre de 2025. Nuestra manifestación en Londres este octubre –que esperamos que convoque al millón de personas– es igual de importante, o incluso más. La huelga general italiana en apoyo a la flotilla Sumud es igual de importante, o incluso más.
Pero también nos recuerda que debemos estar alerta y ser muy desconfiados cuando Francia y sus aliados hablan del “día después”. Hay una sensación de déjà vu que remite al histrionismo que acompañó la firma de los Acuerdos de Oslo hace precisamente 32 años. Esto podría convertirse peligrosamente en otra farsa de paz que sustituya una forma de colonialismo por otra, más aceptable para Occidente.
Todo esto quedó claro en el discurso del presidente francés, Emmanuel Macron. La primera parte de su discurso reiteró el compromiso de Francia con Israel y su aversión a Hamás. La segunda parte advirtió a los palestinos que solo la Autoridad Palestina los representaría y que el Estado palestino sería desmilitarizado. No mencionó el genocidio ni las sanciones contra Israel, lo cual no sorprende.
Macron es un político egocéntrico y sin coraje moral, pero es consciente de que el 70% de su pueblo está descontento con su política hacia Palestina. Afirmar que un bantustán de la Autoridad Palestina es lo que la gente desea –ya sea en Francia, Palestina o en cualquier otro lugar– demuestra una vez más el desapego de tantos políticos europeos a la realidad.
Así que no es aquí donde reside la importancia del reconocimiento. Es un arma de doble filo. En mi opinión, la mejor estrategia para nosotros en el movimiento de solidaridad es argumentar e insistir –mediante el activismo y la investigación– en que Palestina es el país que se extiende desde el río hasta el mar, y que los palestinos son todos los que viven en la Palestina histórica y los expulsados de ella. Son ellos quienes decidirán el futuro de su patria.
Y más importante que cualquier otra cosa, debemos insistir en que mientras el sionismo domine ideológicamente la realidad de la Palestina histórica, no habrá autodeterminación, libertad ni liberación palestina.
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Este artículo fue publicado originalmente en The Palestina Chronicle .
2. La solidaridad italiana con Palestina.
Un par de textos sobre la reciente huelga en Italia en solidaridad con Palestina. El primero es un editorial de Jacobin Italia, que cree que está surgiendo un nuevo movimiento. El segundo es una respuesta del Progetto Me-Ti a ese editorial.
https://jacobinlat.com/2025/09/italia-un-movimiento-esta-naciendo/
Italia: un movimiento está naciendo
Jacobin Italia
Traducción: Natalia López
La huelga del 22 de septiembre en Italia muestra un movimiento contra la guerra que nace de la indignación, pero que también es consciente de que para incidir realmente hay que «parar todo». Ahora se necesitan convergencias capaces de recoger el impulso unitario surgido desde abajo.
Ha nacido un movimiento. Un movimiento amplio, articulado en torno a una huelga general, en solidaridad con la Flotilla, pero sobre todo con Gaza y contra el genocidio en curso. La huelga del 22 de septiembre puso en evidencia una fuerza latente en la sociedad italiana —entre el mundo del trabajo y el estudiantado, pero con un alcance mucho más general— cuya consistencia se percibía en particular en las redes sociales, aunque también en todos los espacios de socialización. Se reactivó, de hecho, un imaginario ligado a la huelga, y en especial a la huelga general, como hacía mucho no ocurría en nuestro país.
Las marchas y concentraciones desbordaron las previsiones en todas partes, con bloqueos de la circulación —más que de la producción— y la capacidad de convocar a sectores muy diversos. Es justo reconocer a los sindicatos Usb, Adl, Cub y Sgb el haber sabido captar la necesidad de esta fecha, que además coincidía con la salida al mar de la expedición de la Global Sumud Flotilla. El 22 de septiembre tuvo una fuerza decisiva porque fue convocado inicialmente por los portuarios de Génova, quienes dieron credibilidad a la consigna «Bloqueemos todo» gracias a su precedente bloqueo del transporte de armas y luego con el apoyo a la Flotilla. Pero el «paro por Gaza» desbordó por completo cualquier delimitación organizativa. Un pueblo se reapropió de la huelga general, que no pertenece a las estructuras sindicales sino a las y los trabajadores.
En Roma, la multitud llenó durante horas la Piazza dei Cinquecento, al punto de hacer imposible cualquier conteo preciso: la propia policía cambió varias veces las cifras oficiales, pero la participación superó ampliamente las 100 mil personas, capaces de rodear la estación Termini —cerrada temporalmente—, protagonizar luego una larga marcha que llegó hasta la autopista de circunvalación y finalmente ocupar la facultad de Letras en La Sapienza. En Milán más de 50 mil personas irrumpieron en la estación Central, provocando la reacción desmedida de la policía con heridos y detenidos, dejando ver cuál será la respuesta del gobierno y de las derechas a este movimiento, intentando además oscurecer mediáticamente la masividad. Hubo cargas y camiones hidrantes también en Venecia, donde el puerto fue bloqueado durante cinco horas, igual que en Génova y Livorno; en Bolonia se cortó la autopista y en Pisa la Fi-Pi-Li, en abierta violación masiva de la llamada ley de seguridad. Hubo grandes marchas en Florencia, Nápoles, Turín, Trieste, Palermo, Ancona, Bari y muchas otras ciudades.
Las plazas italianas, desbordantes de participación y determinación, fueron más allá de las siglas sindicales y sus identidades. Se afirmaron por cuenta propia, excediendo a las organizaciones, con una dinámica que ahora habrá que hacer crecer, respetando su autoorganización y sus recorridos.
Este carácter resalta el error de la CGIL al convocar su propia huelga el 19 de septiembre. Fue una medida justa y valiosa en tanto única en el sindicalismo mayoritario europeo, pero concebida de modo autorreferencial, más por razones organizativas que para aportar al desarrollo de este movimiento amplio y al bloqueo real de la producción. El 22 de septiembre, en cambio, fueron muchos y muchas las y los afiliados de la CGIL que se sumaron, lo que hace todavía más llamativo que la página principal de Collettiva, su periódico, no reflejara la jornada al menos hasta el cierre de este artículo.
Habrá tiempo, esperamos, para corregir ese rumbo, porque la tragedia humanitaria en Gaza, el genocidio perpetrado por Israel y el intento en curso de limpieza étnica no se detienen, al igual que la expedición de la Flotilla. La necesidad de una movilización unitaria y cada vez más amplia sigue intacta. Puede ser útil hoy una manifestación nacional unificada, pero no es necesariamente el único camino. Los intentos del 22 de septiembre de bloquear nodos logísticos claves —puertos, estaciones, autopistas, circunvalaciones— señalan los objetivos ya identificados por quienes se movilizaron: la idea de que para ayudar a Gaza es necesario afectar los circuitos de distribución y, al mismo tiempo, frenar al menos una parte significativa de la producción. Una consigna tan espontánea como indispensable. Porque devuelve al centro el poder de las y los trabajadores, la práctica de la huelga como expresión de fuerza democrática frente a un dominio ciego y sordo. Y porque es urgente convocar a todo el país —y a Europa, a sus pueblos, sindicatos y movimientos— a un sacudón que evite que la masacre se consume en silencio y, sobre todo, que contribuya a detenerla.
El camino aún es largo. Pese a las prácticas masivas y contundentes, y al bloqueo de la circulación impulsado por el movimiento, la huelga no se tradujo todavía en un paro generalizado de la producción —algo que habría sido diferente si más sindicatos hubiesen actuado de manera convergente— salvo en sectores del empleo público y de la educación. La tarea es relanzar la movilización para superar ese límite. Y se puede contar con un ingrediente esencial de todo movimiento de masas que trasciende las condiciones materiales inmediatas: la indignación.
La Flotilla por Gaza es, en aguas abiertas, la manifestación de esa indignación y de la determinación de hacer algo —cualquier cosa— para enviar una señal que los Estados y gobiernos no saben o no quieren enviar. El 22 de septiembre también se sumaron declaraciones importantes de reconocimiento del Estado palestino, que no deben despreciarse, aunque sin medidas concretas —boicot económico activo a Israel, sanciones, corte de suministros militares, aislamiento diplomático— no pasan de ser hojas de parra destinadas a la opinión pública interna antes que a una estrategia real de solidaridad. Con todo, confirman que un «Estado palestino» existe en el derecho internacional, lo que representa un indicio clave para subrayar la ilegalidad y el carácter criminal del proyecto israelí, y para reivindicar el derecho del pueblo palestino a una tierra, un Estado y una libertad que hoy les son negados.
La indignación moral que hoy se expresa en Occidente, también en las calles, es un recurso fundamental. Indignación por la masacre infinita de un pueblo inerme, por una injusticia casi secular, por una desproporción obscena de fuerzas, por una narrativa occidental hipócrita y malintencionada al servicio de los intereses de Estados Unidos, la Unión Europea e Israel. Es la misma que hoy caracteriza al gobierno de Meloni, que se niega a reconocer al Estado palestino y que busca resaltar los incidentes de Milán como la imagen clave del 22 de septiembre, para encubrir su apoyo a Israel.
Hacía muchísimo tiempo que no se veía en Italia un movimiento de carácter internacionalista y en solidaridad con un pueblo oprimido. A diferencia del pasado, esta solidaridad tiene un fuerte tinte humanitario, pero también logra entrever las distorsiones mundiales —económicas, sociales y políticas— que sostienen la opresión, e interrogarse sobre los destinos del mundo. De ahí que, junto al «no a la guerra» y en particular al rechazo al rearme europeo y al militarismo trumpista que guían hoy a un Occidente en crisis, se sumara la exigencia de detener la masacre.
Se trata de un recurso moral, pero también político, como en tantas movilizaciones internacionalistas del pasado: baste recordar el movimiento contra la guerra de Vietnam o el de comienzos de siglo contra la guerra de Irak, al que se definió como la «segunda potencia mundial». Con respecto a este último, sin embargo —enorme, pero incapaz de frenar la invasión—, hoy surge una conciencia distinta: para incidir de verdad hay que «parar todo».
Si es cierto que ha nacido un movimiento, habrá que cuidarlo y hacerlo crecer, favoreciendo su autoorganización, creando comités y coordinaciones locales, y construyendo nuevos espacios de convergencia entre organizaciones diversas. Espacios que logren recoger el impulso unitario que emergió desde abajo y que, con la urgencia de la situación, apunten cada vez más a un escenario de confrontación global.
La maleza y el campo cultivado. El 22 de septiembre entre espontaneidad y organización
Me-Ti
23 de septiembre de 2025
Sobre la jornada de ayer, 22 de septiembre, como creemos que todas las personas que participaron en la huelga y en las manifestaciones en las calles por Palestina y el fin del genocidio, hemos leído muchos comentarios en las redes sociales, en los periódicos, etc. Nos gustaría decir unas palabras sobre un tema que nos parece tan importante como descuidado: la forma en que se construyó esta jornada, en la que creció y germinó.
Porque, si lo miramos bien, es precisamente de esta construcción de la que nadie habla y la representación recurrente que encontramos, incluso por parte de voces insospechables por ser expertas en dinámicas políticas y de movimiento, es que, dada una cierta sensibilidad —que se habría producido espontáneamente al ser testigos de la brutalidad y las injusticias infligidas al pueblo palestino, al ser testigos del primer genocidio en directo a nivel mundial —las movilizaciones estallan, las plazas se llenan de gente, las manifestaciones lo bloquean todo, los corazones se inflaman y los poderosos se arrodillan (¡ojalá!).
Al leer Il Manifesto, pero también revistas autorizadas y afines como Jacobin Italia, nos parece que la narrativa predominante es la de un movimiento que nace y crece prácticamente de forma autónoma. La USB y los demás organizadores apenas se mencionan y casi por error, siguiendo la retórica de que ellos convocaron la huelga, sí, pero cualquiera que se hubiera presentado a esa «cita con la Historia» habría obtenido el mismo resultado. Esta narrativa no solo es falsa, sino que, en nuestra opinión, es peligrosa. Porque, aunque es obvio y evidente que no todas las personas que salieron a la calle tienen en el bolsillo el carné del sindicato de base, el quién y el cómo se hacen las cosas no es irrelevante para el resultado, sino todo lo contrario.
Cada movilización, cada acción política exitosa, es el resultado de la combinación de factores objetivos —el clima que se respira, lo que ocurre concretamente en una coyuntura histórica determinada— y subjetivos —quién interviene para trabajar en ese clima, qué autoridad y recursos tiene, qué relato es capaz de construir y qué sensibilidad está orientando y hacia dónde—.
Centrarse únicamente en la dimensión objetiva, en el ambiente, y no en quienes han trabajado concretamente, no desde hace un día o un año, sino de manera a menudo subterránea e invisible, desde hace décadas, significa deslegitimar ese «trabajo cotidiano gris» que no debe reconocerse porque tiene valor moral —alguien se ha sacrificado, alguien se ha comprometido—, sino porque tiene valor político, es decir, eficacia, permite obtener resultados duraderos.
Por lo tanto, no se trata de buscar la paternidad o de poner medallas, sino de identificar y replicar el trabajo y la estrategia que nos han permitido vivir plazas como la de ayer.
Fanon lo escribió hablando de la lucha de liberación argelina: la espontaneidad es grande y, al mismo tiempo, peligrosa. Es hermosa, poderosa, pero también es un arma de doble filo. Apoyarse en la idea de que basta con la rabia, que basta con la indignación (más un pequeño, minúsculo empujón del primero que se cruce) para que surja un movimiento es como decir que la opresión y el malestar, por sí solos, producen revoluciones. Lo sabemos bien porque lo vivimos a diario: a menudo, el único fruto del malestar, incluso cuando logramos darle un nombre e identificar su origen, es la depresión y la pasividad.
Solo la construcción de un nivel subjetivo —de capacidades y competencias, de un nivel organizativo sólido, de credibilidad— les permite no replegarse sobre ustedes mismos y refluir, con sus sueños y esperanzas, ante cada cambio de viento, ante cada momento de estancamiento.
El propio Marx sostenía que la magnitud de una victoria o una derrota no se mide a partir del resultado individual obtenido, sino por los niveles de organización y fortalecimiento del nivel subjetivo que producen. En pocas palabras: es posible que una sola disputa fracase, pero si no ha dejado tras de sí escombros y desesperación, sino ganas y capacidad de actuar cada vez más, entonces detrás de esa aparente derrota se esconderá un avance y una conquista.
Por lo tanto: es obvio que cuando una fecha o un movimiento tiene éxito, acaba superando a quienes lo convocaron. Y por suerte. Por otra parte, esto siempre ha sucedido. Es solo un mito pensar que la revolución la hace un solo partido, un solo sindicato, nunca ha sido así y ningún teórico marxista lo ha afirmado nunca. Pero ninguna fecha surge espontáneamente, como un «accidente», solo porque existía un cierto sentimiento, una cierta sensibilidad. Y tampoco el sentimiento y la sensibilidad comunes son espontáneos, sino el producto de un trabajo diario, de mil estímulos, de mil batallas. Las imágenes de Gaza, por atroces que sean, no hablan «por sí solas»: son los palestinos y, en segundo lugar, todos y todas ustedes quienes las han «hecho hablar».
¿Era capaz la CGIL de convocar una fecha similar? No, porque no habrían hablado como los portuarios de Génova, que han levantado al país con su seriedad y concreción construidas a lo largo de los años. Landini, que es alguien que había evocado la «revuelta social» y luego ha demostrado repetidamente toda su inconsistencia, ¿qué credibilidad tiene? ¿Eran capaces de hacerlo el PD o el Movimiento 5 Estrellas con la hipocresía de su posicionamiento, su silencio cómplice durante años y su connivencia? La fecha funcionó porque fue convocada y gestionada por una determinada configuración sindical y política (USB, CUB, ADL, SGB, Potere al Popolo! y otros organizadores) que tenía credibilidad, expresaba fuerza y apelaba a la capacidad de activación de cada uno a través de la lógica del bloqueo. Un bloqueo que no es solo una evocación (lo decimos sin menospreciar el plano simbólico, lo imaginario cuenta y permite conectar las luchas, como demuestra también el hecho de que el eslogan haya sido retomado por los movimientos franceses), sino una práctica concreta y replicable que ha permitido a diferentes grupos movilizarse simultáneamente en contextos y con modalidades diferentes
. Nos gustaría que todos los días fueran como ayer. Ver las plazas llenas, los rostros decididos y sonrientes, las banderas de Palestina ondeando. Pero para un día como el de ayer se necesitan mil para luchar en los lugares de trabajo y reconquistar palmo a palmo nuestros barrios. Se necesitan muchos rechazos, mucho trabajo oculto, mucha disciplina.
Ojalá este movimiento hubiera nacido ayer. Ha nacido en cada comunicado traducido y difundido, en cada folleto distribuido, en cada asamblea sindical, en cada bloqueo de puertos al que hasta hace muy poco ni siquiera un periódico local dedicaba una breve reseña. En esa acumulación de fuerzas e instrumentos que se produce día tras día y que, por eso, es tan difícil de percibir. «¡Aprovechar la oportunidad!» significa también y sobre todo prepararla y estar listos cuando llegue el momento.
Las movilizaciones, las huelgas, los conflictos, la política en general, por muy sugerente que sea esta imagen, no son plantas espontáneas, no son como la mala hierba que lo invade todo llevada por el viento, son plantas que nacen de semillas que han sido enterradas, cuidadas, regadas y que, si encuentran las condiciones adecuadas, brotan y florecen. Recordémoslo cuando veamos un huerto frondoso, un campo de girasoles meciéndose al viento, una huelga exitosa y una plaza llena de gente: no han crecido solos y nuestro trabajo diario cuenta.
3. Turquía se aleja de la BRI.
Parece que la participación de Turquía en la BRI está en el alero tanto por insuficiencias turcas como por desconfianza china.
https://thecradle.co/articles/why-chinas-belt-and-road-leaves-turkiye-in-the-sidelines
Por qué la iniciativa china «Un cinturón, una ruta» deja a Turquía al margen
A pesar de su apoyo inicial y su ubicación geográfica estratégica, Ankara no ha logrado asegurarse un lugar significativo en la iniciativa china «Un cinturón, una ruta», lo que pone de manifiesto las profundas diferencias entre la retórica política y la realidad económica.
Cansu Yigit
26 DE SEPTIEMBRE DE 2025
Los debates sobre la alineación de la política exterior de Turquía se reavivaron en septiembre, cuando el líder del Partido del Movimiento Nacionalista (MHP), Devlet Bahceli, planteó la idea de una «alianza TRC», un bloque tripartito entre Turquía, Rusia y China.
Con la intención de ser una alternativa a la trayectoria centrada en Occidente establecida por Ankara, la propuesta fue rápidamente descartada por el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que se encontraba en Estados Unidos para asistir a la cumbre de la ONU y reunirse con el presidente estadounidense, Donald Trump, en el Despacho Oval. En respuesta a la pregunta de un periodista sobre la propuesta de la alianza TRC, Erdogan pareció no tener conocimiento de los comentarios de Bahceli sobre la llamada alianza TR-RU-CH, y dijo, «esperemos lo mejor», en tono burlón.
Aunque ampliamente descartadas como utópicas dada la pertenencia de Turquía a la OTAN, estas declaraciones forman parte de una pauta. Los coqueteos periódicos con la adhesión al BRICS o el giro hacia Eurasia aparecen habitualmente en la agenda nacional, pero se desvanecen sin un seguimiento institucional. La misma pauta se observa en la participación de Ankara en la iniciativa insignia de Pekín, la Franja y la Ruta (BRI).
Un corredor estratégico infrautilizado
Turquía ocupa una posición geográfica vital en el Corredor Medio propuesto por China y fue uno de los primeros países en apoyar la BRI. En 2010, ambos países firmaron un acuerdo de cooperación estratégica, seguido de visitas de alto nivel en 2012 y 2019.
En 2015, Turquía se unió formalmente a la BRI y alineó su propia visión de infraestructura del Corredor Medio con la de Pekín. Pronto le siguieron proyectos logísticos clave como el ferrocarril Bakú-Tiflis-Kars y el corredor de trenes de mercancías que conecta Estambul y Xi’an. El capital chino también fluyó hacia el tren de alta velocidad Ankara-Estambul, el metro del aeropuerto de Estambul y el puerto de Kumport.
Sin embargo, ese impulso inicial se fue desvaneciendo rápidamente. En 2023, la inversión china en Turquía se había detenido prácticamente por completo, y el país no registró ninguna participación relacionada con la BRI, según el Centro de Políticas de Desarrollo Global (GFDC). Mientras Pekín se expandía por Asia occidental y África, la participación de Turquía en las inversiones globales de la BRI se estancó en solo el 1,3 %.
Un proyecto de un billón de dólares, sin Ankara
Entre 2013 y 2023, las inversiones y los contratos de construcción de la BRI en todo el mundo superaron los 1,05 billones de dólares. Solo en la primera mitad de 2025, la cifra se disparó hasta los 1,3 billones de dólares, superando todo el año 2024. Arabia Saudí, Irak, los Emiratos Árabes Unidos e Indonesia se han convertido en los principales beneficiarios. Solo Kazajistán atrajo 23 000 millones de dólares en nuevas inversiones a principios de 2025. Por el contrario, Turquía, a pesar de su potencial infraestructural y sus ambiciones de conectividad, sigue siendo una ausente notable en esta ola de capital.
La inestabilidad económica es el principal factor disuasorio. La elevada inflación, la devaluación de la moneda y la persistente volatilidad macroeconómica han minado la confianza de los inversores. El informe económico de 2025 de la OCDE señala sin rodeos que «la inflación superior al 50 % y la fuerte depreciación de la moneda han minado la confianza de los inversores. Sin estabilidad macroeconómica, la inversión directa a largo plazo seguirá siendo limitada».
Sin tecnología, no hay confianza
Ankara tampoco ha logrado atraer proyectos de alto valor de la BRI. La mayor parte del capital chino se ha destinado a sectores de baja tecnología, como el comercio minorista, la minería y la industria ligera. Las esperanzas de transferencia de tecnología y desarrollo industrial aún no se han materializado.
Un artículo titulado «La inversión china en Turquía: la Iniciativa de la Franja y la Ruta, las crecientes expectativas y la realidad sobre el terreno», publicado en la revista European Review en 2022, que examina las inversiones de China en Turquía, revela que Ankara no cumple plenamente las expectativas en cuanto a las inversiones de la BRI.
En declaraciones a The Cradle, Hasan Capan, director de la Fundación de Amistad Turquía-China, recuerda que a Turquía se le prometió la mayor asignación presupuestaria de la BRI en una cumbre celebrada en China en 2017. El proyecto ferroviario propuesto entre Edirne y Kars, destinado a reformar el Corredor Medio de Turquía, nunca avanzó.
«Turquía asistió a esa reunión, también se incluyó en las actas, pero no participó en la firma. No hubo una explicación clara de por qué no se firmó. En el período siguiente, se me autorizó de vez en cuando a firmar de nuevo este proyecto, y actué como intermediario. Nos reunimos con la parte china y obtuvimos resultados muy positivos. Se han producido avances en la parte central del proyecto, es decir, en la línea Kosekoy-Edirne. China ofreció un préstamo, pero el proceso nunca llegó a su fin. El motivo no fue político, sino económico. Políticamente no había ningún problema. Incluso dudo que los administradores de ese periodo transmitieran la cuestión a nuestro presidente».
Aun así, la confianza política sigue siendo difícil de alcanzar. Yang Chen, director del Centro de Estudios Turcos de la Universidad de Shanghái, declara a The Cradle: «Las organizaciones separatistas del Turquestán Oriental operan libremente en Turquía. El Gobierno turco nos ha hecho promesas al respecto. Cumplir estas promesas es una cuestión muy importante para China. Creo que si logramos resolver esta cuestión de la confianza política, podremos resolver muchas otras».
Según Chen, las promesas de Ankara son las siguientes:
«El Gobierno nos prometió detener las actividades de las organizaciones del Turquestán Oriental que operan en Turquía, que China considera organizaciones terroristas. Ahora, aunque ha hecho declaraciones duras contra ellas, vemos que estas organizaciones siguen llevando a cabo actividades y acciones».
Pekín considera que la tolerancia de Ankara hacia las organizaciones uigures, que China considera grupos terroristas, es una violación grave. Las declaraciones de los políticos turcos simpatizantes del separatismo uigur, junto con la pertenencia a la OTAN, ponen en duda la autonomía estratégica de Turquía.
«China no cree que un país miembro de la OTAN pueda llevar a cabo un proceso de toma de decisiones totalmente independiente en las relaciones internacionales», afirma el Dr. Serdar Yurtcicek, asistente de investigación en Shanghái. También señala la preocupación de China por la Organización de Estados Turcos, encabezada por Ankara:
«La pregunta que se hace China es: ¿Se convertirá Turquía en un competidor en Asia Central? ¿Puede esta organización adoptar una identidad antichina con el tiempo? ¿Puede la unión de los pueblos de habla turca conducir al patrocinio de los uigures? Porque Turquía es el actor más dominante y poderoso de esta estructura. Por lo tanto, cada movimiento de Ankara en Asia Central es observado cuidadosamente y visto con recelo en China».
A pesar de la «asociación estratégica» oficial, la confianza sigue siendo escasa y la relación política no se ha traducido en cooperación económica.
La trampa de la dependencia occidental
Para Capan, la continua subordinación de Turquía a Occidente sigue siendo el problema fundamental. Como él mismo dice:
«Hoy en día, aunque somos miembros de la OTAN, se sigue una política exterior dependiente de Occidente debido al objetivo de adherirse a la UE. Esta trayectoria continúa en gran medida. Esta situación impide que Turquía se vuelque plenamente hacia Asia».
Sostiene que la adhesión al BRICS o a la Organización de Cooperación de Shanghái (SCO) no es meramente simbólica. «Las futuras alianzas de Turquía con naciones asiáticas y de Asia occidental contrarrestarán el saqueo de recursos por parte de Occidente y su silencio ante las muertes masivas de civiles». También afirma que «las iniciativas rivales de Occidente, su creación de inestabilidad en diferentes regiones y acontecimientos como la guerra entre Ucrania y Rusia están complicando seriamente el progreso de esta iniciativa. Los acontecimientos cercanos, especialmente la postura agresiva del Estado ocupante y el apoyo incondicional de Occidente, también pueden afectar directamente a la BRI». Capan añade:
«Por esta razón, parece inevitable que China desarrolle una estrategia acorde con la era multipolar. De lo contrario, las transformaciones geopolíticas en la región dificultarán aún más la implementación del proyecto».
La imprevisibilidad ahuyenta el capital
En la era multipolar que se está configurando, la falta de voluntad o la incapacidad de Turquía para romper sus lazos con Occidente la mantendrá al margen de los cambios muy reales que están remodelando el poder y la inversión mundiales. La retórica de Bahceli puede resonar en parte de la base nacionalista de Turquía, pero en Pekín y otras capitales del Sur Global, tales comentarios refuerzan la imagen de Ankara como un socio impredecible. Sin resolver la brecha de confianza con China, Turquía seguirá siendo ignorada en favor de destinos de inversión más estables y predecibles.
4. Libia y la condena a Sarkozy.
La condena de Sarkozy a cinco años de prisión vista desde la política interna francesa de la Quinta República.
https://newleftreview.org/sidecar/posts/the-libyan-affair
El asunto libio
Martin Barnay
26 de septiembre de 2025
«Si quiere ser un gran político, necesita grandes problemas; los problemas insignificantes son para políticos insignificantes». Así lo declaró Nicolas Sarkozy en 2018, saliendo en defensa de su protegido Gérald Darmanin, ahora ministro de Justicia de Macron, que entonces se enfrentaba a varias acusaciones de violación. Según sus propios criterios, Sarkozy se encuentra cómodamente entre los grandes de la Quinta República. Este jueves, el expresidente compareció ante un tribunal de magistrados de París para escuchar el veredicto de su juicio por corrupción, acusado de aceptar millones —quizás hasta cincuenta— de la Libia de Muamar el Gadafi para financiar su campaña presidencial de 2007.
El proceso fue de una magnitud poco habitual: más de una década de investigación, trece acusados, entre ellos el expresidente, tres de sus ministros y un puñado de intermediarios de alto nivel. Una multitud considerable acudió a la cita: dos salas del tribunal llenas a rebosar, con un auditorio adicional en el que se retransmitía la sesión en una pantalla gigante. Entre los acusados, Sarkozy se sentó junto a su amigo de la infancia y exministro de Identidad Nacional, Brice Hortefeux; detrás de ellos, en los bancos del público, se encontraban la esposa de Sarkozy, Carla Bruni, y sus tres hijos, entre ellos Louis, un veinteañero graduado por la Universidad de Nueva York y estrella en ascenso de la derecha populista francesa. Enfrente se sentaban los representantes del Estado libio, parte civil en el caso, junto con ONG anticorrupción y familiares de las víctimas del vuelo 772 de la UTA, derribado sobre el desierto de Ténéré, un atentado atribuido a los servicios de inteligencia de Gadafi. Destacaba la ausencia de Ziad Takieddine, el intermediario acusado desde hacía tiempo de servir como principal conducto de los fondos libios al círculo de Sarkozy. Había fallecido dos días antes en la ciudad de Trípoli, Líbano, donde se encontraba evadiendo una orden de detención, «una amarga coincidencia», comentó el magistrado que presidía el juicio.
Las sentencias fueron severas. Alexandre Djouhri, el poderoso intermediario franco-argelino que en su día se consideraba intocable, fue condenado a seis años de prisión con orden de ingreso inmediato en prisión. Sarkozy recibió cinco años, con suspensión de la pena: tiene unas semanas para entregarse, aunque a sus setenta años su edad le da derecho a una consideración especial, que se determinará en apelación dentro de seis meses. Con unas 400 páginas, la sentencia es un fallo histórico. Sarkozy ha sido condenado por conspiración criminal, y el tribunal ha afirmado que entre 2005 y 2007 su séquito mantuvo contactos clandestinos con el régimen libio. Sin embargo, ha sido absuelto del cargo de financiación ilegal de campaña: aunque los investigadores identificaron flujos sospechosos de dinero procedentes de Libia, no pudieron demostrar de forma concluyente que los fondos en cuestión hubieran llegado al expresidente. El tribunal también desestimó un documento que durante mucho tiempo fue fundamental para el caso: una supuesta nota del ministro de Asuntos Exteriores de Gadafi, Moussa Koussa, fechada en diciembre de 2006, en la que se comprometía a aportar 50 millones de euros para la campaña de Sarkozy. Publicado por primera vez por Mediapart en 2012, el documento fue supuestamente encontrado entre un montón de documentos personales de Takieddine facilitados a la prensa por su exmujer.
La cobertura francesa trató en gran medida el juicio como una obra moralizante sobre la codicia de Sarkozy. Sin duda, se puede decir mucho sobre el dinero y sobre el hombre que en su día fue apodado el «presidente bling-bling», que compareció en las vistas judiciales de esta primavera con una tobillera electrónica por otra condena por tráfico de influencias. Sin embargo, más allá de la historia de sus apetitos venales, este episodio abre una ventana a cómo ha funcionado la vida política francesa durante medio siglo. Es revelador que la sentencia se basara en una distinción entre la conducta de Sarkozy antes y después de su elección. Condenado por intentar obtener fondos a través de contactos libios en el período previo a 2007, cuando la rivalidad interna le dejó sin seguridad sobre el acceso a las arcas del partido, su fastuosa recepción a Gadafi una vez en el cargo —acompañada de importantes contratos de defensa y seguridad— se consideró una práctica habitual en las relaciones con Trípoli.
Las sospechas de irregularidades que se ciernen sobre Sarkozy no surgieron de la nada. Los ingresos procedentes de la venta de armas han sido durante mucho tiempo una de las monedas ocultas de la política francesa. Todos los grandes países productores han tenido sus escándalos: Lockheed sobornó a funcionarios extranjeros para que compraran sus aviones Starfighter en los años sesenta y setenta; el acuerdo al-Yamamah de BAE Systems con la familia real saudí implicó al hijo de Margaret Thatcher como intermediario; los fondos procedentes de la venta de vehículos blindados de Thyssen en el extranjero volvieron a las arcas de la CDU bajo el mandato de Helmut Kohl. Francia, sin embargo, parece estar al margen. Durante más de un siglo, su vida política se ha visto teñida por les affaires. Hoy en día, las revelaciones de medios como Le Canard enchaîné o Mediapart constituyen la trama y la urdimbre del debate partidista. Hay dos factores que ayudan a explicar esto. En primer lugar, las normas de financiación de campañas electorales inusualmente estrictas de Francia —sin donaciones de empresas, con un límite máximo para las contribuciones individuales y unos límites generales de gasto muy estrictos— crean incentivos para que existan canales de financiación paralelos. En segundo lugar, una industria de defensa en gran medida autosuficiente, aislada del patrocinio estadounidense, permite que los intermediarios y los patrocinadores políticos compitan libremente en la escena nacional.
En este sentido, l’affaire libyenne es la culminación de una larga historia, caracterizada por décadas de luchas políticas internas por el control del dinero en la sombra, siendo los contratos de armas posiblemente la fuente más lucrativa. Sus orígenes se remontan a los inicios de la Quinta República. El regreso al poder de De Gaulle en 1958 tenía como objetivo estabilizar el país tras años de agitación parlamentaria. Bajo un sistema cuasi unipartidista, la Agrupación del Pueblo Francés (RPF) gaullista se financiaba a través de canales institucionales: partidas presupuestarias discrecionales del Elíseo y ministerios clave, complementadas con contribuciones de industriales cuidadosamente seleccionados por el general tras la Liberación, sobre todo en los sectores del petróleo y las armas, ambos dominados por la élite muy unida de los ingenieros del Corps des Mines.
En el sector petrolero, la creación en 1966 del conglomerado paraestatal Elf proporcionó a Francia un brazo económico en el extranjero, especialmente en el África subsahariana, donde maletines llenos de dinero en efectivo garantizaban la cooperación de los gobernantes locales y sostenían las carreras políticas en el país. Mientras tanto, la industria de defensa se consolidó en torno a Dassault Aviation. En el ocaso del colonialismo francés, anticipándose a la inevitable reducción de las fuerzas armadas nacionales, su poderoso propietario, Marcel Dassault, orientó el sector hacia las exportaciones. El caza Mirage III, desarrollado a raíz de Dien Bien Phu, se fabricó con este fin: primero se vendió a Israel y luego a clientes árabes tras el embargo de De Gaulle tras la Guerra de los Seis Días.
Al inundar de dinero a las monarquías del Golfo, la crisis del petróleo de 1973 abrió una nueva bonanza para el sector de la defensa. Los proveedores occidentales compitieron por acceder a Riad y Abu Dabi, donde lo más importante no era la calidad de las armas en sí, sino los intermediarios capaces de conseguir un apretón de manos y la firma de los líderes locales. Los contratos comenzaron a incluir comisiones de alrededor del 20 % para estos intermediarios, algo perfectamente legal hasta la prohibición de la OCDE en 2000. Parte de las ganancias solían volver al país exportador, llenando las arcas de las campañas electorales o las cuentas privadas de los mecenas políticos.
En este clima, Valéry Giscard d’Estaing llegó al poder en 1974, sucediendo al enfant terrible del gaullismo, Georges Pompidou. Aunque nunca fue gaullista y a menudo se le consideraba cercano a Washington, Giscard abrazó la opinión de De Gaulle de que la venta de armas era un pilar de la soberanía nacional, una forma de seguir una línea independiente fuera de los bloques de la Guerra Fría. Bajo su presidencia, Francia ascendió al tercer lugar entre los exportadores mundiales, por detrás de Estados Unidos y la URSS. Arabia Saudí era el mercado más codiciado, dominado por intermediarios cercanos a la familia real, como Adnan Khashoggi y el príncipe Bandar. El material francés gozaba de gran popularidad, en particular el misil antibuque Exocet de Matra, que más tarde se hizo famoso por la Fuerza Aérea Argentina en las Malvinas y que estaba destinado a convertirse en un éxito de ventas en Oriente Medio.
Para supervisar esta política, Giscard se apoyó en un gaullista en ascenso del entorno de Pompidou, Jacques Chirac, a quien nombró primer ministro. Chirac aprovechó la oportunidad para viajar por el sur y el este del Mediterráneo, cultivando vínculos con líderes desde la monarquía marroquí hasta la dictadura de Hafez al-Assad en Siria.
En 1976, al darse cuenta de que Giscard no tenía intención de compartir el poder, abandonó Matignon, se apoderó de los restos del aparato gaullista y poco después ganó la alcaldía de París, un puesto desde el que mantuvo sus conexiones con el mundo árabe. La elección de François Mitterrand en 1981 marcó un punto de inflexión. Su victoria, que puso fin a dos décadas de hegemonía de centro-derecha, reformuló las reglas del juego.
La revelación de planes de financiación ilícita vinculados a su propio Partido Socialista llevó al presidente a introducir reformas en la financiación de las campañas electorales. Se prohibieron las donaciones de las empresas y se sustituyeron por subvenciones públicas indexadas a los resultados electorales, mientras que el gasto total se limitó muy por debajo del coste real de una campaña nacional. Las leyes aprobadas entre 1988 y 1990 también incluían una discreta amnistía para los delitos cometidos en el pasado. Con el poder judicial ahora involucrado en la vigilancia del dinero político, los antiguos porteurs de valises —a menudo militantes de base cuyo principal activo era la lealtad al partido— desaparecieron y fueron sustituidos en el lado francés por una nueva clase profesional de intermediarios, versados en complejos planes de blanqueo, expertos en eludir citaciones judiciales y sortear las divisiones entre facciones.
La turbulencia global también sacudió el panorama. El exceso de petróleo de mediados de la década de 1980 agotó la demanda en el Golfo, lo que obligó a París a buscar nuevos mercados. La India y Grecia, lideradas por otros miembros de la Internacional Socialista, ofrecían algunas salidas, pero la verdadera acción parecía estar en Taiwán. Aislada diplomáticamente por la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y China bajo el mandato de Carter, la rica isla vio en el material militar francés el medio para colarse entre Pekín y uno de los socios occidentales más antiguos de la República Popular China. La Armada taiwanesa expresó su interés en una amplia gama de adquisiciones, en particular las fragatas La Fayette, desarrolladas conjuntamente por el astillero estatal DCN y el grupo electrónico Thomson-CSF.
La presidencia de Mitterrand también fue testigo de dos períodos de cohabitación política, el peculiar acuerdo por el que un presidente francés debe gobernar junto con un primer ministro de la mayoría opositora en el Parlamento. En 1986, después de que la derecha tomara el control de la Asamblea, Mitterrand nombró primer ministro a Jacques Chirac, líder del RPR neogaullista. El experimento agudizó las rivalidades dentro de la derecha; Chirac perdió las elecciones presidenciales de 1988 frente a Mitterrand y se volvió cauteloso ante lo que se conoció como la «maldición de Matignon». Cuando la derecha volvió al poder en las elecciones legislativas de 1993, Chirac prefirió esperar el momento oportuno y permitió que su confidente Édouard Balladur asumiera la presidencia del Gobierno. Balladur prometió mantenerse al margen en las elecciones presidenciales de 1995, pero pronto renegó de su promesa, se presentó a las elecciones y dividió el bando gaullista.
Fue en ese momento cuando Nicolas Sarkozy entró en la escena nacional. El joven alcalde de la acomodada Neuilly-sur-Seine, descubierto por Chirac en el movimiento juvenil gaullista, fue reclutado por Balladur como lugarteniente clave en su carrera hacia el poder. Pero las ambiciones de Balladur chocaron con una dura realidad: en 1993, Chirac seguía controlando las arcas del partido y sus redes de financiación. El nuevo primer ministro tuvo que buscar sus propios recursos, y la venta de armas le ofrecía un sinfín de oportunidades. Desde Matignon, colocó a sus leales en puestos estratégicos, entre ellos Sarkozy en Bercy, ahora responsable de refrendar todos los contratos de defensa. Reactivando las negociaciones iniciadas por los socialistas, los balladurianos impulsaron el acuerdo La Fayette con Taiwán, por valor de más de 2000 millones de euros, con comisiones que, según los rumores, alcanzaban hasta el 30 %, a pesar de la prohibición contractual de tales pagos.
Paralelamente al acuerdo con Taiwán, el Gobierno de Balladur llevó a cabo sus propias iniciativas: un programa de seguridad fronteriza con Arabia Saudí (conocido como MIKSA) y la venta de submarinos de la clase Agosta de DCN a Pakistán. Ambos proyectos implicaban cuantiosas comisiones ilegales que, según argumentaron posteriormente los fiscales, contribuyeron a financiar la campaña presidencial de 1995. Balladur, con Sarkozy como director de campaña, afirmó de forma poco creíble que unos 2,5 millones de euros descubiertos en las arcas de la campaña procedían de la venta de camisetas y pins con la imagen del candidato. Los dos contratos también se basaron en un nuevo canal de intermediación. Si Francia se benefició en su día de sus estrechos vínculos con intermediarios veteranos como Khashoggi, en la década de 1980 Dassault y otros contratistas perdían habitualmente las licitaciones frente a la competencia angloamericana. En consecuencia, los círculos políticos y de defensa trataron de crear redes alternativas. El equipo de Balladur recurrió a Takieddine, un druso del Líbano que regentaba una estación de esquí en los Alpes franceses cuando se cruzó en su camino un antiguo socio de Khashoggi y, posteriormente, se reinventó a sí mismo como intermediario entre los salones parisinos y el Gran Oriente Medio.
Ante estas iniciativas rivales, el bando de Chirac se aseguró su propio mediador. Alexandre (nacido como Ahmed) Djouhri, un francés de origen argelino, tiene una trayectoria digna de Balzac: una infancia difícil en los suburbios de París en la década de 1960, roces con la delincuencia menor, un encontronazo con la policía de seguridad del Estado, que detectó su instinto para moverse en el demi-monde. El periodista Pierre Péan —el Seymour Hersh francés— dedicó uno de sus últimos libros a Djouhri, sin duda una de las figuras más intrigantes de los círculos de poder franceses de las últimas décadas. Péan trazó su ascenso a través de encuentros fortuitos con hombres fuertes africanos, una probable iniciación en una de las principales logias masónicas de Francia y su eventual cercanía con Dominique de Villepin, el lugarteniente de confianza de Chirac y futuro némesis de Sarkozy. Tras la victoria presidencial de Chirac en 1995, Villepin convirtió a Djouhri en el hombre fuerte de los chiraquianos en el Golfo, con la misión de desmantelar la red de Takieddine y sustituirla por un eje saudí más fiable. La rivalidad entre Djouhri y Takieddine continuaría hasta bien entrados los años 2000, y ambos pasarían a ser figuras centrales en el juicio Sarkozy-Libia.
Estos antagonismos políticos reflejaban una lucha más profunda dentro del capitalismo francés. Los primeros años de la posguerra fría fueron una época de consolidación en la industria de la defensa: en Estados Unidos, la llamada «Última Cena» de 1993 llevó a Lockheed a fusionarse con Martin y a Boeing a absorber McDonnell Douglas. En Francia, Thomson-CSF, históricamente vinculada a los socialistas y más tarde a Balladur, se enfrentó a Matra, el fabricante de misiles del empresario Jean-Luc Lagardère, aliado y amigo de Chirac desde hacía mucho tiempo. Quien prevaleciera en el país llevaría la tricolor al extranjero.
La carrera presidencial de 1995 zanjó la cuestión a favor de Matra. Alain Gomez, director general de Thomson, fue expulsado por el nuevo presidente. Más tarde comentó, en una frase que pasó a formar parte del folclore político, que había «untado ambas tartines [Balladur y los socialistas], pero se había olvidado del jamón [Chirac]». Los balladurianos cayeron en desgracia. Sarkozy fue excluido del círculo íntimo de Chirac y sustituido por leales como Alain Juppé y Villepin. Pero Chirac pronto se topó con un muro. Su primera iniciativa importante, una reforma de la seguridad social, provocó una feroz resistencia sindical. En diciembre de 1995, más de un millón de personas se manifestaron en París y el Gobierno cedió. Siguiendo el consejo de Villepin, Chirac disolvió la Asamblea Nacional para intentar restaurar la legitimidad, pero la apuesta le salió mal y le dio a la izquierda una victoria electoral inesperada. Juppé fue sacrificado. Sarkozy aprovechó el interludio para reconstruirse, dejando las intrigas palaciegas a Villepin y presentándose como el hombre del partido sobre el terreno. Omnipresente en la televisión —especialmente en TF1, propiedad de su amigo el magnate de la construcción Martin Bouygues—, apostó por la ley y el orden.
La reelección de Chirac en 2002, tras el sorprendente avance de Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta, consagró la estrategia de Sarkozy. Las cuestiones de seguridad dominaron el debate público y, como ministro del Interior, disfrutó del protagonismo y puso sus ojos en la presidencia en 2007. Tras haber visto a Chirac cultivar las relaciones con los países árabes desde la década de 1970, Sarkozy sabía que el currículum presidencial se forjaba en el extranjero. En un discurso pronunciado en 2004 ante el Comité Judío Americano en Nueva York, declaró en un inglés entrecortado: «En Francia me llaman Sarkozy el Americano, y estoy orgulloso de ello». Se acercó al primer ministro de Qatar, Hamad bin Jassim, pieza clave de la alineación de Doha con Washington. Para los qataríes, discretos partidarios de la invasión de Irak, Sarkozy ofrecía un contrapeso atlantista a una clase política francesa aún impregnada de la línea proárabe de De Gaulle. Puede que fuera a través de este canal, y de la influencia de Qatar en los Hermanos Musulmanes, por lo que se sintió atraído por la Libia de Gadafi.
Pero los fantasmas de los años de Balladur regresaron. En mayo de 2002, un autobús fue volado en Karachi, matando a once ingenieros franceses que se encontraban en Pakistán para supervisar la construcción de submarinos Agosta para DCN. Las sospechas recayeron inicialmente sobre Al Qaeda: el reportero del Wall Street Journal Daniel Pearl había sido asesinado por militantes yihadistas en la ciudad tres meses antes. Pero en los pasillos parisinos circulaba otra versión: los servicios de inteligencia pakistaníes habían ordenado el ataque en represalia por las comisiones ilegales congeladas en el acuerdo Agosta. Tras asumir el cargo en 1995, Chirac había ordenado a su ministro de Defensa que detuviera todos los pagos relacionados con los contratos de la era Balladur.
Como ministro de Presupuesto en aquel momento, Sarkozy debería haber estado en la línea de fuego. Sin embargo, la investigación se centró en la «pista de Al Qaeda» defendida por el juez Jean-Louis Bruguière, que más tarde apoyaría a Sarkozy en las elecciones de 2007. El episodio no hizo más que agudizar las tensiones con los chiraquianos, con Villepin a la cabeza. Ileso por el caso Karachi, Sarkozy se enfrentaba al mismo problema que Balladur: financiar sus ambiciones mientras sus rivales controlaban las arcas del partido. Ya en 1995, Chirac había puesto a Villepin al frente de una discreta unidad del Elíseo encargada de localizar el fondo de guerra de Balladur. La búsqueda pronto se centró en Sarkozy, que por entonces se perfilaba como el principal rival de Villepin para la sucesión. Los chiraquianos sospechaban que había reactivado el antiguo canal saudí a través de Takieddine, incluido el gigantesco programa de seguridad fronteriza MIKSA, iniciado bajo Balladur en 1994 y apodado «el contrato del siglo» por las comisiones que prometía. En vísperas de su firma en 2004, Chirac prohibió a Sarkozy —por entonces ministro del Interior— volar a Riad, insistiendo en que el acuerdo se gestionara entre jefes de Estado.
Así comenzó lo que se conoció como el caso Clearstream. A finales de 2003, un comerciante libanés se acercó al entorno de Villepin, afirmando haber descubierto cuentas secretas en los libros de una cámara de compensación luxemburguesa. La lista incluía a políticos y empresarios de todo tipo, pero un nombre llamó la atención del Elíseo: Nicolas Sarkozy. Villepin creyó haber encontrado la prueba irrefutable. Con el beneplácito tácito de Chirac, los documentos fueron entregados a un juez de instrucción. En enero de 2006, la trampa se cerró: las cuentas eran falsas, inventadas por el propio comerciante. De la noche a la mañana, Sarkozy parecía la víctima de una campaña de desprestigio. Su demanda por difamación ensombreció a Villepin, que ya se tambaleaba por una ola de protestas estudiantiles, unos disturbios que, según admitiría más tarde uno de los líderes del movimiento, habían sido discretamente avivados por los amigos de Sarkozy en la policía. En verano, Sarkozy se había convertido en el principal candidato de la derecha a la presidencia.
Djouhri, intuyendo los vientos políticos, hizo las paces con Sarkozy después de años del lado de Villepin. Una reunión celebrada en la primavera de 2006 en el Hotel Bristol, donde Djouhri era un habitual, confirmó que Sarkozy sería el único candidato de la derecha para las elecciones del año siguiente; con el acceso a las arcas del partido asegurado, la necesidad del canal secreto libio se disipó. El acercamiento dio sus frutos: cuando Libia quiso modernizar su fuerza aérea a principios de la década de 2000, Dassault recurrió a Djouhri, mientras que Safran, a través de Sarkozy, confió en Takieddine. Bajo la presidencia de Sarkozy, Dassault se aseguró el contrato y Djouhri apareció en una sucesión de batallas industriales, entre ellas las de EDF y Areva, donde sus representantes presionaron para compartir la experiencia nuclear francesa con China, Qatar y los Emiratos.
Inicialmente reclutado por el nuevo inquilino del Elíseo para establecer contactos en Siria, Takieddine pronto se convirtió en un lastre para Sarkozy. En 2011 fue detenido en el aeropuerto de Le Bourget con 1,5 millones de euros en efectivo. Interrogado por los magistrados que investigaban la financiación libia de la campaña de 2007, testificó contra su antiguo empleador. En 2016, el intermediario sin escrúpulos fue más allá y declaró que él mismo había entregado maletas con dinero libio al entorno de Sarkozy. Posteriormente fue condenado a cinco años de prisión, pero evadió el encarcelamiento huyendo al Líbano.
La saga Djouhri se prolongó hasta la era Macron. Durante la controvertida fusión de los gigantes de los servicios públicos Veolia y Suez, que se completó en 2020, se rumoreaba que Djouhri poseía hasta el diez por ciento de las acciones de Veolia en nombre de sus mandantes, sugirió Péan, aún menos aficionado a los focos que él mismo. Las elecciones de 2017 marcaron una especie de ruptura, ya que el duopolio gaullista-socialista, que existía desde hacía mucho tiempo, se derrumbó para dar paso a un único «bloque burgués», dejando el poder en manos de un aparato estatal tecnocrático menos limitado por los ciclos electorales. También en el extranjero, el panorama cambió con la retirada de Francia —al menos sobre el papel— de sus últimos reductos militares en África, que durante mucho tiempo habían sido un escaparate para la industria armamentística nacional. Con el rearme alemán generando nuevos campeones industriales, a menudo en colaboración con contratistas de defensa estadounidenses, la posición de Francia como segundo exportador mundial de armas parece cada vez más precaria.
La actitud de Sarkozy el jueves transmitió algo de la ambivalencia que reina en los círculos de poder franceses. Al salir de la sala del tribunal, rodeado de una maraña de cámaras, pronunció un monólogo de cinco minutos, claramente preparado de antemano, en el que se presentaba una vez más como víctima de una conspiración político-periodística. Para ser un hombre que se enfrenta a media década entre rejas, parecía notablemente indiferente. La sentencia del tribunal es considerable, pero su ejecución sigue siendo incierta. Su absolución por financiación ilegal de campaña y la desestimación por parte del tribunal del llamado memorándum Koussa de Mediapart dejaron intacta su defensa. Sin embargo, desde el punto de vista político, la sentencia es un duro golpe. Con las apelaciones pendientes, es probable que la influencia subterránea de Sarkozy en la derecha siga siendo discreta, sobre todo teniendo en cuenta al probable sucesor de Macron, el ex primer ministro Édouard Philippe.
Protegido de Alain Juppé, el último de los chiraquianos, la personalidad alta y afable de Philippe contrasta fuertemente con el estilo abrasivo de Sarkozy; las relaciones entre ambos son notoriamente tóxicas. Por su parte, Macron se presentó a las elecciones con un programa de renovación, y algunos gestos iniciales sugirieron una ruptura con los precedentes: en 2018 se negó a saludar a Djouhri en una recepción en la embajada argelina.
La nueva administración se distanció de la crudeza de los métodos de sus predecesores, pero persistieron los signos reveladores. Un ejemplo de ello es Alexis Kohler, la éminence grise de Macron a lo largo de su presidencia, un refinado funcionario público libre de la descarada codicia de Sarkozy o de las turbias amistades de Villepin. Se vio obligado a dimitir la primavera pasada, tras ocho años como secretario general del Elíseo, acosado por las investigaciones sobre el conflicto de intereses en torno a la venta por parte de Vincent Bolloré de su división logística a MSC, el grupo italiano dirigido por los primos maternos de Kohler. Desde entonces, ha sido nombrado director del banco de inversión Société Générale, la misma institución que en su día canalizó los pagos en el asunto de las fragatas de Taiwán. Plus ça change…
5. Los aranceles de Trump contra India.
Patnaik dedica su última nota a los aranceles que Trump ha impuesto a la India y las medidas en el IVA que el país ha decidido tomar.
https://peoplesdemocracy.in/2025/0928_pd/trump-tariffs-and-gst-rate-adjustments
Aranceles de Trump y ajustes en la tasa del GST
Prabhat Patnaik
La agresión arancelaria de TRUMP contra la India tendrá sin duda un efecto contractivo en la economía india. Incluso si Trump reduce los aranceles del 50 % que aplica actualmente, esto solo será a cambio de que la India reduzca sus aranceles sobre los productos estadounidenses, especialmente los productos agrícolas y lácteos, lo que significaría mayores importaciones de Estados Unidos y, por lo tanto, una reducción de los ingresos en la India. Lo que se necesita para compensar este efecto contractivo de los aranceles de Trump es inyectar poder adquisitivo adicional en la economía india, lo que puede adoptar tres formas posibles: una, un aumento del déficit fiscal; dos, financiar el gasto público mediante mayores impuestos a los ricos (lo que convierte parte de sus ahorros, o no gasto, en gasto público); o tres, un aumento del gasto en consumo privado financiado con crédito (o, lo que es lo mismo, una reducción de la tasa de ahorro privado).
El ajuste de los tipos del impuesto sobre bienes y servicios que se acaba de anunciar y que entrará en vigor el 22 de septiembre no inyecta por sí mismo ningún poder adquisitivo en la economía. Dicho ajuste, que deja solo dos tipos, el 5 % y el 18 % (aparte de algunos «productos pecaminosos» que ahora tendrían un tipo penal del 40 %), en lugar de los cuatro tipos anteriores, 5 %, 12 %, 18 % y 28 %, sin duda supone una menor carga global para los consumidores si estas concesiones se «repercuten»; pero si la pérdida de ingresos del Gobierno conduce a una reducción correspondiente del gasto y no a un aumento del déficit fiscal, entonces no hay una inyección neta de poder adquisitivo en la economía a través de esta medida: el aumento del consumo privado debido a las concesiones fiscales se compensa con una reducción del gasto público, lo que no aumenta el nivel de la demanda agregada. Por lo tanto, la reducción de la demanda agregada impuesta a la economía por Donald Trump no se ve compensada en este caso por las concesiones del GST.
Es más, en este caso ni siquiera se puede afirmar que el consumo total de los trabajadores habría aumentado debido al ajuste a la baja de los tipos del GST, como afirma el Gobierno. Si la proporción de los ingresos salariales en los sectores en los que aumentará el consumo gracias a dichas desgravaciones fiscales es aproximadamente la misma que la proporción de los ingresos salariales en los sectores en los que se reducirá el gasto público debido a la pérdida de ingresos, entonces el consumo total de los trabajadores (o, en términos más generales, de la población activa) se mantendrá sin cambios debido a las medidas fiscales del Gobierno; y esta suposición no es en absoluto inverosímil, ya que los recortes del gasto público se producirán principalmente en infraestructuras, que tienen un gran componente de construcción, y la construcción es un sector muy intensivo en mano de obra, con una proporción correspondientemente alta de ingresos salariales en la producción total.
Esto significa que la reducción de los ingresos de la población activa impuesta por Donald Trump no se verá compensada por ningún aumento de sus ingresos debido a las medidas fiscales del Gobierno; estas últimas mantendrán sus ingresos sin cambios en el nivel más bajo al que los aranceles de Trump los habrían llevado. En resumen, el Gobierno de Modi no ha hecho nada para compensar los efectos contractivos sobre la economía india y contrarrestar la compresión de los ingresos de los trabajadores que están provocando los aranceles de Trump; aunque pueda parecer que conceder concesiones en el GST equivale a aumentar el consumo de los trabajadores, a menos que se aumente el déficit fiscal (o, alternativamente, se compense la pérdida de ingresos por dichas concesiones en el GST con la recaudación de mayores impuestos directos a los ricos), el consumo total de los trabajadores no se ve realmente afectado por las medidas fiscales del Gobierno.
Si bien los efectos contractivos de los aranceles de Trump sobre la economía india no se verán compensados en lo más mínimo por las medidas fiscales del Gobierno de Modi, ¿qué hay de un aumento del gasto en consumo privado financiado con crédito o con una reducción de la tasa de ahorro? Los periódicos se han llenado de informes sobre la pérdida estimada de ingresos del Gobierno debido al ajuste de los tipos del GST. El propio Gobierno central ha cifrado la pérdida de ingresos en un año completo en 48 000 millones de rupias, partiendo del supuesto de que la pérdida de ingresos de 93 000 millones de rupias debida al ajuste a la baja de los tipos se verá compensada por una ganancia de 45 000 millones de rupias procedente del aumento del tipo sobre los «productos pecaminosos». Por su parte, el Banco Estatal de la India ha estimado la pérdida en un año completo en solo 37 000 millones de rupias, basándose en que la caída de los precios debida a los recortes fiscales estimulará el consumo hasta tal punto que los ingresos totales solo se reducirán marginalmente a pesar de los recortes fiscales. Diversas estimaciones privadas, incluidas las de las agencias de calificación crediticia, sitúan la pérdida de ingresos en una cifra mucho mayor, entre 1,2 y 1,5 billones de rupias. Sin embargo, los supuestos teóricos subyacentes a estas estimaciones nunca se explican como deberían.
Afirmar que el gasto en consumo se verá tan impulsado por los recortes fiscales que la pérdida de ingresos será solo marginal (ya que los tipos impositivos más bajos se aplicarán a un total más elevado) plantea la siguiente pregunta: ¿de dónde vendrá el poder adquisitivo para este mayor consumo? Si las desgravaciones fiscales, sobre el consumo básico, ascienden, por ejemplo, a 100 rupias, entonces es claramente comprensible un aumento del consumo de 100 rupias por encima del nivel básico; pero en tal caso, la pérdida de ingresos es de 100 rupias, ni una paisa menos. Pero si se afirma que el aumento del gasto en consumo por encima del nivel básico será de 200 rupias debido a la desgravación fiscal de 100 rupias, de modo que la pérdida real de ingresos será inferior a la desgravación fiscal sobre el consumo básico, entonces surge la pregunta: ¿de dónde vendrá el poder adquisitivo adicional de 100 rupias? Se podría argumentar que las desgravaciones fiscales entusiasmarán tanto a los consumidores que solicitarán créditos para impulsar el consumo o agotarán sus ahorros. Incluso si se admite esto por un momento, el hecho es que los trabajadores no serán considerados solventes ni tendrán muchos ahorros que utilizar para aprovechar el abaratamiento de los bienes de consumo. En otras palabras, no se puede esperar que el llamado impulso al consumo provenga de los trabajadores.
Los consumidores de clase media, incluidos los asalariados, tal vez podrían comprar más a crédito (o agotando sus ahorros) cuando de repente vean que los bienes se abaratan un poco debido a las reducciones fiscales, pero incluso en ese caso el impulso solo será temporal; cuando llegue el momento de devolver el crédito (o cuando venzan las cuotas mensuales iguales que se comprometieron a pagar), tendrán que reducir su consumo. En otras palabras, un aumento del consumo financiado con crédito no solo proporciona un impulso temporal, sino que en realidad se revierte a través de un proceso que el economista Joseph Schumpeter denominó «autodeflacción». La inyección de poder adquisitivo en la economía a través de esta vía, que es la tercera de las mencionadas anteriormente, es transitoria e incluso se revierte por sí misma.
Por lo tanto, se deduce que el Gobierno de Modi no ha hecho nada para contrarrestar los efectos contractivos de la agresión arancelaria de Donald Trump sobre la economía india. Ni siquiera ha adoptado la medida obvia de proporcionar subvenciones financieras a los pequeños productores afectados y pagarlas mediante un aumento de los impuestos a los ricos (incluido, posiblemente, un impuesto sobre el patrimonio). Las concesiones del GST anunciadas por el Gobierno no aumentarán por sí solas el consumo y, por lo tanto, no proporcionarán un estímulo a la economía para contrarrestar las medidas de Trump, ya que no suponen una inyección de poder adquisitivo.
Sin embargo, hay una vía que probablemente tomará el Gobierno de Modi, quizá no de forma consciente como medida anticontraccionista, y que contará con la aprobación de todos los segmentos de las clases dominantes: aumentar el déficit fiscal por medios que no se reconocen como tales, a saber, la venta de acciones de los bancos del sector público. La privatización de las empresas públicas tiene exactamente la misma consecuencia macroeconómica en cualquier período que un mayor déficit fiscal: pone el capital del gobierno en manos privadas, mientras que el déficit fiscal pone los bonos del gobierno en manos privadas, con efectos prácticamente idénticos. Pero, por razones totalmente espurias y deshonestas, el FMI y otras agencias del capital financiero global no reconocen este fenómeno simple y obvio, y desaprueban el déficit fiscal mientras aprueban la privatización que desean. El Gobierno de Modi complacerá al capital financiero globalizado, así como a las grandes empresas nacionales, privatizando los activos del sector público; y el gasto financiado con los ingresos de dicha privatización, dado que estos ingresos no difieren de la financiación del déficit, tendrá un efecto anticontraccionista involuntario en la economía. Pero dicha privatización solo acelerará aún más la centralización del capital y la creciente desigualdad de riqueza.
6. El estado desde su funcionamiento concreto.
El prólogo de Fazi a un libro reciente sobre el estado, desde una perspectiva más de su funcionamiento real que de conceptos abstractos.
El fin de la ilusión democrática
por Thomas Fazi
Por cortesía del editor, publicamos el prefacio del libro de Paolo Botta, Cos’è lo Stato. Capitalismo, democrazia e socialismo del XXI secolo (Rogas, 2025), que sale hoy a la venta. ¡Que disfruten de la lectura!
Hay libros que cambian para siempre la forma en que vemos la realidad, obligándonos a cuestionar conceptos que creíamos establecidos. El libro de Paolo Botta es, en mi opinión, uno de esos libros. El tema es el Estado, entendido no como sinónimo de país, sino como aparato estatal. Un tema aparentemente difícil, pero que en realidad, como demuestra el autor, es fundamental en casi todos los aspectos de nuestra vida, de donde se deriva todo: la política, la economía, la sociedad, la cultura. El punto de partida es la conciencia de que «nuestros conocimientos sobre el Estado deben considerarse aún demasiado limitados, tanto en el plano disciplinario como en el de una visión global». Una conciencia que, al terminar la lectura, el lector difícilmente podrá dejar de compartir.
Como explica Botta en las primeras páginas: «El presente trabajo no ha tenido como objetivo prioritario examinar de manera abstracta o normativista el concepto de Estado, aunque en algunos pasajes se ha procedido a aclarar su naturaleza jurídica y política, sino definir, según un enfoque realista, sus características objetivas que se manifiestan en su actuación estratégica en interacción, en primer lugar, con la sociedad y la economía» . En otras palabras, el libro no se mueve en el terreno de las abstracciones teóricas o las especulaciones académicas, sino en el de un análisis riguroso y científicamente fundamentado, que aspira a captar las dinámicas reales del poder estatal tal y como se manifiestan en contextos concretos: en las relaciones sociales, en los mecanismos económicos, en los conflictos geopolíticos. Es este enfoque empírico y estructural el que confiere al texto su fuerza explicativa y su relevancia política.
El libro comienza con un análisis de la persistente centralidad del Estado. En contra de la opinión generalizada de que, en las últimas décadas, el Estado ha sido progresivamente marginado u obsoleto por los «mercados» y las dinámicas globales y supranacionales, el autor muestra cómo, en realidad, sigue siendo una institución absolutamente central en la vida política y económica.
Lo que hemos presenciado, en todo caso, es una refuncionalización radical del Estado, y ciertamente no su marginación. Como escribe Botta: «No solo el Estado-nación no está en crisis, sino que incluso se podría hablar de un Estado hiperpolítico frente a una economía que requiere continuas intervenciones públicas».
De hecho, es precisamente en las economías liberalistas —las que predican la reducción de la intervención pública— donde el Estado se vuelve más omnipresente, al verse obligado a intervenir sistemáticamente, y a menudo de manera subrepticiamente keynesiana, para salvar al sistema de las crisis que él mismo ha generado (a menudo debido a políticas de compresión de la demanda interna).
El autor también desmitifica el mito de la globalización como superación del Estado, mostrando cómo la narrativa en torno a los supuestos límites impuestos por la globalización, más que describir una realidad objetiva, ha sido «utilizada como coartada para justificar los cambios que han caracterizado al mundo occidental en los últimos treinta años». En otras palabras, detrás de la retórica de la «retirada del Estado» se esconde un reposicionamiento estratégico del mismo, funcional a un nuevo paradigma político y económico.
Hasta aquí, el autor se mueve en una línea analítica ya trazada por otros estudiosos. Es en la segunda parte del libro, donde el autor pasa a analizar qué es el Estado y cómo se sitúa dentro de la dimensión más amplia de la política, donde surgen las intuiciones más originales. Aquí Botta propone una tesis contundente: el Estado no es simplemente uno de los muchos actores que contribuyen a determinar las dinámicas políticas, económicas y sociales dentro de un determinado territorio, sino que es más bien el fundamento mismo, el elemento básico, de estas dinámicas.
Esta hipótesis, como veremos, tiene profundas implicaciones también para su forma de entender la democracia. En los países liberal-democráticos, solemos identificar el Estado con el gobierno y el parlamento, suponiendo que estas instituciones determinan sus decisiones, respetando las constituciones y las leyes. Pero Botta invierte esta visión: no solo el Estado no coincide con las instituciones de la democracia representativa, sino que ambos pertenecen a dos esferas distintas de la política: la política de los Estados, por un lado, y lo que el autor denomina «política popular», por otro.
Esta última incluye todas las instituciones que, al menos en teoría, deberían encarnar la soberanía popular: partidos, sindicatos, movimientos y sociedad civil, que luego (siempre en teoría) deberían encontrar su expresión dentro de los parlamentos y contribuir a determinar la orientación política de los gobiernos. En los países liberal-democráticos se tiende a creer que la política se agota sustancialmente en estas instituciones; después de todo, ¿no son precisamente estas las que ocupan a diario las crónicas políticas?
Sin embargo, según el autor, se trata de un colosal malentendido. De hecho, existe otra dimensión de la política —la propiamente estatal— que no coincide en absoluto con la esfera de la política popular. Los Estados no solo operan de manera sustancialmente autónoma con respecto a ella, sino que ocupan una posición de clara primacía en la jerarquía de los poderes políticos.
Según el autor, de hecho, el Estado representa una manifestación «suprema» de la política, ante todo porque detenta en exclusiva el «monopolio de la fuerza», como afirmó Max Weber. Un poder que se ejerce no solo sobre la sociedad, sino también sobre los demás poderes políticos, económicos y culturales que, aunque son múltiples y de diversa naturaleza, siguen estando en última instancia subordinados a la égida estatal. Pero también porque, en última instancia, no podría ser de otra manera, ya que «la proliferación de organizaciones en general, y de las muy fuertes en particular, necesita ser gobernada por un superpoder dotado de fuerza y soberanía».
En este sentido, observa el autor, los Estados deben considerarse «los máximos artífices de la dimensión política». Una afirmación que implica, como se ha anticipado, su autonomía, no solo con respecto a la sociedad civil, sino también, y este es quizás el núcleo central de su tesis, con respecto a los parlamentos e incluso a los propios gobiernos. Se trata de una posición sin duda controvertida, pero que el autor defiende con coherencia argumentativa y notable fuerza analítica. Y es una tesis que, si se acepta, impone un replanteamiento radical de la forma en que concebimos la política en los países occidentales de tradición liberal-democrática.
«Rara vez se entiende al Estado como una entidad concreta desvinculada de los parlamentos y del gobierno y, por consiguiente, en su subjetividad política autónoma», escribe Botta, pero en realidad son muy frecuentes las situaciones «en las que el Estado toma decisiones que no se encuentran ni en las leyes ni en el respeto de las orientaciones políticas predominantes en el parlamento» . El autor señala que la historia está llena de ejemplos: desde los golpes de Estado realizados con el apoyo de los aparatos estatales —en primer lugar, los ejércitos— hasta los cambios de régimen, como el nacimiento de la Segunda República en Italia o la adhesión de los Estados a la Unión Europea. En ambos casos, las nuevas estructuras institucionales marcaron una ruptura profunda con el sistema jurídico y político anterior y, incluso en el caso de las transiciones institucionales «democráticas», a menudo se afirmaron sin una legitimación popular explícita, cuando no en abierto contraste con ella.
Pero si el Estado no se identifica (o no se agota) en los parlamentos y los gobiernos —y, de hecho, debe entenderse como una entidad autónoma y jerárquicamente superior a estas instituciones, que son, en cambio, expresión de la política popular—, entonces es natural preguntarse: ¿en qué consiste, concretamente, el Estado? En otras palabras: ¿qué es el Estado? El Estado, explica el autor, se manifiesta esencialmente en la burocracia pública, entendida como el conjunto de aparatos que ejercen funciones fundamentales de dirección, control y regulación, más allá (y a menudo por encima) de la política electoral.
Esta burocracia se articula en varios niveles y comprende tanto las instituciones formalmente estatales pero no gubernamentales —visibles y operativas «a la luz del sol»— como estructuras más opacas. En cuanto a las primeras, pensemos, por ejemplo, en el papel marcadamente político que han asumido en los últimos años los tribunales constitucionales, frecuentemente en tensión con las orientaciones de los gobiernos elegidos, o, sin salir del contexto italiano, en el poder nada desdeñable que ejerce el presidente de la República, figura formalmente neutral pero a menudo decisiva en momentos de crisis política.
Luego están los aparatos represivos del Estado, como las fuerzas policiales, que a menudo se movilizan contra sectores de la sociedad civil, en particular cuando estos adoptan posiciones críticas, antigubernamentales o abiertamente antisistémicas; pensemos, por ejemplo, en la gestión de las manifestaciones callejeras o los movimientos de protesta. Junto a estas estructuras visibles, también operan aparatos más opacos, encargados de influir directa o indirectamente en el curso político de los Estados: es el caso de los servicios de inteligencia, que a menudo actúan en sinergia con poderes informales u ocultos no atribuibles a una dimensión institucional tradicional, como logias masónicas, redes de influencia paralelas u organizaciones criminales. Se trata de lo que a menudo se denomina Estado profundo (deep state) o Estado permanente: un nivel subterráneo pero estratégicamente decisivo de la autoridad estatal.
Por último, existe una dimensión aún más amplia: la de las estructuras supranacionales e internacionales —la Unión Europea es el ejemplo más evidente— que, en numerosas ocasiones, han actuado no solo sin legitimidad democrática, sino en abierto contraste con la voluntad popular y, a veces, incluso con las decisiones de los gobiernos formalmente elegidos. Sin embargo, cabe destacar que estas entidades, lejos de ser totalmente externas, a menudo colaboran estrechamente con segmentos del aparato estatal nacional.
El autor observa que «existe la creencia generalizada de que los funcionarios públicos están al servicio del gobierno, que en un régimen democrático (y no democrático) ha recibido un mandato popular. Pero esto es muy discutible porque, en general, la organización estatal sigue caminos autónomos, separados del poder político que expresan los gobiernos y que forma parte integrante de la política popular». Para respaldar esta tesis, basta recordar cómo la burocracia estatal tiende a conservarse intacta a lo largo del tiempo, continuando con el ejercicio de sus funciones independientemente de los cambios políticos o de los cambios de gobierno.
Esto se ha visto claramente en varios momentos de transición o incluso de ruptura de regímenes, en los que los aparatos burocráticos han permanecido sustancialmente inalterados, a pesar de las transformaciones de alcance histórico. En este sentido, el Estado se configura como un organismo social dotado de su propia continuidad y lógica interna, capaz de perseguir orientaciones y objetivos a menudo independientes de los declarados o perseguidos por los líderes políticos del momento.
El autor se remite en particular al enfoque teórico de Ralph Miliband, uno de los primeros en cuestionar la idea de que el poder estatal se agota en la esfera gubernamental. Como dijo un autor sobre el enfoque de Miliband, citado por Botta, «establece una distinción entre el gobierno y el Estado, sosteniendo que el gobierno es la parte más visible, pero no necesariamente la más importante, del Estado».
En cuanto al gobierno, Miliband observa: «En otras palabras, el hecho de que el gobierno hable en nombre del Estado y esté formalmente investido de poder estatal no significa que lo controle efectivamente». Una distinción crucial, que permite comprender la complejidad de los equilibrios internos del Estado. También se reinterpreta radicalmente la función de la burocracia. «Formalmente, la burocracia está al servicio del ejecutivo, es su instrumento obediente, el brazo de su voluntad», escribe Miliband. «En la realidad concreta no es nada parecido. En todas partes, e inevitablemente, el proceso administrativo es también parte del proceso político». Aunque reconoce la importancia del análisis de Miliband, sobre todo por la distinción que establece entre los aparatos estatales y los gobiernos, Botta le critica por poner a ambos en el mismo plano: «En realidad, las instituciones parlamentarias y gubernamentales no forman parte de la política de los aparatos, sino que son parte integrante de la política popular, de la que no son más que articulaciones. Distinguir entre Estado y gobierno es esencial, porque este último es parte integrante de la política popular frente a la política estatal de los aparatos y las burocracias».
Si aceptamos la tesis —muy convincente, en opinión del autor— de que el Estado es una institución dotada de un alto grado de autonomía no solo con respecto a la sociedad civil, sino incluso con respecto a los gobiernos elegidos, entonces surge una pregunta fundamental: ¿quién establece las líneas estratégicas básicas de esta supermáquina? ¿Quiénes son los grandes responsables de la toma de decisiones? Y, sobre todo, si el Estado puede considerarse autónomo de la política popular, ¿lo es también con respecto a las élites económicas, los poderes oligárquicos y los organismos supranacionales?
Según el autor, la respuesta es afirmativa: «Más allá de todas las influencias a las que está sometido cada Estado en su relación con el mundo exterior, la tesis que aquí se defiende es que el Estado es autónomo en todas sus articulaciones internas. […] El Estado está ciertamente condicionado por la economía, pero en última instancia es el titular de la decisión final en virtud de su propia naturaleza institucional y política».
Sobre este punto, me permito proponer una lectura más matizada. Si es cierto, como señala acertadamente el autor, que hay que rechazar la simplificación de cierta vulgata marxista —según la cual el capitalismo, y en particular el sector financiero, sería el artífice último de toda decisión política y el Estado una simple marioneta sin autonomía —, es igualmente difícil negar que, en un contexto cada vez más oligárquico como el occidental de los últimos cuarenta años, las fronteras entre los poderes «internos» y «externos» al Estado se han difuminado progresivamente.
En tal configuración, más que preguntarse por el grado de influencia que los segundos ejercen sobre los primeros —influencia que, por otra parte, parece innegable—, considero más útil hablar de un proceso de cooptación e infiltración gradual, a través del cual las élites económico-financieras han acabado colonizando sectores enteros del aparato estatal. Hasta el punto de que la distinción entre «dentro» y «fuera» pierde progresivamente su significado: los poderes formalmente internos al Estado se convierten, de forma casi natural, en vehículos de los intereses de centros de decisión externos, carentes de legitimidad democrática pero dotados de una enorme capacidad de influencia.
En apoyo de su tesis sobre la autonomía —casi absoluta— del Estado con respecto tanto a la sociedad civil y la voluntad popular como a los intereses de la clase dominante, Botta recurre a uno de los principales teóricos de la «autonomía relativa» del Estado: Nicos Poulantzas. Sin embargo, hay que subrayar que, para Poulantzas, el Estado capitalista es relativamente autónomo con respecto a la clase dominante solo en la medida en que se ve obligado a mediar, además de entre los intereses divergentes dentro de la propia clase dominante, también entre los intereses de esta última y las presiones procedentes de las clases subalternas, lo que Botta definiría, con un léxico diferente, como política popular.
Esta última, en la época en que escribía Poulantzas —los años setenta—, era todavía bastante fuerte y contribuía a empujar al Estado hacia decisiones que no coincidían inmediatamente con los intereses a corto plazo de la burguesía, aunque se mantuvieran dentro del marco de reproducción de las relaciones de clase. Pero en las últimas décadas esta dimensión ha sido progresivamente aniquilada, como reconoce el propio autor (un tema al que volveremos más adelante). Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿podemos realmente seguir hablando de autonomía del Estado con respecto a las clases dominantes incluso en ausencia de un auténtico contrapoder popular?
Para intentar responder a esta pregunta, puede ser útil recordar otra tesis central del autor: la de que el Estado persigue constantemente sus propios intereses específicos, tanto a nivel interno como internacional. En referencia a este segundo ámbito, Botta escribe: «El Estado, después de haber ejercido su poder hegemónico en el interior, a través de los instrumentos de que dispone y de los que hablaremos más adelante, debe necesariamente decidir su ubicación a nivel geopolítico, tanto para defender su seguridad de posibles agresiones externas como para obtener ventajas de una correcta ubicación en el sistema interestatal, en el que no puede evitar insertarse».
En otras palabras, el Estado no solo sería un sujeto estratégico en su interior, sino también un actor racional y relativamente autónomo en la esfera geopolítica, capaz de orientar sus decisiones en función de sus propios intereses institucionales, distintos tanto de los del gobierno en el poder como de los de las élites económicas dominantes. Aquí el autor parece hacerse eco de la llamada «hipótesis del actor racional», fundamental en la escuela realista de las relaciones internacionales (pensemos, por ejemplo, en John Mearsheimer). Según este enfoque, los Estados —en particular los que ocupan una posición privilegiada dentro del sistema-mundo, por utilizar la terminología de Wallerstein— actúan de forma estratégica y calculada para promover y maximizar sus propios intereses.
Por supuesto, identificar cuáles son los intereses «objetivos» de un Estado no es nada fácil. Sin embargo, se pueden identificar algunas constantes estructurales: es objetivamente del interés de todo Estado garantizar un acceso estable a los recursos y las materias primas; crear condiciones favorables para el desarrollo económico y el crecimiento de su base productiva; y minimizar el riesgo de conflictos armados, en particular con potencias de igual o superior nivel, especialmente si disponen de capacidad nuclear.
Desde esta perspectiva, sin embargo, observando el comportamiento de los Estados europeos en los últimos tres años y medio —es decir, desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania—, resulta difícil sostener que la alineación casi incondicional con la estrategia de Estados Unidos y la OTAN haya beneficiado realmente a los intereses «objetivos» de Europa. Por el contrario, la implicación indirecta en el conflicto y la adopción de medidas sancionadoras que, en la práctica, han resultado ser auténticas autosanciones, han tenido efectos devastadores en la economía de los países europeos y han contribuido a agravar significativamente los riesgos para la seguridad de todo el continente. Especialmente desconcertante ha sido el silencio —o, peor aún, la ocultación deliberada— por parte de las autoridades europeas, incluida Alemania, directamente afectada, con respecto al atentado terrorista contra el gasoducto Nord Stream, una infraestructura crucial para la seguridad energética europea.
¿Se puede realmente sostener que, en esta coyuntura, los Estados europeos han actuado en «su» interés, sea cual sea la definición que se le quiera dar? Por supuesto, se puede suponer que, también en el caso del conflicto ucraniano, los Estados europeos han seguido su propia visión específica —por discutible que sea— de lo que consideraban su interés nacional. Sin embargo, al autor de este artículo le resulta difícil aceptar la idea de que cualquier decisión tomada por un Estado sea, por definición, una expresión de su interés estratégico. Afirmar que los Estados siempre persiguen sus propios intereses, incluso cuando no comprendemos su lógica, corre el riesgo de reducirse a un razonamiento circular, que impide cuestionar las dinámicas y las influencias que pueden haber determinado ciertas decisiones.
Por el contrario, considero que las políticas adoptadas por los Estados europeos en los últimos años hacen necesario tener en cuenta una hipótesis alternativa: que estas decisiones no responden en absoluto a una concepción, por discutible que sea, del interés nacional, sino más bien a los intereses particulares de las élites —nacionales y supranacionales— que hoy gobiernan Europa y de los grupos de poder a los que estas están estructuralmente vinculadas. Analizar en detalle la naturaleza de estos intereses excede, como es obvio, el ámbito de este texto (para ello, remito a otros textos del abajo firmante).
La cuestión esencial es otra: la progresiva cooptación de los aparatos estatales por parte de élites que responden a lógicas ajenas a los intereses nacionales —grupos económico-financieros, poderes oligárquicos transnacionales privados, organismos supranacionales o internacionales como la Unión Europea y la OTAN, el sistema imperial estadounidense en sus diversas articulaciones— obliga a replantearse lo que Botta define como la política de los Estados, sobre todo en el ámbito internacional.
Este discurso se entrelaza inevitablemente con el tema de la soberanía estatal. Botta sostiene que «el poder está principalmente, aunque no exclusivamente, en manos del Estado como organización política dotada de soberanía absoluta». Si, a la luz de lo dicho hasta ahora, se puede considerar en última instancia fundada la tesis según la cual el Estado tiene plena soberanía en el plano interno, en cuanto que «su poder se ejerce sobre cualquier otro poder que se encuentre en la sociedad, respecto al cual el Estado tiene un predominio no solo legalizado, sino también respaldado por la fuerza», resulta más difícil, en opinión del autor, sostener que dicha soberanía se extienda con la misma plenitud también en el plano externo.
Muchos Estados, especialmente los más débiles económicamente, presentan una fragilidad objetiva —en términos de desarrollo de las fuerzas productivas, acceso a los mercados internacionales, control del territorio, capacidad militar, etc.— que los convierte, en el contexto internacional, en soberanos solo en sentido formal. En realidad, estos Estados se encuentran a menudo a merced de potencias más fuertes, incapaces de ejercer una auténtica autodeterminación. Basta pensar, por citar un caso reciente, en la facilidad con la que Siria ha sido sometida a un cambio de régimen promovido por las potencias occidentales (e Israel) con la complicidad de grupos armados locales. Por otra parte, el propio Botta reconoce que solo gracias a un intenso proceso de desarrollo de sus propias fuerzas productivas, tanto en el plano económico como en el militar, países como Rusia y China han logrado escapar de una condición estructural de colonizabilidad por parte de Occidente, recuperando así una soberanía efectiva también en el plano internacional.
¿Qué decir, en cambio, de los países occidentales —y de los europeos en particular— que ocupan sin duda una posición privilegiada en la jerarquía del sistema mundial? ¿Basta este estatus, por sí solo, para calificarlos como realmente soberanos en el plano internacional? El autor sostiene desde hace tiempo que el proceso de integración económica y política de la Unión Europea ha erosionado profundamente —si no casi por completo— la soberanía de los Estados miembros, sobre todo en el ámbito económico. De hecho, los Estados europeos han cedido el control de todos los principales instrumentos que históricamente definen la soberanía estatal en el ámbito económico: la gestión del tipo de cambio, la política monetaria y, en consecuencia, también la fiscal. Como ya había previsto con lucidez el economista británico Wynne Godley, en el mismo año de la firma del Tratado de Maastricht:
El poder de emitir su propia moneda, de recurrir a su propio banco central, es lo que principalmente define la independencia de una nación. Si un país renuncia a este poder o lo pierde, adquiere el estatus de entidad local o colonia. Las autoridades locales y las regiones, obviamente, no pueden devaluar. Pero también se pierde el poder de financiar el déficit mediante la creación de moneda, mientras que otros métodos de obtener financiación están sujetos a la regulación de la autoridad central [el BCE]. Tampoco se pueden modificar los tipos de interés. Dado que las autoridades locales no disponen de ninguno de los instrumentos de política macroeconómica, su elección política se limita a cuestiones relativamente menores: un poco de educación aquí, un poco de infraestructura allá.
Al adherirse al euro, en resumen, los Estados miembros han adquirido el estatus de entidad local o colonia, según la definición de Godley. Botta, con toda probabilidad, discreparía de esta interpretación. Según el autor, de hecho, el proceso de integración europea no habría comprometido la soberanía de los Estados miembros, ya que la decisión de transferir competencias a la Unión Europea habría sido en sí misma un acto de soberanía. En otras palabras, delegar poder a instituciones supranacionales habría representado, para Botta, una elección deliberada y autónoma por parte de los Estados y, por lo tanto, no un signo de su subordinación, sino una manifestación de su soberanía.
Esto es sin duda cierto. Especialmente desde principios de la década de 1990, las clases dirigentes europeas, tanto las elegidas como las vinculadas a los aparatos estatales, han optado deliberadamente por transferir un número cada vez mayor de prerrogativas nacionales a las instituciones supranacionales de la Unión Europea. Esta elección no fue el resultado de una coacción externa, sino que formaba parte de un plan político preciso, con un doble objetivo.
Por un lado, se trataba de enmascarar una serie de decisiones profundamente impopulares —destinadas a restablecer la rentabilidad del capital y, en general, a invertir las relaciones de fuerza a favor de este último, mediante la compresión salarial, la precarización del trabajo y el desmantelamiento de las protecciones sociales —presentándolas como el resultado inevitable de supuestos «factores objetivos» o «restricciones externas», en lugar de como el resultado de decisiones políticas intencionadas (basta pensar en el famoso mantra «Europa nos lo pide»).
Por otro lado, el objetivo era debilitar la capacidad de los ciudadanos para orientar la dirección del Estado e influir en sus políticas, especialmente en el ámbito económico, mediante una autolimitación sistemática por parte de los gobiernos en lo que respecta a la intervención pública. En este sentido, el proceso de desoberanía intrínseco al proyecto de integración europea también ha funcionado como instrumento de desdemocratización: un dispositivo institucional destinado a sustraer de la esfera de la decisión política —y, por tanto, del conflicto democrático— las palancas fundamentales de la economía.
Sin embargo, esto no quita que el proceso de debilitamiento de las soberanías nacionales en Europa haya sido real, profundo y difícilmente reversible, independientemente de que se haya tratado de una decisión «soberana» de las élites nacionales y no de una restricción impuesta desde el exterior. El hecho de que la renuncia a la soberanía se haya producido por elección propia no atenúa su gravedad ni facilita la reparación de sus consecuencias. Si decido libremente amputarme un brazo, el carácter voluntario del gesto no hace que el daño sea menos grave, ni más fácil de reparar. Fuera de la metáfora, cualquier gobierno —o Estado— que hoy quisiera adoptar una línea política alternativa a las restricciones impuestas por la UE (y la OTAN) se enfrentaría a obstáculos y restricciones reales y concretos, aunque hayan sido autoimpuestos por los gobiernos —o los Estados, si lo prefieren— que le han precedido.
Por supuesto, siempre existe la posibilidad de romper esas restricciones y recuperar la soberanía económica —básicamente saliendo del sistema UE-euro—, pero esto conlleva obstáculos técnicos y políticos de enorme alcance, que de hecho favorecen una política de continuidad con el statu quo. En definitiva, nos encontramos ante un ejemplo clásico de «path dependence», es decir, de «dependencia del camino» o, más propiamente, de «dependencia de la historia», que describe una condición en la que los acontecimientos pasados influyen significativamente en las posibilidades futuras, de modo que las decisiones actuales están limitadas y dependen de las decisiones tomadas anteriormente.
En cualquier caso, más allá de algunas divergencias interpretativas entre el autor y el que les escribe, los temas de la autonomía del Estado respecto a las clases dominantes y de su soberanía efectiva en el plano exterior —en particular en el contexto europeo— siguen siendo, en definitiva, aspectos secundarios con respecto a lo que, como he dicho, considero la intuición central del libro y con la que estoy plenamente de acuerdo: la primacía de la política estatal sobre la política popular o democrática. Es un punto que ya hemos mencionado, pero sobre el que quiero volver para resumir lo dicho hasta ahora.
Como se ha dicho, según el autor, el Estado no solo no puede identificarse tout court con las instituciones de la democracia representativa, sino que pertenece a una esfera distinta —aunque en constante interacción— con respecto a estas últimas. De hecho, Botta distingue entre la política de los Estados y la política popular, que incluye partidos, parlamentos, sindicatos, movimientos y otros instrumentos de representación democrática. Los Estados, afirma Botta, son sujetos estructuralmente autónomos con respecto a la política popular y ocupan una posición de clara supremacía en la jerarquía de los poderes políticos. Esta autonomía y primacía no solo afectan a la sociedad civil, sino que también se extienden —y este es uno de los puntos más controvertidos y originales de su tesis— a los parlamentos e incluso a los propios gobiernos, que están subordinados al aparato estatal en el sentido más profundo y permanente del término.
Hoy en día, este fenómeno es más evidente que nunca. Desde hace años, en Occidente —y en particular en Europa— asistimos a una escalada autoritaria, represiva y antidemocrática que parece no tener fin. Ya durante la crisis del euro de la década pasada, se produjo una progresiva centralización del poder en manos de las instituciones supranacionales de la UE, con injerencias cada vez más profundas en los procesos democráticos de los Estados miembros: desde el «golpe monetario» del BCE contra el Gobierno de Berlusconi en 2011, pasando por el chantaje financiero ejercido contra el Gobierno de Tsipras en Grecia, hasta la imposición de líderes tecnocráticos carentes de cualquier legitimidad popular.
Una deriva que se ha acelerado dramáticamente durante la pandemia de Covid-19, cuando hemos asistido a una supresión sin precedentes de las libertades civiles, los procedimientos democráticos y las restricciones constitucionales: militarización de la vida pública, imposición de medidas de control social nunca antes experimentadas, concentración extraordinaria del poder ejecutivo. Esta misma lógica autoritaria se ha repetido de forma aún más extrema con el estallido del conflicto entre Rusia y Ucrania, en un contexto de creciente militarización de las sociedades europeas: censura sistemática, represión de la disidencia, limitación de la libertad de expresión, persecución de las voces críticas.
El punto álgido de esta transformación se alcanzó quizás con la decisión del Tribunal Constitucional rumano, en diciembre de 2024, con el pleno apoyo del establishment de la UE y la OTAN , de anular los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, en las que había ganado el candidato independiente y crítico con la OTAN Călin Georgescu, posteriormente inhabilitado para presentarse a las elecciones, basándose en supuestas —pero nunca demostradas— interferencias rusas.
Todos estos episodios dibujan, en su conjunto, lo que muchos observadores han definido como una transformación radical de los sistemas liberal-democráticos en posdemocracias autoritarias. En estas nuevas configuraciones de poder, las élites ya no se contentan con dirigir el resultado de los procesos electorales mediante la manipulación mediática, la censura, la instrumentalización judicial, las presiones económicas o las operaciones de inteligencia: cuando estos instrumentos resultan insuficientes, ahora están dispuestas a suspender incluso las estructuras formales de la democracia, incluidas las propias elecciones. Como escribe Botta, nos enfrentan a una crisis tan profunda de la democracia liberal y a una regresión oligárquica tan extrema que se puede hablar de «una especie de restauración del absolutismo anterior a la instauración del Estado de derecho», que él define como neoabsolutismo:
La crisis de la democracia liberal, ya evidente en todo el mundo occidental, se expresa en la marginación de la política y la soberanía popular. Esto ha supuesto una fuerte marginación de todos los componentes típicamente democráticos, como los parlamentos, los partidos, los líderes políticos, etc., relegando el «debate» público sobre todo a las pantallas de televisión. La anulación de la democracia en sus principios básicos y la política televisiva asociada a ella son expresión de un retorno efectivo a algunos rasgos que eran típicos del Estado en la época de las monarquías absolutas.
El concepto de neoabsolutismo se relaciona con el de estado de excepción, formulado por Carl Schmitt, para significar el hecho de que las democracias occidentales recurren cada vez con mayor frecuencia a la suspensión de las garantías constitucionales y democráticas para imponer decisiones que los canales normales de la política popular no podrían garantizar de manera eficiente y rápida, sin permitir cambios profundos en la forma de vivir e interactuar en la vida democrática cotidiana.
Sin embargo, el análisis del autor difiere del de Schmitt en que, como también ha señalado Giorgio Agamben, el «estado de excepción» se ha convertido en una condición permanente de los Estados occidentales. Lo cual, obviamente, representa una paradoja: si es permanente, por definición, ya no es un estado de excepción. Pero el autor va más allá: el estado de excepción permanente no representa una particularidad de la fase actual —ni siquiera, como sostienen algunos, de la era que comenzó hace unos decenios con el advenimiento de la contrarrevolución neoliberal—, sino que representa una característica fundamental de todo Estado, incluso en sus variantes liberal-democráticas.
En otras palabras: el «Estado democrático» siempre ha sido absolutista, aunque —durante un breve periodo de su existencia— haya concedido, o mejor dicho, se haya visto obligado a conceder, más democracia en comparación con la actualidad. Dicho de otro modo: la actual fase «posdemocrática» no representa una ruptura radical con un pasado «realmente democrático», sino más bien una revelación, una radicalización de una realidad que siempre ha existido.
Para comprender plenamente el alcance de este concepto, es útil partir de un punto fundamental: la democracia liberal occidental, incluso en su acepción más mínima —es decir, como sistema de gobierno representativo basado en el sufragio universal—, es un fenómeno históricamente muy reciente. Contrariamente a lo que a menudo se da por sentado, existe desde hace menos de un siglo en su forma completa. El sufragio universal masculino se introdujo, en un número limitado de países, solo entre finales del siglo XIX y principios del XX, principalmente en Estados Unidos, Europa y algunos países de la Commonwealth.
Pero incluso en estos contextos, la trayectoria ha sido todo menos lineal: en varios países europeos, este derecho se suspendió durante años bajo los regímenes fascistas y nazis. En cuanto al sufragio femenino, en general se reconoció solo poco antes o inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Y en muchos casos, como en los Estados Unidos, el derecho al voto de las minorías raciales, en particular de la población negra, no se garantizó efectivamente hasta varias décadas más tarde.
Por lo tanto, la democracia —no en el sentido idealizado de la polis griega, sino en el significado que le atribuimos hoy en día: un sistema en el que, al menos en principio, todos los ciudadanos tienen derecho al voto independientemente de su riqueza, propiedad, raza o clase social— es un fenómeno que solo existe desde hace unas décadas. Antes de eso, la «democracia» era prerrogativa exclusiva de las clases propietarias y acomodadas; las masas populares, los trabajadores, estaban sistemáticamente excluidas. Esta perspectiva a largo plazo, que sitúa la democracia formal en un arco temporal limitado y nada lineal, tiende a olvidarse a menudo en los debates sobre el estado actual de la democracia. He aquí, pues, el primer punto que hay que destacar: la democracia, incluso solo en su dimensión procedimental, es una experiencia históricamente muy reciente.
Pero, naturalmente, cuando hablamos de democracia, nos referimos a algo mucho más sustancial que el simple acto de votar; de lo contrario, no tendría sentido hablar hoy de una «crisis de la democracia», teniendo en cuenta que las instituciones formales del sistema democrático (partidos, elecciones, parlamentos) siguen existiendo, al menos formalmente, aunque cada vez más vacías y amenazadas. La mayoría de las personas entienden la democracia no solo como la posibilidad de emitir un voto cada tantos años, sino como la capacidad efectiva de los ciudadanos de participar en la vida política, económica y social de su país.
Una democracia real implica que los ciudadanos puedan influir en la orientación del gobierno y contribuir a definir la agenda política, especialmente en las cuestiones fundamentales —económicas, sociales, culturales— que estructuran la vida colectiva. En otras palabras, democracia significa poder influir en el propio modelo de organización de la sociedad, y no limitarse a operar al margen del sistema o a elegir, a intervalos regulares, entre opciones políticas prefabricadas y a menudo indistinguibles.
Lo que estamos hablando es de lo que podríamos definir como democracia sustantiva, en contraposición a la mera democracia formal. Y es precisamente desde esta perspectiva que la cuestión se complica considerablemente. Porque, aunque todavía (al menos por ahora) podamos expresar nuestro voto, muchos estarían probablemente de acuerdo en reconocer que nuestra capacidad real para influir en los resultados políticos es extremadamente limitada. Las decisiones fundamentales parecen a menudo ya tomadas en otros lugares, por fuerzas que operan entre bastidores: poderes económicos, burocracias permanentes, aparatos de seguridad, organismos supranacionales.
Llegados a este punto, sin embargo, la pregunta inevitable es: ¿ha existido alguna vez esta forma de «democracia real»? A lo largo de la breve trayectoria histórica de la democracia liberal occidental, ¿han vivido alguna vez un momento en el que la voluntad popular haya logrado determinar de manera sustancial la orientación de las políticas públicas?
Por supuesto, la respuesta depende en gran medida de cómo definamos «democracia sustantiva». Pero si la entendemos como la posibilidad de que las clases populares influyan de manera activa y estructural en la dirección de la vida colectiva, entonces me atrevería a decir que no, que nunca hemos conocido una verdadera democracia sustantiva en el sentido de una participación popular capaz de determinar de manera directa y sistemática los resultados políticos. Sin embargo, durante un período relativamente breve, aproximadamente entre los años cuarenta y setenta, conocimos una forma de democracia decididamente más sustantiva que la que existe hoy en día.
A lo largo de esos treinta años, muchas economías industrializadas adoptaron políticas que combinaban el sistema capitalista con principios e instrumentos propios de la socialdemocracia: redistribución de la renta, expansión del Estado del bienestar, protección del trabajo, inversiones públicas, participación sindical. Es el período que se describe comúnmente como «la edad de oro del capitalismo» y que, para algunos, se evoca a menudo con nostalgia como la época de la «verdadera democracia», la que, según muchos, se habría perdido a partir de los años ochenta, con el afianzamiento del paradigma neoliberal.
Independientemente de si se considera o no ese período como una expresión auténtica de «verdadera democracia», no hay duda de que fue un momento histórico en el que las masas populares conquistaron una influencia sin precedentes en la agenda política. Por primera vez en la historia, las clases trabajadoras se integraron en los sistemas políticos occidentales de forma estructural y continuada. En Europa, este proceso se materializó sobre todo a través de la acción de los grandes partidos de masas, en particular los de matriz socialdemócrata, socialista y comunista, respaldados por sindicatos fuertes y arraigados, capaces de ejercer una influencia real en las políticas públicas.
Este proceso permitió a las clases trabajadoras ejercer una influencia significativa en la agenda política, contribuyendo a una amplia expansión de los derechos sociales, económicos y civiles, en un contexto de fuerte politización de las masas. En comparación con la situación actual, se trataba sin duda de un sistema más democrático, al menos en términos sustantivos.
Sin embargo, es fundamental no perder de vista un elemento crucial: incluso aceptando esta premisa, seguimos hablando de un fenómeno históricamente breve y geográficamente limitado: treinta años, aproximadamente, en un grupo reducido de países industrializados de Occidente. Dicho esto, como sugiere Botta, tampoco hay que caer en la tentación de idealizar excesivamente ese período.
Es fundamental reconocer que, incluso entonces, la democracia, en su acepción sustantiva, seguía estando muy limitada. Aunque las élites en el poder se vieron obligadas —bajo la presión de los movimientos populares, la Guerra Fría y el temor a las revueltas sociales— a ampliar el derecho al voto y a reconocer una serie de derechos políticos y sociales, no lo hicieron de buen grado. Por el contrario, a menudo les animaba el temor de que la entrada de las masas en el proceso democrático pudiera traducirse en una amenaza real para el orden social establecido, es decir, que los trabajadores utilizaran la democracia para subvertir las relaciones de poder.
Por esta razón, junto con las concesiones, se introdujeron —o mantuvieron— una serie de restricciones, límites institucionales y dispositivos de contención destinados a limitar o neutralizar el potencial transformador de la participación popular. El sufragio universal fue así acompañado de mecanismos políticos, económicos y culturales diseñados para frenar el impacto de la democracia sustantiva y garantizar su control desde arriba.
Por ejemplo, los sistemas constitucionales modernos —incluidos, en el caso de Europa occidental, los acuerdos cuasi constitucionales de naturaleza supranacional (como en el caso del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, creado ya en 1952)— establecieron límites bien definidos a la soberanía popular, es decir, a lo que se puede decidir democráticamente mediante el voto. Esto se logró, entre otras cosas, «constitucionalizando» ciertas normas económicas, sustrayéndolas de facto al debate político, o atribuyendo amplios poderes a los tribunales constitucionales, incluidas, en algunos países, prerrogativas extraordinarias como la de disolver los parlamentos.
Contrariamente a la retórica según la cual estos mecanismos servirían para «defender la democracia de sí misma», su función histórica ha sido otra: proteger los intereses de la clase dominante de la «amenaza» de la democracia, impidiendo que la voluntad popular pudiera traducirse en transformaciones sustanciales de las estructuras de poder existentes.
Algunos países fueron aún más lejos en esta lógica de contención de la soberanía popular. Un caso emblemático es el de la Alemania federal de la posguerra, fundada explícitamente sobre la idea de que «la democracia de masas es intrínsecamente peligrosa», un principio justificado por el hecho de que Hitler había llegado al poder, al menos en parte, a través de un proceso electoral. Sobre esta base se introdujo el concepto de «democracia militante», según el cual la democracia debe poder defenderse incluso suspendiendo, en casos extremos, sus propios principios.
En esencia, el Estado adquiere amplios poderes para intervenir en el proceso democrático siempre que considere que las masas pueden desviarlo de su curso. En la práctica, esto legitimó medidas como la prohibición de partidos políticos —en particular, el Partido Comunista Alemán— y la limitación de los derechos políticos individuales, justificadas por la necesidad de proteger el orden democrático de supuestos «enemigos internos».
Pero el caso alemán no fue en absoluto aislado. A partir de los años sesenta, en todos los principales países occidentales, las demandas de una mayor democratización de la economía y la política —impulsadas por movimientos obreros, estudiantiles y populares— fueron sistemáticamente contenidas, neutralizadas o abiertamente reprimidas. Cuando la participación política desde abajo amenazaba con poner en tela de juicio los equilibrios consolidados, las élites reaccionaban con una combinación de represión policial, deslegitimación mediática y reestructuración institucional, con el fin de reafirmar su control sobre el proceso de toma de decisiones e impedir que la democracia se extendiera a esferas consideradas «intocables», como la económica.
Al mismo tiempo, los «Estados profundos» occidentales —compuestos por los aparatos militar, de inteligencia y de seguridad— ya ejercían entonces una influencia significativa entre bastidores, generalmente bajo la dirección estratégica de los aparatos de seguridad estadounidenses. Esta influencia se manifestó, por ejemplo, a través de una serie de operaciones clandestinas, que incluían también actividades de desestabilización y, en algunos casos, auténticas acciones terroristas, generalmente orientadas a contener el auge de las fuerzas de izquierda.
En Europa, el caso más conocido es el de Gladio, una red paramilitar secreta bajo la égida de la OTAN, involucrada en numerosas actividades ocultas —incluidos atentados atribuidos a grupos de la izquierda radical— con el objetivo de crear un clima de miedo y justificar medidas represivas. En algunos casos, estas operaciones también se han relacionado con asesinatos políticos de alto perfil, lo que ha contribuido a orientar la opinión pública y la agenda política en un sentido conservador y anticomunista.
Así pues, desde los primeros días de la democracia liberal moderna, las clases dirigentes han trabajado activamente para delimitar el ámbito de la democracia dentro de los límites de una política considerada aceptable. Esto se ha hecho tanto de forma abierta —mediante la represión de los movimientos obreros, estudiantiles y populares— como de forma más oculta, mediante campañas de infiltración, desinformación y, en casos extremos, acciones violentas e incluso asesinatos políticos.
Dicho esto, es innegable que el período posterior a la Segunda Guerra Mundial representó un momento extraordinario de expansión de los derechos económicos, sociales y civiles para las masas populares. Pero este logro no fue el resultado de una concesión benévola desde arriba: fue posible gracias a un conjunto de condiciones históricas muy particulares. Entre ellas: el trauma colectivo provocado por la guerra; la presión ejercida por el desafío sistémico planteado por la Unión Soviética; el arraigo de las ideologías socialistas y comunistas; y, sobre todo, la fuerza organizada del trabajo, encarnada en poderosos sindicatos, partidos de masas y una amplia red de organizaciones de base, capaces de ejercer una presión efectiva sobre el poder político.
Durante un cierto período, el poder de las masas organizadas logró contener, más que nunca antes, la fuerza organizada de la oligarquía. Sin embargo, este equilibrio estaba estrechamente ligado a condiciones económicas y sociales específicas: la existencia de grandes concentraciones industriales, economías fuertemente centradas en la manufactura y formas de trabajo relativamente homogéneas y sindicalizables.
A partir de la década de 1970, estas condiciones comenzaron a desmoronarse, en parte por causas estructurales (relacionadas con los procesos de desindustrialización y globalización) y en parte por causas políticas (relacionadas con la ofensiva neoliberal) . Sin embargo, lo decisivo es que, desde ese momento, hemos asistido a una gradual pulverización de la clase obrera como sujeto político unificado, con el consiguiente debilitamiento de su capacidad para influir en la agenda política.
Este proceso ha abierto el camino a una auténtica contrarrevolución desde arriba, destinada a desmantelar los logros, aunque parciales, obtenidos por las masas en las décadas anteriores. Esta es la lógica profunda del proyecto neoliberal, que se configura desde el principio como un intento deliberado de expulsar a las masas del proceso político. Un documento emblemático en este sentido es La crisis de la democracia, publicado en 1975 por la Comisión Trilateral. En ese texto, la «crisis» no se interpreta como una falta de democracia, sino como un exceso de la misma, es decir, una participación popular demasiado amplia, considerada desestabilizadora para el orden liberal. La solución propuesta era una desdemocratización sistemática de los procesos de toma de decisiones.
Este objetivo se persiguió en varios frentes: alimentando la apatía política, también a través del consumismo y el entretenimiento privatizado; pero sobre todo aislando las palancas del poder real de las presiones democráticas, mediante la transferencia de prerrogativas políticas a organismos internacionales, supranacionales y tecnocráticos. Como ya se ha dicho, el caso más extremo —y paradigmático— es el de la Unión Europea, emblema de una gobernanza posdemocrática sustraída al control de los ciudadanos. El resultado ha sido un proceso de desdemocratización radical de las sociedades occidentales, que ha vaciado la democracia de su contenido sustancial, reduciéndola a una mera liturgia procedimental.
Este largo proceso de despolitización ha acabado generando un contramovimiento en forma de una creciente demanda de repolitización, que estalló sobre todo tras la crisis financiera de 2008. En ese contexto comenzaron a surgir las primeras grandes revueltas populistas del nuevo siglo: desde el Brexit hasta la elección de Trump, pasando por los chalecos amarillos en Francia. Se trató de un intento espontáneo y desorganizado de las masas por volver al ámbito de la política, tras décadas de exclusión sistemática.
Ante esta reacción popular, el establishment respondió con una reacción particularmente dura, tanto en términos represivos como ideológicos. En este sentido, se puede interpretar la pandemia de Covid-19 —más allá de su naturaleza epidemiológica— como un «acontecimiento estructural profundo» que ha acelerado y justificado un mayor refuerzo de los mecanismos de control político y social. Es como si la pandemia hubiera brindado la oportunidad perfecta para consolidar una tendencia ya en marcha: la centralización autoritaria del poder bajo la égida de un bloque oligárquico-tecnocrático.
Este contragolpe ha conducido a una mayor restricción del espacio democrático, no solo en sentido sustantivo —es decir, en la capacidad efectiva de los ciudadanos para influir en las decisiones—, sino, como se ha dicho, cada vez más también en sentido formal y procedimental. Sin embargo, las élites no pueden llegar hasta el extremo de eliminar la democracia, porque es precisamente su simulacro lo que les proporciona la legitimidad necesaria para gobernar.
Esta es la contradicción central de nuestro tiempo: por un lado, el poder de la oligarquía, del Estado profundo y de las instituciones supranacionales parece hoy sin freno, ya que el único límite real que lo contenía —la política de masas— ha sido desmantelado; por otro lado, las estructuras democráticas no pueden abandonarse por completo, por lo que las elecciones siguen representando un problema, una posible fuente de inestabilidad. De ahí surge la necesidad, para las élites, de intervenir cada vez con más energía para orientar el proceso electoral hacia resultados «aceptables», sobre todo en el contexto europeo, donde el riesgo de que surjan opciones políticas no alineadas se percibe cada vez más como una amenaza sistémica.
Es en este contexto donde se explica, en gran medida, el fracaso de la política populista y «antisistema» contemporánea. Sin una participación popular organizada y sin un arraigo en el poder material y económico de la clase trabajadora, estos movimientos solo pueden llegar hasta cierto punto. Las elecciones pueden concederles una apariencia de poder, una legitimidad formal, pero sin una fuerza social que los respalde, sus acciones suelen limitarse a eslóganes retóricos y gestos simbólicos.
Sin un bloque social organizado que los respalde, no poseen la influencia estructural necesaria para llevar a cabo transformaciones reales, ni para desafiar eficazmente las estructuras de poder consolidadas. Privados de apoyo material y organizativo, son fácilmente neutralizados, cooptados o marginados, sobre todo ante la reacción coordinada de las instituciones y las élites.
En resumen, el futuro de la política democrática en Occidente parece decididamente sombrío. Las condiciones materiales, sociales y geopolíticas que hicieron posible el breve interludio de democracia sustancial después de la Segunda Guerra Mundial han desaparecido y es poco probable que se repitan en el corto plazo. En este sentido, se podría afirmar que la democracia —al menos en su forma más completa y «real», en la medida en que realmente haya existido alguna vez— ha muerto y no puede simplemente revivirse proponiendo fórmulas del pasado. Es una realidad a la que deben enfrentarse con lucidez.
Pero esto no significa que toda esperanza esté perdida. La historia nunca está escrita de una vez por todas, y precisamente en los momentos de crisis más profunda se abren, a veces, las condiciones para nuevas posibilidades políticas, siempre que sepan reconocerlas y tengan la voluntad de organizarlas.
La progresiva desintegración del orden geopolítico que ha sostenido durante décadas el dominio occidental está produciendo un profundo cambio en los equilibrios de poder globales, con importantes consecuencias para la capacidad de las élites occidentales de preservar su control interno. Durante más de medio siglo, este orden —basado en la supremacía militar, la hegemonía económica y una imponente influencia cultural— ha permitido a las potencias occidentales, lideradas por Estados Unidos, imponer su visión del mundo y proteger sus estructuras de poder de contestaciones sustanciales.
Pero hoy en día, el avance de un mundo multipolar —marcado por el auge de China, el fortalecimiento de los BRICS y la creciente alineación del Sur global contra el unilateralismo occidental— está erosionando los cimientos mismos de ese orden hegemónico, socavando su autoridad y abriendo escenarios nuevos e impredecibles.
Este cambio trascendental está socavando seriamente el poder de las élites occidentales, cuyo dominio se ha basado durante mucho tiempo en una doble estrategia: la proyección externa del poder y la represión interna de la disidencia, ejercidas a través de sofisticados aparatos económicos, políticos y mediáticos. Pero en un contexto global en rápida transformación, la eficacia de estos instrumentos parece cada vez más desgastada, y las élites se ven obligadas a hacer frente a una presión creciente para redefinir sus estrategias de legitimación y dominio.
La erosión de la influencia global occidental compromete la capacidad de sus élites para imponer paradigmas económicos y modelos ideológicos fuera de sus fronteras, mientras que a nivel interno se extiende un descontento generalizado, alimentado por desigualdades estructurales cada vez más visibles y por el fracaso de la gobernanza (post)neoliberal. En este contexto, el ocaso del «momento unipolar» tras la Guerra Fría no solo debilita la capacidad de las élites occidentales para proyectar su hegemonía a escala global, sino que también pone al descubierto las fragilidades estructurales de sus estructuras internas. Las oleadas populistas y los movimientos antisistema que han atravesado Occidente en la última década y media —aunque contenidos, cooptados o reprimidos— son la manifestación visible de contradicciones más profundas, inherentes a la arquitectura posdemocrática que sustenta estos sistemas.
Al desaparecer la estabilidad geopolítica y el predominio económico que durante décadas han amortiguado u ocultado estas tensiones, las élites occidentales se ven ahora expuestas a retos para los que parecen cada vez menos preparadas, no solo en términos de legitimidad, sino también de capacidad de gestión política y social.
Este desmoronamiento abre potencialmente el espacio para el surgimiento de un nuevo orden que podría ir mucho más allá de una simple reconfiguración del poder geopolítico: podría marcar el comienzo de una reinvención radical de los sistemas políticos y económicos en su conjunto. Mientras las élites occidentales se tambalean ante la erosión de su hegemonía, se vislumbran posibilidades para el afianzamiento de visiones alternativas de la gobernanza y la democracia. Sin embargo, una transformación de este tipo no está en absoluto garantizada.
El colapso del antiguo orden, por sí solo, no es suficiente: dada la escasa confianza que, en opinión del autor, podemos depositar en la capacidad y la voluntad de autorreforma de las clases dirigentes, o de los propios aparatos estatales occidentales, será determinante la capacidad de hacer surgir una nueva subjetividad política, capaz de elaborar, organizar y aplicar una nueva política popular. Una subjetividad que deberá actuar en condiciones inéditas, marcadas por la ausencia de esos marcos organizativos fuertes y coherentes —partidos de masas, sindicatos arraigados, ideologías estructuradas— que en el siglo pasado habían representado el principal vehículo de una forma, en cualquier caso, relativa y condicionada, de contrapoder popular.
Este nuevo comienzo exigirá un replanteamiento radical no solo de la forma de hacer política, sino también del propio concepto de democracia, yendo más allá de las formas vacías y rituales de la democracia liberal. Será necesario liberarse de muchos prejuicios teóricos y prácticos, cultivados dentro de un horizonte que hoy se ha vuelto insuficiente, y abrirse a nuevas categorías analíticas, nuevas formas de organización y nuevos imaginarios políticos. En este camino, el libro de Paolo Botta representa un valioso punto de partida: no solo por sus reflexiones sobre los límites de la democracia liberal, sino también por la atención que dedica al estudio de modelos alternativos al liberal-capitalista occidental, no solo en el plano teórico, sino también y sobre todo en el plano real. De ahí el subtítulo del libro, Capitalismo, democracia y socialismo en el siglo XXI.
En particular, Botta se centra en China como alternativa al modelo occidental, no solo en el plano económico y político, sino también como modelo alternativo de democracia. Según el autor, el sistema chino no es comparable al capitalismo neoliberal occidental. Aunque existen elementos de economía de mercado, China es vista como una forma de «socialismo prospectivo»: un modelo híbrido y en transición que conserva un fuerte papel del Estado en la economía, el control del capital y la planificación estratégica. En contraposición al modelo occidental, en el que el Estado suele estar subordinado a la lógica del mercado, el sistema chino afirma con fuerza la soberanía del Estado. El Partido Comunista Chino se interpreta como una «constitución viva» que impregna el Estado y orienta su estrategia, garantizando la estabilidad, el desarrollo y la cohesión social.
Botta propone la idea de que en China existe, a todos los efectos, una forma original de democracia, diferente de la liberal. En este modelo, el diálogo entre el Estado, el Partido Comunista y las formas de participación desde abajo (especialmente a nivel local y regional) constituye una estructura de democracia funcional. Este sistema ha dado lugar a resultados concretos: la eliminación de la pobreza extrema, la mejora de las condiciones de vida y los salarios, y el avance científico y tecnológico. Según Botta, este modelo reduce la separación entre el Estado y la sociedad civil que existe en el modelo occidental, gracias a la identificación entre el Partido, el Estado y el pueblo, lo que permite una mayor coherencia estratégica y estabilidad.
En resumen, el autor propone a China como un paradigma alternativo tanto al neoliberalismo occidental como a la democracia liberal representativa, haciendo hincapié en el papel central del Estado, la interacción virtuosa con el partido y la capacidad de responder eficazmente a los retos socioeconómicos, esbozando una forma de democracia posliberal con características chinas. Obviamente, Botta es consciente de que el modelo chino no es replicable sic et simpliciter en un contexto occidental, ni lo desea; la cuestión es comprender en qué medida es posible operar una síntesis entre los dos modelos, para llegar a lo que podríamos definir como un neosocialismo del siglo XXI con características occidentales.
En última instancia, el libro de Botta se distingue no solo por la profundidad de su análisis teórico, sino sobre todo por el valor con el que cuestiona los fundamentos mismos del orden político contemporáneo y por la lucidez con la que identifica las estructuras del poder real. Una contribución fundamental para quienes deseen repensar la política —y la propia idea de Estado y democracia— a la luz de los retos del presente.
7. Los comunistas alemanes asesinados en la URSS.
La triste historia de un comunista alemán al que hicieron pasar por brigadista muerto en España cuando había sido ejecutado en Rusia.
https://www.historicalmaterialism.org/figure/paul-schafer-opponent-of-hitler-victim-of-stalin/
Paul Schäfer: opositor a Hitler, víctima de Stalin
Alex de Jong
Paul Schäfer (1894-1938) fue uno de los primeros miembros del KPD en Erfurt. Tras participar en la resistencia contra el golpe de Kapp de 1920, se involucró en la política municipal por el KPD. Cuando fue despedido de su trabajo en una fábrica de zapatos, se convirtió en militante a tiempo completo del movimiento.
Obligado al exilio tras la llegada al poder de los nazis, Schäfer se trasladó primero a Francia y luego a la Unión Soviética. En la República Democrática Alemana de la posguerra, se le recordaba como un comunista de clase obrera y como un luchador contra el fascismo que murió en combate durante la Guerra Civil Española. Una unidad del ejército recibió su nombre, al igual que una fábrica de zapatos. Una placa conmemorativa en la pared de la casa donde vivió declaraba que «dio su vida en la lucha contra el fascismo».
Sin embargo, tras la caída de la RDA, se hicieron públicos documentos que demostraban que Schäfer nunca llegó a España. Al igual que muchos otros exiliados comunistas en la Unión Soviética, fue asesinado durante las «purgas». Schäfer fue ejecutado en el lugar de ejecución de Butovo, una antigua granja cerca de Moscú donde murieron unas 20 000 personas.
Schäfer no estaba asociado a ninguna corriente de oposición. Tras afiliarse al KPD, había seguido todos los cambios realizados por la dirección. Pero ser linientreu no le salvó de la persecución.
Para los comunistas alemanes de los años treinta, pocos lugares eran más peligrosos que la Unión Soviética. No se dispone de cifras exactas, pero Paul Jäkel, responsable de la sección alemana de la Comintern, estimó en 1938 que más del 70 % de los miembros del KPD en la Unión Soviética habían sido arrestados. [1] De los 68 altos cargos del KPD con sede en la Unión Soviética, 41 fueron asesinados.[2] En 1991, el Instituto de Historia del Movimiento Obrero, sucesor del Instituto de Marxismo-Leninismo de la RDA, publicó una recopilación de 1136 biografías resumidas de activistas del movimiento obrero alemán que fueron víctimas del terror estalinista. [3] Desde entonces, los investigadores han identificado a 1019 alemanes, en su mayoría miembros del partido o simpatizantes, que fueron ejecutados o perecieron en los campos.[4] Como señaló el destacado historiador del comunismo alemán Hermann Weber, de los dirigentes del KPD de 1933, más fueron asesinados por el estalinismo que por la Alemania nazi. [5]
Muchos más alemanes y personas de origen alemán en la Unión Soviética fueron arrastrados por la «operación alemana» de la NKVD. Esta fue una de las varias «operaciones nacionales» en las que las autoridades soviéticas se centraron en grupos basándose en criterios étnicos. La operación alemana se inició con una nota manuscrita del propio Stalin en julio de 1937: «Todos los alemanes de nuestra industria armamentística, de algunas fábricas militares y químicas, de centrales eléctricas y de obras de construcción de TODAS PARTES deben ser DETENIDOS».[6] Siguiendo un patrón ya conocido, la represión se extendió entonces a círculos cada vez más amplios.
Los objetivos no eran solo personas con ciudadanía alemana, sino también personas con ciudadanía soviética, como los exiliados políticos a los que los nazis habían revocado la ciudadanía alemana y los ciudadanos de la República Socialista Soviética Autónoma de los Alemanes del Volga. Como escribieron los historiadores rusos Nikita Ochotin y Arseni Roginski, la peculiaridad de estas operaciones «era precisamente que la base de la represión no eran acciones (reales o inventadas), ni «material comprometedor», sino la pertenencia a una determinada categoría de personas».[7] En el marco de la operación alemana que siguió a la «orden n.º 00485», fueron ejecutadas 41 989 personas. [8]
Aunque Schäfer hubiera escapado de la operación alemana, su asociación con Willi Münzenberg lo convirtió en un hombre marcado. Schäfer había trabajado para la Internationalen Arbeiterhilfe o Ayuda Internacional a los Trabajadores, una organización creada por Münzenberg. El objetivo original de la IAH era canalizar la ayuda de las organizaciones de trabajadores a la Unión Soviética. Unos años más tarde, el «complejo Münzenberg» desempeñaría un papel importante en la producción de propaganda soviética. Como secretario de la organización, Schäfer trabajó junto a Münzenberg, quien también se alojó en su casa en varias ocasiones. Pero, a finales de los años treinta, tras el traslado de Schäfer a la Unión Soviética, Münzenberg comenzó a dudar cada vez más del liderazgo estalinista. En marzo de 1938, el Komintern rompió su contacto con Münzenberg y, en abril de 1939, fue expulsado del KPD. Tras la firma del pacto entre Hitler y Stalin, Münzenberg denunció a Stalin como traidor.[9] En octubre de 1940, el cuerpo de Münzenberg fue descubierto en un bosque cerca del pueblo francés de Montagne. Las circunstancias de su muerte nunca se han aclarado.
Incluso antes de la ruptura formal con Münzenberg, la policía soviética ya tenía en el punto de mira a sus colaboradores. Ya a finales de 1936, el futuro líder de la RDA, Walter Ulbricht, escribió en 1938 que se había decidido «liquidar» la red internacional de Münzenberg, ya que supuestamente se utilizaba para la infiltración de «agentes» enemigos.[10] Los protocolos de interrogatorio muestran que Schäfer negó inicialmente cualquier implicación en actividades de espionaje o sabotaje. Pero, al cabo de unos días, Schäfer «confesó» de repente haber sido reclutado por los servicios de inteligencia nazis en París en 1935, supuestamente a través del secretario de Münzenberg. La tortura y el chantaje de los prisioneros eran habituales, por lo que no es de extrañar que Schäfer «admitiera» la veracidad de esta increíble historia. Un año después de su muerte, las autoridades soviéticas concluyeron que Schäfer no había estado en condiciones de recabar información.
Un pequeño número de comunistas alemanes que fueron víctimas del estalinismo fueron rehabilitados en la República Democrática Alemana. El más destacado de ellos fue Hugo Eberlein, miembro fundador del KPD que fue ejecutado en 1941, también en Butovo. Eberlein fue rehabilitado en 1956. Sin embargo, en general, los dirigentes de la RDA prefirieron guardar silencio sobre la persecución de sus compañeros por parte de la policía de Stalin.
Sin embargo, el mito sobre Schäfer no fue inventado por las autoridades de la RDA. Lo inventó un amigo para ayudar a la viuda de Schäfer, que se había quedado en Erfurt, a acceder a una pensión para los familiares de las víctimas del fascismo.
Altos dirigentes de la RDA, como Wilhelm Pieck y Walter Ulbricht, conocían la verdad sobre la muerte de Schäfer: habían firmado su expulsión del KPD, un paso previo a su ejecución. Los historiadores de la RDA contribuyeron al mito con afirmaciones sin fundamento sobre el papel destacado que Schäfer había desempeñado en el consejo obrero local en 1919 y como figura destacada en la lucha contra el golpe de Kapp. El mito de que este veterano miembro del partido de clase obrera había muerto luchando contra los fascistas de Franco era más útil que la verdad de que había sido víctima del estalinismo.
La verdad sobre la muerte de Schäfer salió a la luz cuando, tras el colapso de la RDA, se hicieron públicos los archivos del partido gobernante SED. Investigaciones posteriores en archivos rusos confirmaron que Schäfer fue asesinado el 26 de julio de 1938.[11] Los rumores sobre fosas comunes en los alrededores de Butovo se confirmaron en 1993, cuando antiguos funcionarios rompieron su silencio. En 2017, se colocó un monumento conmemorativo en el lugar con los nombres de las personas asesinadas allí, entre ellas Paul Schäfer. La placa conmemorativa en la antigua casa de Schäfer sigue allí, ahora con un marco añadido que explica que fue asesinado durante el estalinismo.
[1] Andreas Petersen, «Die Gründergeneration der DDR. Lebengeschichtliche Prägung und herrschaftpolitisches Handeln der Sowjetunionrückkehrer», Jahrbuch für Historische Kommunismusforschung 2023, pp. 11-24, p. 12.
[2] Petersen, «Die Gründergeneration der DDR», p. 13.
[3] Institut für Geschichte der Arbeiterbewegung, In den Fängen des NKWD: Deutsche Opfer des stalinistischen Terrors in der UdSSR, Berlín: Dietz Verlag, 1991. La biografía resumida de Schäfer se encuentra en la página 197.
[4] Petersen, «Die Gründergeneration der DDR», p. 12.
[5] Hermann Weber, «Weiße Flecken» in der Geschichte. Die KPD-Opfer der Stalinschen Säuberungen und ihre Rehabilitierung, Fráncfort del Meno: ISP-Verlag, 1989, p. 19.
[6] Nikita Ochotin, Arseni Roginski, «Zur Geschichte der “Deutschen Operation” des NKWD 1937–1938», Jahrbuch für Historische Kommunismusforschung 2000/2001, Berlín 2001, pp. 89–125, p. 89.
[7] Ochotin, Roginski, «Zur Geschichte der “Deutschen Operation” des NKWD 1937–1938», p. 103.
[8] Karl Schlögel, Terror und Traum. Moskau 1937, Fráncfort del Meno, Fischer Taschenbuch Verlag, 2011, p. 637.
[9] Esta es la frase final del artículo de Münzenberg del 22 de septiembre de 1939 «Der russische Dolchstoss», disponible en línea en: muenzenbergforum.de/exponat/der-russische-dolchstoss.
[10] Annegret Schüle, Stefan Weise, Thomas Schäfer, Paul Schäfer. Erfurter Kommunist, ermordert im Stalinismus, Erfurt: Landeszentrale politische Bildung Thüringen, 2019, p. 110.
[11] Schüle, Weise, Schäfer, Paul Schäfer, p. 118.
8. Fineschi presenta la edición italiana de El Capital.
Una intervención de Fineschi presentando su versión editada recientemente del libro I de El Capital.
Materialismo Storico, n° 1/2025 (vol. XVIII) – E-ISSN 2531-9582
El capital de Marx hoy
Roberto Fineschi (Escuela de Artes Liberales de Siena)
Buenas noches a todos. Gracias al profesor Azzarà por organizar este evento y a todos los colegas que se han prestado a venir a debatir sobre él. Extiendo mi agradecimiento a los presentes por su participación.
Empecemos por el fetiche: el libro es editorialmente precioso, enriquecido con grabados de pinturas de los siglos XIX y XX sobre la historia del trabajo. Una primera nota a destacar es que el volumen ha sido publicado en la colección Millenni de Einaudi, es decir, un clásico que resiste al paso del tiempo y perdura a lo largo de los siglos. Algunos podrían interpretarlo como una especie de embalsamamiento, un belo monumento… a los caídos. Sin embargo, al menos por los contactos que he tenido con la editorial, me ha parecido que había una idea de contenido político, de política cultural. Como si hubiera una especie de malestar incluso dentro de la cultura «burguesa» oficial hacia las teorías predominantes. Probablemente, incluso una burguesía moderadamente progresista y de miras más amplias se da cuenta de que ciertos paradigmas dominantes, por desgracia, explican cada vez menos y que, por lo tanto, se puede considerar una instrumentación que parta de un paradigma diferente, aunque sin querer abrazarlo en su totalidad, por supuesto; tal vez ciertas categorías no sean descartables. También había una dimensión cultural, de política cultural, para dar ideas de contenido incluso a un posible movimiento progresista en sentido amplio.
Hablemos más concretamente de la edición. En primer lugar, se trata de una traducción completa, no solo mía; rendimos homenaje a mis colaboradores, que son Stefano Breda, Gabriele Schimmenti y Giovanni Sgro’. La hemos dividido en cuatro partes iguales y, a continuación, yo mismo la he vuelto a reunir y homogeneizado.
¿Por qué una nueva edición, si ya existen varias, tanto históricas como más recientes? Las más difundidas son la edición Cantimori y la edición Maffi. También está la edición Sbardella de Newton. Las ediciones Cantimori y Maffi, en particular, son buenas. Entonces, ¿por qué hacer una nueva? Principalmente por la MEGA, es decir, la nueva Marx-Engels-Gesamtausgabe, la nueva edición histórico-crítica de las obras de Marx y Engels. En ella, resumiendo para no aburriros demasiado, El capital ha pasado de tres volúmenes a quince si se incluyen los manuscritos que lo preceden y posteriores, de los cuales Engels se encargó de la edición impresa del segundo y el tercero. Uno de los manuscritos anteriores son los famosos Grundrisse, pero en realidad hay tres «Grundrisse», tres voluminosos manuscritos en los que Marx reescribió prácticamente todo. Además de estos manuscritos, también se han publicado las ediciones históricas, incluidas las diferentes ediciones que Marx y Engels publicaron en vida del primer libro, el único que Marx realmente llevó a la imprenta. La primera vez en 1867; una segunda edición alemana salió entre 1872 y 1873; la edición francesa de 1872-75 , todas ellas aprobadas por Marx. Y luego hay dos ediciones alemanas más, de 1883 y 1870, editadas por Engels, y una edición inglesa, también editada por Engels, de 1887. Entre estas ediciones hay muchas variantes. En la segunda edición alemana hay numerosas variaciones con respecto a la primera, incluso se cambia la estructura del libro: se pasa de capítulos a secciones, se crean nuevas, se subdividen los capítulos, etc. Se replanteó la estructura. Este proceso continúa con la edición francesa, hasta tal punto que el propio Marx dice al principio del libro que es mejor que la segunda alemana, hasta el punto de que incluso el lector alemán debía remitirse a ella. También aquí, comparando las variantes, se entiende de qué está hablando: por ejemplo, desarrolla la parte sobre la acumulación de manera sustancial introduciendo nuevas categorías como la composición orgánica, distingue entre concentración y centralización, etc. Separa en dos secciones la acumulación llamada original y la propiamente capitalista. Introduce el concepto de trabajador global, o colectivo, como se traduce a veces, que por ejemplo también es central en Gramsci. En resumen, es una edición que añade mucho. Marx no editó una tercera edición alemana, que habría reelaborado a la luz de la francesa, y esto ha creado toda una serie de cuestiones editoriales que siguen siendo objeto de debate. Por ejemplo, recientemente ha salido una edición inglesa de la Universidad de Princeton que adopta criterios diferentes a los que hemos adoptado nosotros. ¿Por qué? Intentaré explicar el contexto. ¿Cuál es la última versión que publicó Marx? ¡La cuestión es que no existe! Paradójicamente, un libro que publicó tres veces en vida y que revisó personalmente no tiene una versión definitiva. Cronológicamente, sería la francesa; hay algunas mejoras, así que ¿por qué no partir de esa? Porque no es una traducción en el sentido moderno. Por poner el ejemplo más llamativo: no hay «valorización». No hay una traducción coherente que utilice sistemáticamente la misma palabra en todo el volumen. Quien tenga un mínimo de familiaridad con la teoría del capital sabe que este es precisamente su núcleo. Además, por ejemplo, se omiten pasajes complejos y, en ocasiones, faltan líneas enteras. Sobre todo, lo que se echa en falta es el léxico filosófico marxista. La terminología utilizada masivamente por Marx en alemán, que tiene, en definitiva, la herencia histórica de la filosofía clásica alemana de Hegel y no solo, queda un poco «diluida», aplanada. Hay motivos objetivos, en definitiva, y muchos estudiosos franceses de la posguerra plantearon la cuestión, llegando a la conclusión de que no se podía considerar una traducción satisfactoria. En realidad, incluso el propio Marx, cuando redactó los borradores para la tercera edición alemana, no dijo que se publicara la francesa, sino que indicó la segunda edición alemana y que se modificara este o aquel pasaje de la francesa; hay tres índices en los que da indicaciones sobre los pasajes que deben sustituirse. Luego están las copias personales de Marx, en las que también había resaltado algunos pasajes. En la tercera edición alemana, Engels, siguiendo estas indicaciones, modificó el texto. Ahora bien, ¿cuál es el problema? Que no lo hizo completamente. En la cuarta edición alemana sigue añadiendo otras cosas que no había incluido en la tercera, pero, de nuevo, no lo hace completamente. Una de las cosas que no hizo, por ejemplo, fue cambiar la estructura según la cual Marx había redistribuido la edición francesa. La consecuencia fue que quienes estudian a Marx a partir del alemán o de las ediciones traducidas del alemán tienen un índice; los franceses, en cambio, como Marx había hablado bien de la edición de Roy, la reprodujeron a ultranza con un índice diferente al alemán. La edición inglesa editada por Engels en 1887 utiliza la estructura de la francesa, por lo que la edición inglesa tiene el índice de la francesa. En cambio, en la tercera y cuarta ediciones alemanas, Engels mantuvo el índice de la segunda edición. En resumen: las ediciones francesa e inglesa tienen un índice diferente al de la alemana y al de quienes la han traducido, por lo que resulta absurdo que, en los congresos, al citar, por ejemplo, el capítulo 17, no se sepa con certeza a qué texto se hace referencia; es necesario aclarar cuál es la edición de referencia.
La nueva edición de Princeton, pero también la anterior edición mexicana de Scaron, que es una buena edición, se basa en la segunda edición alemana y, en comparación con esta, ofrece las variantes de las demás. ¿Cuál es el motivo de esta decisión? Hay una ideología anti-engelsiana velada: al tener que descartar la edición francesa para la traducción, para tener una versión marxista sin la intervención de Engels había que tomar la segunda edición alemana. Esta última edición inglesa para Princeton sigue este criterio. Se pueden esgrimir argumentos a favor de esta elección, pero en general creo que es errónea. ¿Por qué? Simplemente porque tenemos como variantes y no en el texto principal partes del texto que Marx no solo proyectó, sino que publicó en la edición francesa como mejoras. Son mejoras con respecto a la segunda edición alemana, pero el lector que tiene la segunda edición alemana las encuentra como variantes y no en el texto principal.
El lector considera que los contenidos que encuentra en el texto constituyen el pensamiento más maduro del autor, y no algo superado por mejoras posteriores. No es seguro que el lector genérico vaya a leer las variantes, y mucho menos que comprenda que en ellas se encuentra el texto más maduro. Al leer la segunda edición alemana, no encontramos, por ejemplo, la composición orgánica. Es algo increíble. No encontraría varios conceptos fundamentales solo porque se han incluido en la edición francesa. Partiendo de la segunda edición alemana, se colocan en las variantes, por lo que, en mi opinión, es una elección incorrecta para el lector, ya que, a menos que sea un experto, podría no comprender que en el texto principal encuentra categorías superadas. En la tercera y cuarta edición, en cambio, aparece la intervención de Engels. No hay una solución perfecta, a menos que se haga como en la edición crítica, en la que se publican todas las ediciones, algo impensable en una traducción.
Se trataba, por tanto, de encontrar una solución «diplomática», sabiendo que la solución perfecta no existe. El objetivo era proporcionar una traducción que reflejara lo mejor posible a Marx, y la segunda edición alemana no lo consigue, porque el texto más avanzado se encuentra precisamente en las variantes. Por esta razón, decidimos tomar como referencia la cuarta edición alemana, es decir, la última editada por Engels, en la que se incluyó casi todo, y en comparación con ella, proporcionamos las principales variantes de todas las ediciones anteriores: tres ediciones alemanas y la edición francesa. Evidentemente, en la introducción se explica lo que os he explicado, es decir, que se trata de una solución diplomática y que el texto incluye la intervención editorial de Engels. Quien desee leer la segunda edición alemana, encontrará el texto en las variantes.
Las variantes son muchas, desde la p. 770 hasta la p. 1214. Además de las variantes en sentido estricto, el texto incluye también dos manuscritos, uno muy conocido, el llamado Sexto capítulo inédito, que ha sido traducido completamente siguiendo los mismos criterios de traducción, y otro manuscrito inédito, publicado por primera vez en la edición crítica, escrito por Marx entre diciembre de 1871 y enero de 1872, precisamente durante la planificación de la segunda edición alemana, en particular el primer capítulo, reescrito casi en su totalidad. Solo para dar una idea, en el primer capítulo de 1867 no aparece el párrafo sobre el fetichismo de la mercancía, que no es uno cualquiera, sino uno de los capítulos más discutidos en las interpretaciones de Marx. En este manuscrito de 1871-72 se ve literalmente la creación del capítulo, cómo añade nuevos párrafos, luego inserta la parte que en la primera edición estaba en la página x, etc.; se ve realmente la construcción. También, por ejemplo, en cuanto a la forma del valor, que es uno de los temas más discutidos en la interpretación, siempre en este manuscrito hay un replanteamiento muy importante que arroja luz también sobre cómo leer toda la sección. Hay una «divagación» de 3-4 páginas en la que Marx reconsidera un poco toda la estructura de la mercancía, la forma de valor, etc., y, en mi opinión, aclara claramente lo que piensa. Estos manuscritos se incluyen en este volumen.
El texto de referencia es, por lo tanto, la cuarta edición alemana del primer libro de 1870 e incluye todos los textos conservados que Marx escribió con la intención de escribir el primer libro, es decir, a partir de 1863, ya que el proyecto de El capital en tres libros se llevó a cabo por primera vez en 1863-65. Anteriormente, el proyecto se titulaba «Para la crítica de la economía política», pero ahora se convierte en subtítulo. La intención se expresa en la famosa carta a Kugelmann de diciembre de 1862. En el manuscrito de 1863-65 había una primera versión del primer libro de El capital, que sin embargo se ha perdido, a excepción del llamado sexto capítulo inédito.
Todos estos textos se han traducido con los mismos criterios, lo cual es una gran ventaja de esta edición. Algunos de ellos estaban disponibles, pero claramente no se trataba de la misma traducción que la de Cantimori ni la de Maffi, por lo que era difícil comparar las variantes para alguien que no pudiera consultar el alemán, ya que, evidentemente, cada traductor había adoptado criterios diferentes. La ventaja de esta edición es que estas variantes son comparables realmente como variantes, ya que hemos traducido de manera coherente en todo el texto.
La idea fundamental es proporcionar una herramienta de lectura o investigación a quienes deseen volver a abordar El capital, actualizada al estado actual de las publicaciones científicas, una herramienta más eficaz que las disponibles en el mercado.
Las variantes, que se encuentran en el apéndice, son fácilmente identificables en el texto gracias a un sistema de notas que las hace inmediatamente visibles. Hay notas curatoriales para las que hemos utilizado el trabajo ya realizado por otros en el pasado, pero profundizando en los casos en que nos ha parecido necesario; en comparación con las ediciones antiguas, se han destacado sobre todo todos los pasajes y todas las citas implícitas que hace Marx. Hay citas explícitas a Dante, Shakespeare, Schiller, etc., pero muchas veces son tácitas y pueden pasar desapercibidas incluso para el lector culto. Por desgracia, ya no somos tan cultos como lo eran en el siglo XIX, por lo que muchos lectores, incluido yo mismo, necesitamos ir a ver de qué está hablando y, por lo tanto, hemos tratado de aumentar este aparato, en particular, por ejemplo, para las numerosas citas bíblicas, etc., y las referencias a conceptos como transubstanciación, parusía, etc. Luego, claramente, las referencias a los clásicos, por ejemplo, la famosa definición de la mercancía como objeto sensiblemente supra-sensible, sensorialmente supra-sensorial, es una cita de Fausto de Goethe.
El último aspecto, pero no por ello menos importante, es la traducción. Las traducciones existentes son buenas, tanto la de Maffi como la de Cantimori. Sin embargo, hemos intentado abordar algunos problemas que, en nuestra opinión, podían tratarse con mayor profundidad. Por ejemplo, toda una serie de términos tienen más entradas en alemán que en italiano, por lo que el italiano implicaba posibles solapamientos, es decir, el uso de un mismo término para varios términos alemanes. En algunos casos, esto hacía que se malinterpretara el significado del texto. Un buen ejemplo es «rappresentare», sobre todo en los primeros capítulos, una palabra que aparece cada dos líneas, continuamente. En las ediciones disponibles, «rappresentare» se traduce con tres verbos alemanes que resultan indistinguibles para el lector italiano: darstellen, vorstellen y repräsentieren, que en la lógica del argumento marxista son muy significativos y claramente hegelianos. Darstellen se refiere precisamente a la Darstellungsweise, es decir, la forma de exposición o de presentación de la que habla Marx en el epílogo de la segunda edición alemana, es decir, la que retoma el método hegeliano. Este expresa la articulación categórica de los conceptos en su lógica intrínseca: Marx muestra cómo del concepto de mercancía se pasa necesariamente al concepto de mercancías; cómo del concepto de mercancías se pasa al concepto de dinero, etc., es decir, según Marx hay una lógica intrínseca, una necesidad conceptual en estas categorías que lleva a la articulación de la teoría. En cambio, la Vorstel- lung es la representación no en el sentido de la exposición científica, sino de la idea que los sujetos en la superficie de la sociedad se hacen del proceso, es decir, esencialmente la ideología. Simplificando al extremo, es la distinción entre ciencia e ideología. Por lo tanto, traducir con la misma palabra no permite al lector percibir esta distinción. Repräsentieren, o también vertreten, significa representar en el sentido de ser representante, de estar ahí por otra cosa. No es frecuente. Está la famosa nota 101 en la que aparecen las tres al mismo tiempo y en las ediciones antiguas todo se traducía con representar, por lo que era realmente difícil de entender.
Incluso el lector que no se plantea estos problemas asimila el texto a través del léxico utilizado. Disponer de una traducción más precisa desde este punto de vista permite una mejor asimilación inconsciente incluso por parte del lector «normal», que no se ocupa de cuestiones especializadas.
Otro caso muy difícil es Ding y Sache; ambas quieren decir cosa. También aquí el problema es que en italiano hay una palabra para dos alemanas. Como era imposible encontrar dos palabras diferentes, hemos utilizado siempre cosa, pero cuando aparece Sache entre corchetes añadimos el alemán para que también aquí el lector pueda entender que se trata de dos términos diferentes. En Hegel son dos categorías claramente diferentes. En Marx la distinción no es tan precisa, pero hay algunos pasajes en los que, en mi opinión, se refiere a los conceptos hegelianos y, por lo tanto, me parece oportuno reflejar la diferencia. Otro problema son las formas adjetivales y adverbiales sachlich y dinglich, que serían «cosal» o «cosalmente», lo que obviamente suena bastante extraño en italiano, mientras que en alemán son términos comunes. Aquí hemos encontrado pequeñas perífrasis como «en forma de cosa», «como cosa», también aquí con el alemán entre paréntesis. En las traducciones antiguas a menudo se perdía la referencia a la cosa. Sobre todo en el primer capítulo, donde se encuentra la teoría de la reificación,
La referencia a la palabra «cosa» es crucial, porque es precisamente ahí donde se produce este proceso de cosificación/reificación.
En aras de la transparencia, al principio del libro hay una nota del traductor en la que se explican todas estas cosas. En ella se indican las decisiones que se han tomado con respecto a los términos más significativos y se explica el motivo, de modo que, aunque el lector no esté de acuerdo con la traducción, al menos sabe qué palabra se ha traducido. Ha sido una operación de transparencia. El lector, aunque no esté de acuerdo, puede comprender cuál es el término utilizado originalmente.
Veamos dos últimos ejemplos. La distinción Erscheinung/Schein, que a menudo se traduce como apariencia. Sin embargo, hay una diferencia importante, ya que Erscheinung es el fenómeno kantiano y hegeliano, el funcionamiento de las leyes esenciales a nivel superficial, por lo que es tan importante como la esencia, es coesencial. La esencia debe manifestarse, aparecer, por lo que no es falsa. En cambio, Schein es confundir la Erscheinung con la Wesen, es decir, tomar la manifestación fenoménica por la esencia misma. El término apariencia parecía, por tanto, ambiguo, prestándose un poco a confundir las cosas. Por lo tanto, hemos eliminado apariencia, que nos parecía un término potencialmente indeterminado, y hemos utilizado manifestación para Erscheinung y apariencia para Schein, de modo que la diferencia sea más transparente.
Lo último y más espinoso: cómo traducir Arbeiter. Significa tanto trabajador como obrero. Aquí el problema era el contrario al de Sache y Ding; allí teníamos más palabras en alemán y una sola en italiano, aquí en cambio tenemos una palabra en alemán y varias en italiano. Esto planteaba una gran cuestión, porque, como comprenderán, traducir con «trabajador» u «obrero» cambia mucho, sobre todo porque Arbeiterklasse es la clase obrera o la clase de los trabajadores. En alemán siempre es Arbeiter. La cuestión es que tanto un obrero de fábrica como un siervo de la gleba, como un esclavo que trabaja, es un Arbeiter, porque el término significa literalmente «el que trabaja». Del verbo arbeiten, añadiendo el sufijo -er, se obtiene el sujeto que realiza la acción del verbo, como la derivación en italiano, de lavorare + -tore → lavoratore; es el mismo mecanismo de generación del sustantivo a partir del verbo. ¿Cómo traducirlo entonces al italiano? Claramente, en algunos casos no es difícil: si se trata de una persona que trabaja dentro del sistema de máquinas, evidentemente es un obrero. Si, por el contrario, se trata de un siervo que realiza trabajos forzados en las tierras del
Señor, evidentemente no puede ser un obrero, por lo que se opta por el término genérico «trabajador». O bien, cuando se trata del proceso laboral en abstracto, ¿quién es el sujeto que trabaja? Bueno, al ser abstracto, la dimensión histórica queda momentáneamente suspendida, por lo que se está considerando el trabajo en general y, por lo tanto, traducirlo como «obrero» sería engañoso, ya que no sería un concepto universal, sino particularizado. En todos estos casos no era un problema enorme. ¿Dónde surge el problema? En todos los casos en los que Marx desarrolla no tanto descripciones como leyes de funcionamiento. Por ejemplo, la creación del ejército industrial de reserva no solo funciona para el obrero, sino con todas las dinámicas de sustitución por automatización, de cualquier tipo de trabajo mecanizable, porque ahora ya no es solo el torno, sino que también alcanza los niveles de la enseñanza universitaria. Por lo tanto, este proceso no solo afecta al obrero, sino que indica las leyes de transformación de la forma de trabajar. Cuando Marx dice Arbeiter, ¿se refiere al obrero o a la transformación del trabajo en general? Se refiere a ambos al mismo tiempo y para él no supone ningún problema, porque Arbeiter significa ambas cosas. Sin embargo, en la traducción, si en este caso se desarrollan precisamente leyes específicas…
– Por ejemplo, tampoco el cálculo de la tasa de plusvalía depende de la presencia del obrero: Marx utiliza el ejemplo de un obrero, ¿hago bien en traducir con esta palabra? Sí, no me equivoco porque, efectivamente, estoy hablando de obreros, pero, en mi opinión, en parte me equivoco porque elimino la dimensión general, es decir, aquella por la que esa transformación afecta a la forma de trabajar en el modo de producción capitalista, que es más amplia que la forma de trabajar del obrero en la fábrica. En estos casos, en nuestra opinión, «trabajador» era la mejor solución, porque también se refleja la dimensión general sin eliminar la particular: ese obrero también es un trabajador. Estos criterios también se explican en la nota del traductor y, de nuevo, aunque no esté de acuerdo con nuestra interpretación, el lector puede saber que está escrito Arbeiter.
En conclusión, ¿cuál es el sentido de la operación en su conjunto? Es proporcionar a quienes desean leer El capital una herramienta de estudio actualizada, tanto desde el punto de vista de la realidad textual —mucho más rica, hay muchos más textos— como a nivel de una traducción más detallada, ya que permite captar mejor que las anteriores los matices de muchos términos que, al menos en estos casos particulares, habían desaparecido.
9. Resumen de la guerra en Palestina, 27 de septiembre de 2025.
El seguimiento en directo de Middle East Eye.
https://www.middleeasteye.net/live/israel-rejects-hamas-truce-offer-thousands-forced-flee-gaza-city
En directo: San Marino anuncia el reconocimiento de Palestina en la Asamblea General de la ONU
Mientras tanto, las fuerzas israelíes matan a decenas de personas en ataques en Gaza
Puntos clave
Los ataques israelíes en Saná matan al menos a nueve personas y hieren a más de 170
España sigue a Italia y envía un buque de guerra para ayudar a la flotilla de Gaza
Las armas de la resistencia no se pueden tocar, dice Hamás a Abbas
Actualizaciones en directo
Nuestro blog en directo cerrará en breve hasta mañana por la mañana.
Estos son los acontecimientos más destacados del día:
- Israel mató a otro periodista, Mohammed al-Dayah, en Gaza el sábado, lo que eleva a 252 el número de periodistas muertos desde el inicio del conflicto, según la Oficina de Medios de Comunicación del Gobierno de Gaza.
- El Departamento de Estado de EE. UU. revocó el visado del presidente colombiano de izquierdas Gustavo Petro por los comentarios que hizo en una marcha a favor de Palestina en Nueva York el viernes.
- Hamás no ha recibido el plan de alto el fuego de Gaza del presidente estadounidense Donald Trump, según ha declarado el grupo palestino mientras las fuerzas israelíes ampliaban su asalto a la ciudad de Gaza.
- Decenas de miles de manifestantes marcharon por las calles de la capital alemana para pedir el fin de la guerra de Israel contra Gaza.
- El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, acusó a Israel de intentar «volar por los aires» todo Oriente Medio, criticó los ataques de Israel en Irán y Qatar y se opuso a los llamamientos para anexionar la Cisjordania ocupada.
- El Israel-Premier Tech ha sido excluido de la carrera ciclista Giro dell’Emilia, que se celebrará el 4 de octubre en Italia, por motivos de seguridad, según informaron los organizadores a la agencia de noticias AFP.
- Una flotilla de diez barcos zarpó hacia Gaza desde Sicilia, en el sur de Italia, con sesenta personas a bordo, entre ellas funcionarios electos de nueve países, según informaron los organizadores.
- San Marino declaró oficialmente a Palestina como Estado reconocido durante un debate en la Asamblea General de la ONU.
San Marino reconoce formalmente al Estado palestino
San Marino declaró oficialmente a Palestina como Estado reconocido durante un debate en la Asamblea General de las Naciones Unidas el sábado.
«El 15 de mayo, nuestro Parlamento, con apoyo unánime, encargó al Gobierno que reconociera al Estado de Palestina dentro de este año. Hoy, ante esta Asamblea, anunciamos el cumplimiento de ese mandato: San Marino reconoce oficialmente al Estado de Palestina», declaró el ministro de Asuntos Exteriores, Luca Beccari.
Beccari calificó la crisis humanitaria en Gaza y Cisjordania de «insoportable» y «una de las tragedias más dolorosas y prolongadas de nuestro tiempo», y afirmó que «tener un Estado es un derecho del pueblo palestino».
El ministro de Asuntos Exteriores de Arabia Saudí, el príncipe Faisal bin Farhan Al Saud, condenó la conducta de Israel en la guerra de Gaza como una «violación directa» del derecho internacional y pidió una solución de dos Estados.
«El sufrimiento del pueblo palestino y la crisis humanitaria sin precedentes en Gaza, que ha sido clasificada oficialmente como hambruna por el informe del IPC, son contrarios a los principios de la Carta y al derecho internacional humanitario», afirmó en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Al Saud afirmó que «las prácticas brutales y descontroladas de las fuerzas de ocupación, que incluyen el hambre, los desplazamientos forzados y los asesinatos sistemáticos, muestran un desprecio por los derechos de los palestinos».
El ministro también advirtió de graves consecuencias y afirmó que, si la comunidad internacional no actúa para detener la agresión israelí, dicha inacción «intensificará los crímenes de guerra y los actos de genocidio».
«Arabia Saudí insiste en la necesidad de que la comunidad internacional asuma su responsabilidad de poner fin a esta tragedia y lograr una paz sostenible mediante la solución de dos Estados, como única vía que garantizará la seguridad de todos los países de la región», afirmó.
El ministro de Asuntos Exteriores de Arabia Saudí, el príncipe Faisal bin Farhan Al Saud, se dirige a la Asamblea General de las Naciones Unidas en la sede de la ONU en Nueva York el 27 de septiembre de 2025. (AFP)
Una nueva flotilla con destino a Gaza zarpa de Sicilia
Una flotilla de 10 embarcaciones zarpó el sábado hacia Gaza desde Sicilia, en el sur de Italia, con 60 personas a bordo, entre ellas funcionarios electos de nueve países, según informaron los organizadores.
En un comunicado, la Coalición de la Flotilla de la Libertad (FFC) y Thousand Madleens to Gaza (TMTG) afirmaron que su intención era «romper el bloqueo ilegal de Israel» para llevar ayuda al territorio palestino.
«En su mayor parte, nuestros barcos transportan suministros médicos, alimentos secos y material escolar, ya que estas fueron algunas de las principales prioridades señaladas por los palestinos sobre el terreno», añadieron.
Tienen la intención de unirse a la Flotilla Global Sumud, que también se dirige a Gaza con suministros de ayuda.
El ministro de Asuntos Exteriores israelí, Gideon Sa’ar, afirmó en una publicación en X que «tras dos años de guerra, el claro interés nacional de Israel es poner fin a la guerra y alcanzar sus objetivos».
«Confío en que el primer ministro represente adecuadamente los intereses de Israel en sus conversaciones con el presidente Trump», afirmó Sa’ar antes de la reunión entre el primer ministro Benjamin Netanyahu y el presidente estadounidense Donald Trump el lunes.
El equipo israelí excluido de la carrera ciclista
Israel-Premier Tech ha sido excluido de la carrera ciclista Giro dell’Emilia, que se celebrará el 4 de octubre en Italia, por motivos de seguridad, según informaron los organizadores a la agencia de noticias AFP.
Adriano Amici, presidente de GS Emilia, organizadora de la carrera de un día, afirmó que el equipo «lamentablemente no estará presente en nuestra carrera… Hemos tenido que tomar esta decisión por razones de seguridad pública».
«El peligro es demasiado grande tanto para los ciclistas de Israel Tech como para los demás. El circuito final de la carrera se recorre cinco veces, por lo que la posibilidad de que la carrera se vea interrumpida es muy alta.
Es una decisión que lamento tener que tomar desde el punto de vista deportivo, pero no tenía otra opción por la seguridad pública».
El Giro dell’Emilia, cuya edición de 2024 ganó la superestrella del ciclismo Tadej Pogacar, recorrerá 199 km (123,7 millas) desde Mirandola hasta Bolonia, en el norte de Italia.
En fotos: Decenas de miles de personas se unen a la protesta «Juntos por Gaza» en Berlín
Decenas de miles de manifestantes marcharon el sábado por las calles de la capital alemana para pedir el fin de la guerra de Israel contra Gaza.
Una gran multitud ondeó banderas palestinas y pancartas con lemas como «Palestina libre» y «La comida y el agua son derechos humanos» mientras marchaban desde el ayuntamiento de Berlín.
La policía estimó que unas 60 000 personas participaron en la marcha y en la concentración, organizada por el partido político Die Linke y grupos de la sociedad civil. Los organizadores cifraron la participación en unas 100 000 personas.
Se desplegaron unos 1800 policías para vigilar las protestas.
Los manifestantes encienden las linternas de sus teléfonos móviles durante la concentración «Todas las miradas puestas en Gaza» en Berlín, Alemania, el 27 de septiembre de 2025. (Reuters)
Participantes marchan durante una manifestación bajo el lema «Trace la línea roja con nosotros: ¡Juntos por Gaza!» en Berlín, el 27 de septiembre de 2025. (AFP)
Participantes marchan con banderas palestinas durante una manifestación frente al edificio del Reichstag, sede de la cámara baja del Parlamento alemán, el Bundestag, en el centro de Berlín, el 27 de septiembre de 2025. (AFP)
El presidente Tayyip Erdogan comunicó al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, que Turquía seguirá esforzándose por detener los ataques israelíes contra Gaza y garantizar la entrega ininterrumpida de ayuda humanitaria a Gaza, según informó el sábado la oficina de Erdogan.
«Nuestro presidente expresó su satisfacción por la sensibilidad del presidente Sánchez con respecto a la flotilla de ayuda Sumud y dijo que Turquía está siguiendo de cerca la situación», afirmó, en referencia a la flotilla de ayuda internacional que pretende romper el embargo naval israelí sobre Gaza.
Israel mata a otro periodista palestino en Gaza
Israel mató a otro periodista, Mohammed al-Dayah, en Gaza el sábado, lo que eleva a 252 el número de periodistas muertos desde el inicio del conflicto, según informó la Oficina de Medios de Comunicación del Gobierno de Gaza.
La oficina condenó «los ataques sistemáticos y el asesinato de periodistas palestinos» por parte de Israel e instó a los organismos de prensa internacionales y a los sindicatos de periodistas a que se pronunciaran en contra de los ataques.
El Centro de Información Palestino rindió homenaje a al-Dayah, describiéndolo como «uno de los periodistas más destacados del centro».
El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, acusó el sábado a Israel de tratar de «volar por los aires» todo Oriente Medio, al criticar los ataques de Israel en Irán y Qatar y oponerse a las peticiones de anexionar la Cisjordania ocupada.
«El uso ilegal de la fuerza por parte de Israel contra los palestinos y sus acciones agresivas contra Irán, Qatar, Yemen, Líbano, Siria e Irak amenazan hoy con hacer estallar todo Oriente Medio», afirmó Lavrov en un discurso ante la Asamblea General de la ONU.
Lavrov arremetió contra los llamamientos de los aliados de extrema derecha del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para anexionar Cisjordania como forma de acabar con las perspectivas de un Estado palestino independiente.
«No hay justificación para los planes de anexionar Cisjordania. Básicamente, se trata de un intento de golpe de Estado destinado a enterrar las decisiones de la ONU sobre la creación de un Estado palestino», afirmó Lavrov.
Francia, Gran Bretaña y otras potencias occidentales reconocieron la semana pasada al Estado palestino, expresando su exasperación por la implacable guerra de Israel contra Gaza.
Aumenta el número de muertos en Gaza
Al menos 82 personas han muerto en los ataques israelíes contra Gaza desde el amanecer, según informó Al Jazeera, citando a funcionarios de salud.
La cadena dijo más tarde que un ataque con drones contra el campo de refugiados de Nuseirat, en el centro de Gaza, mató al menos a 12 personas e hirió a unas 60, según el hospital Al-Awda.
Estados Unidos ha anunciado que revocará el visado del presidente colombiano Gustavo Petro tras su intervención en una manifestación a favor de Palestina en Nueva York, en la que pidió a los soldados estadounidenses que desobedecieran las órdenes del presidente Donald Trump.
«Revocaremos el visado de Petro debido a sus acciones imprudentes e incendiarias», publicó el Departamento de Estado en X.
En su intervención el viernes frente a la sede de la ONU, Petro pidió la creación de una fuerza armada global con la prioridad de liberar a los palestinos.
«Esta fuerza tiene que ser más grande que la de Estados Unidos», afirmó.
«Por eso, desde aquí, desde Nueva York, pido a todos los soldados del ejército de Estados Unidos que no apunten con sus armas a la gente. Desobedezcan las órdenes de Trump. Obedezcan las órdenes de la humanidad», dijo Petro.
El presidente colombiano Gustavo Petro se dirige a los manifestantes pro-Palestina frente a la sede de la ONU en Nueva York, el 26 de septiembre de 2025 (Reuters).
Hamás afirma que no ha recibido el plan de alto el fuego de Trump.
Hamás no ha recibido el plan de alto el fuego de Gaza del presidente estadounidense Donald Trump, afirmó el sábado el grupo palestino, mientras las fuerzas israelíes ampliaban su ofensiva sobre la ciudad de Gaza.
Los comentarios se produjeron después de que el periódico israelí Haaretz citara fuentes que afirmaban que Hamás había acordado en principio liberar a todos los cautivos israelíes que tiene en su poder a cambio de cientos de prisioneros palestinos y la retirada gradual de las tropas israelíes según el plan de Trump.
La propuesta también incluía el fin del dominio de Hamás en Gaza y el acuerdo de Israel de no ocupar el territorio y desplazar por la fuerza a los palestinos que viven allí, informó Haaretz.
«A Hamás no se le ha presentado ningún plan», declaró a Reuters un responsable de Hamás que pidió no ser identificado.
En sus comentarios a los periodistas el viernes, en los que afirmó que «parece que tenemos un acuerdo sobre Gaza», Trump no ofreció detalles sobre su contenido ni dio ningún calendario. Israel aún no ha respondido públicamente a los comentarios de Trump.
El Ministerio de Sanidad palestino confirmó que las fuerzas israelíes han matado al menos a 74 palestinos y herido a otros 265 en toda la Franja de Gaza en las últimas 24 horas.
El ministerio señaló que las tropas israelíes mataron a 17 personas e hirieron a otras 89 que intentaban acceder a la ayuda humanitaria.
Los Emiratos Árabes Unidos advierten a Israel sobre la anexión de Cisjordania
Anwar Gargash, asesor principal del presidente de los Emiratos Árabes Unidos, afirmó que la postura de los EAU contra la anexión israelí de la Cisjordania ocupada desempeñó un papel «decisivo» durante una reunión entre su ministro de Asuntos Exteriores y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.
«Al igual que la postura de los EAU fue decisiva para cerrar el expediente de la anexión de territorios palestinos por parte de Israel, la reunión de esta noche entre el jeque Abdullah bin Zayed y el primer ministro israelí en Nueva York es un paso audaz para apoyar los esfuerzos internacionales por poner fin a la guerra de Gaza y alcanzar un alto el fuego permanente que ponga fin a la tragedia humanitaria y refuerce el camino hacia la paz», afirmó Gargash en una publicación en X.
El número de muertos del sábado en Gaza asciende a 51: Al Jazeera
Fuentes médicas han informado a Al Jazeera de que los ataques israelíes han causado la muerte de al menos 51 palestinos desde la mañana del sábado.
El Departamento de Estado de EE. UU. ha revocado el visado del presidente colombiano de izquierdas Gustavo Petro por sus declaraciones en una marcha a favor de Palestina celebrada el viernes en Nueva York.
En una publicación en X, el Departamento de Estado afirmó que Gustavo «se subió a una calle de Nueva York e instó a los soldados estadounidenses a desobedecer las órdenes e incitar a la violencia».
«Revocaremos el visado de Petro debido a sus acciones imprudentes e incendiarias».
Petro, que se encontraba en Nueva York para asistir a la Asamblea General de la ONU, criticó a la administración Trump y aprovechó su discurso para pedir una investigación criminal sobre los ataques estadounidenses contra presuntos barcos de narcotraficantes en el Caribe.
En su cuenta de redes sociales, Petro también publicó un vídeo en el que aparece hablando en español y pidiendo a «las naciones del mundo» que aporten soldados para formar un ejército «más grande que el de Estados Unidos».
Por eso, desde aquí, desde Nueva York, pido a todos los soldados del ejército de Estados Unidos que no apunten con sus rifles a la humanidad. ¡Desobedezcan la orden de Trump! ¡Obedezcan la orden de la humanidad!».
Buenos días,
Estas son las últimas novedades sobre la situación en Gaza:
- Funcionarios del Ministerio de Salud de Gaza afirmaron que las fuerzas israelíes han matado al menos a 44 palestinos en toda la Franja de Gaza en la madrugada del sábado.
- El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, prometió «terminar el trabajo» durante un discurso en la Asamblea General de la ONU.
- Grandes multitudes se están reuniendo en todo el Líbano para conmemorar el primer aniversario de la muerte del antiguo líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, asesinado por Israel en un ataque aéreo.
- La Flotilla Global Sumud ha completado los últimos preparativos para zarpar desde Creta hacia Gaza, donde no hay paradas previstas antes de llegar a las aguas bloqueadas por Israel.
Autor: admin
Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales. Lee todas las entradas de admin