Filosofa, que algo queda. “Nadie a la izquierda” por Miguel Candel

Si realmente nos asusta el ascenso de la extrema derecha, no deberíamos desentendernos de sus verdaderas causas. Se necesita advertir, además del actual proceso de disgregación social, el acelerado desprestigio de la izquierda política.

Muy pocos de los Jeremías que se lamentan del aparentemente imparable ascenso de la extrema derecha se paran a pensar en cuáles puedan ser las causas de este fenómeno (o, si nos ponemos en plan kantiano, cuál puede ser la naturaleza de su «noúmeno»).

Aparcando de momento la cuestión (no estrictamente académica, aunque algo tiene de eso) de si la extrema derecha (o derecha extremista) actual tiene algo, mucho, poco o nada que ver con el fascismo histórico (aparcamiento que viene justificado por la moraleja de la fábula de Iriarte sobre los galgos y los podencos), nos centraremos en los factores, sean determinantes o simplemente condicionantes, que podemos considerar favorecedores de ese inquietante proceso.

[1] El primer factor es, sin lugar a duda, objetivo: la degradación de los vínculos sociales propiciada por el capitalismo tardío y su expresión cultural posmodernista, certeramente analizados por Fredric Jameson. Hay múltiples términos aptos para caracterizar ese proceso involutivo: atomización del mundo del trabajo, deshilachamiento del tejido social, disolución del demos (el antiguo «pueblo llano»), saqueo de los bienes comunes (negación, incluso, de la existencia de cualquier bien común).

Elevación, en suma, de la tesis thatcheriana («la sociedad no existe») a profecía autocumplida. Por lo que respecta a España: ¿qué porcentaje de los nacidos después de 1968 es capaz de captar sin rechazo el significado político de la comedia de Lope de Vega Fuenteovejuna?

[2] El segundo factor es subjetivo: la abducción de la izquierda por el lado «amable» (es un decir) del orden (otro decir) neoliberal. Lo cual, a su vez, viene a ser la resultante de factores como:

a) Los progresivos cambios en la composición social de la masa asalariada, cada vez más polarizada entre un precariado (con importante presencia de no nativos) políticamente irrelevante y un gran contingente de empleados del sector servicios con estudios secundarios o superiores, para quienes la promoción social individual se presenta (con razón o sin ella) como más fácil que por la vía de la lucha sindical.

b) El desmesurado aumento del poder económico de la clase dominante, que frena en seco cualquier veleidad redistributiva seria del poder político de turno (hasta el concepto mismo de «nacionalización» ha desparecido del lenguaje de la economía al uso).

c) La ilusa ensoñación de los actuales herederos de las organizaciones de izquierda tradicionales de que se puede erosionar significativamente el poder del capital concentrando la lucha en el campo de los derechos civiles y dejando en segundo plano el de los derechos sociales (un fabulista moderno diría que los antiguos leones revolucionarios de la izquierda han mutado en cínicas zorras pseudorreformistas para las que las uvas de la democracia económica siempre están verdes).

d) La consabida búsqueda de alternativas ante el descrédito de los partidos políticos convertidos en tribus endogámicas al servicio del sistema, búsqueda que siempre acaba en el mismo callejón sin salida: el «espontaneísmo» asambleario sin ningún tipo de estructura organizativa estable, el «movimentismo» ignorante de la imposibilidad del movimiento perpetuo, que funciona de facto como válvula de seguridad que evita explosiones sociales realmente peligrosas para el poder dominante (encantado de que la gente se entretenga ocupando plazas en lugar de ocupar edificios gubernamentales o empresas).

De modo que en las autopistas de la política cada vez hay más conductores respetuosos del «código» que proscribe circular habitualmente por la izquierda.

En España, al menos, la cosa viene de lejos. Como mínimo de los primeros gobiernos de Felipe González, que hizo norma básica de su política el no dejar a nadie a su izquierda. Y no precisamente en el honesto sentido de ocupar él ese espacio con las políticas propias del mismo, sino en el muy deshonesto de torpedear a mansalva a todos los que intentaran hacerlo y prefiriendo siempre pactar a diestro antes que a siniestro. A diferencia, por ejemplo, del entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, que en más de una ocasión dejó claro que prefería verse en el consistorio con rojos declarados antes que con presuntos rojos desteñidos: consideraba importante tener al lado gente que le tirara de las orejas si se corría demasiado a la derecha.

Pero la estrategia de no dejar a nadie adelantar por el carril izquierdo no ha sido exclusiva de este país. Otro tanto ha venido ocurriendo en Francia (salvo el breve paréntesis del «programa común» del primer gobierno de Mitterrand), en Alemania y no digamos ya en Italia, donde Aldo Moro pagó con su vida el intento de llegar a un acuerdo con el PCI.

La izquierda resultante de toda la serie de procesos mencionados hasta aquí es, en el mejor de los casos, una izquierda «liberal» que rápidamente desmiente su liberalismo cuando se ve criticada desde su izquierda, críticas a las que suele responder airadamente con acusaciones de «rojipardismo» (curiosa variante de la vieja acusación de «totalitarismo» con que los ideólogos de la derecha liberal –Hannah Arendt, ay, entre ellos– han solido meter al comunismo en el mismo saco que al fascismo).

Esa izquierda gatopardista, que reduce la acción política a escaramuzas verbales con la derecha conservadora, comparte de facto con la derecha liberal (donde hay que incluir, por supuesto, al PSOE), tanto en política nacional como internacional, buen número de objetivos interclasistas ciertamente encomiables, como las políticas de igualdad entre sexos o las medidas para frenar el cambio climático, pero también otros objetivos mucho menos encomiables, como el puntual seguimiento de las directrices de la OTAN y la política de rearme.

Entonces, cuando una sociedad presa de la inseguridad generada por el sistema económico imperante ve ante sí unas fuerzas políticas nominalmente democráticas que parecen peleadas como verduleras en asuntos que no afectan seriamente al núcleo del sistema, pero parecen suscribir tácitamente el acuerdo de no ofrecer ninguna alternativa global a éste, no es difícil entender que muchos descontentos busquen ilusamente soluciones en quienes prometen una ruptura del status quo en algunos de sus elementos más visibles (pero dejando intactas las piezas fundamentales del mecanismo, que debe, por supuesto, seguir funcionando eficazmente para la promoción social individual… de los que puedan).

Lo cual, en el caso de España, se ve agravado por la desgraciada circunstancia de que gobierne una coalición variopinta pero mayoritariamente autodeclarada de izquierdas que rompe moldes en cuanto a mendacidad pública y utilización partidista de las instituciones del Estado, lo que no puede sino redundar en el desprestigio de la etiqueta izquierda. Si encima resulta que la derecha mayoritaria y presuntamente «moderada» comparte con el principal partido del gobierno el dudoso honor de estar pringada en innumerables casos de corrupción, ¿qué tiene de extraño que la derecha extremista suba cada día en las encuestas?

Y last but not least: ¿Nadie recuerda las declaraciones de Pablo Iglesias en 2015 renegando del apelativo «izquierda»? He ahí otra profecía autocumplida.

https://www.elviejotopo.com/topoexpress/en-la-calle-el-topo-de-octubre/.

Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *