Invitamos a Pau Luque a que nos hable sobre el autor que ha supuesto su mayor inspiración: «leyendo a Ferlosio me di cuenta de que hay una diferencia fundamental en la vida. Una cosa es perder el tiempo y otra cosa es perder la noción del tiempo.»
Era muy joven cuando leí por primera vez a Ferlosio. Como era y soy un poco nerd, leía las páginas de opinión de los periódicos con catorce o quince años. Descubrí entonces a un tipo que no escribía como los demás. Eran frases retorcidas y difíciles de seguir: tenían muchas subordinadas y millones –no es una hipérbole– de conjunciones adversativas. A menudo perdía el hilo de la larguísima frase y tenía que regresar al principio para recuperarlo. Me sumergía en esa escritura anfetamínica con delicia y –perdón por la redundancia– rebanándome los sesos.
En aquel entonces no lo llamaba “Ferlosio”, sino Rafael Sánchez Ferlosio o simplemente Rafael Sánchez. No fue sino hasta tiempo más tarde que lo empecé a llamar Ferlosio, que era el nombre con el que todo el mundo se refería a él (todo el mundo que, como yo, recurría a la miel anfetamínica de leerlo). Poco a poco fui sabiendo cosas de él. Supe que había escrito en los años cincuenta del siglo XX una novela generacional, El Jarama, de la que más tarde no se sentiría muy orgulloso o, al menos, de la que irritaba hablar. Supe que se había sumergido en las anfetaminas para escribir una suerte de tratado de lingüística del que sólo vería la luz un ensayo extrañísimo, titulado Las semanas del jardín, que contenía varias páginas sin ningún punto ni aparte ni tampoco seguido. Supe que fue su hija Marta quien había publicado y editado aquel ensayo. Supe que su hija Marta había muerto en los años ochenta. Supe que la madre de su hija era una escritora tan o más deslumbrante –aunque menos anfetamínica– que el propio Ferlosio, cuyo nombre era Carmen Martín Gaite. Supe que Ferlosio era hijo de falangistas. Supe que su madre se llamaba Liliana. Supe que Ferlosio era pacificista y el escritor más tierno y compasivo que jamás hubiera agarrado una pluma o un teclado. Supe que a Ferlosio lo querían con devoción muchas personas. Supe que, como Ferlosio, había que poner cara seria siempre pero escribir, también siempre, con humor.
Leyendo a Ferlosio me di cuenta de que hay una diferencia fundamental en la vida. Una cosa es perder el tiempo y otra cosa es perder la noción del tiempo. Perder el tiempo es dejar que la lucha contra el aburrimiento gobierne tu vida, que es casi tanto como hacer del aburrimiento el tirano que dejas que se coloque en el centro de tu vida y al que, de vez en cuando, presentas oposición. Perder la noción del tiempo, en cambio, es no dejar que el aburrimiento tenga nada que ver con tu vida, de manera tal que nunca tengas que luchar contra él. Perder la noción del tiempo es empezar algo porque sí, sin pretender llegar a ningún lado, y terminarlo también porque sí, sin haber entendido todo pero habiendo entendido lo suficiente. Perder la noción del tiempo es carecer de objetivos, fines o propósitos y entregarse a la experiencia narcotizante de lidiar con las palabras, los amigos y las conversaciones. Perder la noción del tiempo es convertir el último verso del “Infinito” de Leopardi –«y el naufragar me es dulce en este mar»– en un ideal de vida. Y es que esto es lo que me ocurre cada vez que leo a Ferlosio: naufrago dulcemente en ese mar de palabras. Y es a esto a lo que aspiro a dedicarme: a hacer que mi lector naufrague dulcemente con mis palabras (con menos conjunciones adversativas de las que utilizaba Ferlosio, eso sí).
Por ser él quien me dio un ideal de vida me gustaría poderle dedicar a Ferlosio un libro que yo escriba. Pero sería raro. Para empezar, está muerto. Pero es que, además, no era mi amigo. ¿Quién le dedica un libro a alguien que ya está muerto y que ni siquiera fue su amigo? Hay extravagancias y extravagancias. Así que hace un tiempo tomé una decisión trascendental en mi vida. Tendré un gato y se llamará Ferlosio. Y entonces dedicaré uno de mis libros a mi gato. O sea, a Ferlosio.
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