Cuaderno trumpeado: 3
Hace unos años, parecía que las élites económicas empezaban a entender algunas cosas de la crisis ecológica. La evidencia de los estragos y los peligros potenciales del cambio climático empezaban a ser difíciles de soslayar. La acumulación de informes científicos empezaba a ser apabullante.
Y empezaron a formarse propuestas de cambio del modelo productivo, sobre todo orientado a un cambio en el aprovisionamiento energético y una búsqueda de procesos productivos que generaran menos emisiones, así como mayor eficiencia en el uso de recursos. La idea de la «economía circular» apuntaba a la posibilidad de un ciclo económico que eliminaría las pérdidas de recursos en los procesos de producción y consumo, de una economía en reciclaje perpetuo. Hasta las finanzas adoptaron una orientación verde con la aparición de mecanismos financieros como los «bonos verdes» o el compromiso de grandes inversores (como por ejemplo Black Rock o Norges Bank) de crear fondos de inversión orientados a actividades «limpias».
Es obvio que había bastante de lavado de imagen en estas políticas. De una visión estrecha de las cuestiones ecológicas centrada, sobre todo, en la sustitución de energía fósil por energía renovable. Y es cierto también que este giro fue más europeo que mundial. Estados Unidos, China, y gran parte del Sur global eran bastante reticentes a este enfoque. Y la sucesión de conferencias mundiales sobre el clima o sobre aspectos concretos (desde la caza de ballenas a la regulación de los océanos) ha ido cosechando resultados desastrosos, porque siempre aparece algún núcleo de países que bloquea los compromisos más sólidos, o que simplemente se sale del acuerdo. Ahora hemos entrado en una nueva fase: no sólo los países más reticentes a cualquier política común, y especialmente Estados Unidos, mantienen actitudes agresivas y destructoras de política global, sino que la misma Unión Europea (casi inane en la esfera mundial) está retrocediendo y aceptando rebajas y demoras en la aplicación de sus planes. Los diversos lobbies antirregulación ambiental están ganando una batalla tras otra. Las empresas financieras están eliminando sus requisitos ambientales, se alargan los plazos en los programas de ajuste…
El giro más evidente está teniendo lugar en la Unión Europea, que se había erigido en paladín del medio ambiente y que, ahora, está reculando en muchos campos, aunque siempre camuflando el retroceso con la habitual hipocresía con que envuelve la mayoría de sus documentos y discursos. En poco tiempo estamos asistiendo al derribo de dos de los puntales con los que la Unión Europea trataba de presentarse al mundo: los derechos humanos y las políticas ambientales.
El capitalismo verde nunca fue una perspectiva muy sólida. Es cierto, sin embargo, que despertó en parte de la izquierda la esperanza de que era posible una transición pacífica hacia una sociedad poscapitalista a través de un «Green New Deal» que aunara crecimiento económico (y negocio privado), pleno empleo y transición ecológica. El giro actual parece desmontar estas esperanzas, y vuelve a plantear la incapacidad del capitalismo real de transitar hacia una organización social capaz de afrontar los problemas ecológicos y las desigualdades. Es fácil concluir que el capitalismo es incompatible con la igualdad y una relación más o menos equilibrada de la especie humana con la naturaleza, pero un juicio tan primario sirve de poco para comprender los procesos y los problemas que debe afrontar una verdadera transición hacia algún tipo de poscapitalismo social y ecológicamente decente. Más que el juicio taxativo, nos interesa analizar las dinámicas que sostienen las políticas actuales.
Grandes empresas y lobbies
Sin duda, son los grandes responsables de la involución. Algunos, como es el caso de las grandes empresas petrolíferas, tienen un largo historial de negacionismo climático y de financiación de políticas obstruccionistas. Financian a políticos, científicos, o medios de comunicación orientados a mantener intacto su negocio particular. A veces actúan las empresas directamente, y a veces lo hacen colectivamente a través de asociaciones y lobbies. También penetran en la sociedad civil favoreciendo entidades diversas, no sólo para obtener propagandistas, sino también para callar bocas y neutralizar los movimientos opositores. Aunque las petroleras figuran en cabeza de este grupo, hay muchas otras empresas que actúan de forma parecida: químicas, automóvil, la agroindustria, tabacaleras, industria de defensa, constructoras de obras públicas, eléctricas… Es fácil encontrar ejemplos de campañas empresariales en muchos campos. Todas tienen en común la defensa de su actividad específica, la continuidad de su negocio particular.
La actuación de estos grupos empresariales en defensa de sus intereses muestra una de las falacias sobre las que se construye la defensa del capitalismo. Una defensa que habla de flexibilidad, de innovación para adaptarse al entorno, del cambio permanente. En el mundo real esta adaptación es mucho más difícil que en los textos propagandísticos. Las empresas no sólo dependen de costosas inversiones que necesitan amortizar, sino que acumulan una experiencia que es difícil trasladar a nuevas actividades. Sin contar que su objetivo fundamental es mantener una actividad que les resulte rentable. Antes que adaptar cambios radicales, preferirán dedicar recursos a mantener su línea de negocio, a controlar el «medio» que lo favorece, a tratar de retardar los cambios. Y de aquí surgen todas las políticas obstruccionistas que muestran la incapacidad de las sociedades capitalistas de adaptarse a lo que es el mayor desafío, la crisis ecológica.
La nueva industria tecnológica
La nueva tecnología informática se ha presentado siempre como una promesa de eficiencia en el uso de los recursos. Muchas de las políticas que se proponen para reducir contaminación, residuos, y otros despilfarros, tienen su respuesta en forma de digitalización. Basta recordar el recurrente tema de las smart cities, la gestión «inteligente» de las ciudades. Durante años incluso se hizo popular la idea de una economía de la inteligencia, desmaterializada. La realidad es otra; las nuevas tecnologías son grandes consumidoras de recursos: de energía, de agua, de minerales. Su funcionamiento requiere de enormes infraestructuras. Y su universalización genera una nueva oleada de desastres ambientales. La economía del control social es también la economía de la depredación ambiental.
Nacionalismos
Más allá de los elementos estrictamente capitalistas, influyen otras cuestiones de orden más político. La historia del capitalismo es también la historia de las naciones y los imperios. El capitalismo se constituyó como un sistema global apoyado en instituciones estatales que, al igual que las empresas, competían entre sí: por recursos, por mercados, por influencia, por imponer su religión… Todos los países generan un marco cultural que separa a los «nuestros» del «resto», todos aspiran a ser importantes (aunque la liga de las naciones es parecida a las ligas deportivas, solo unos pocos aspiran al liderato), a ser más que el resto. Ello se traduce en el plano económico en promover la competencia frente a la cooperación.
Todos los bloqueos a las políticas ambientales se han basado precisamente en la defensa de los intereses nacionales. Aunque casi siempre detrás están los intereses de los grupos económicos hegemónicos en cada país, los gobernantes tienen también en mente la defensa de los empleos locales y de los recursos económicos que necesitan para legitimar su poder.
El abandono progresivo del reformismo ambiental europeo tiene mucho que ver con esto. No sólo del crecimiento de fuerzas negacionistas en muchos países; también del convencimiento de la propia dirección comunitaria de que sus propuestas medioambientales ponen en peligro su poderío económico. La constatación de estar mal situados en la nueva economía tecnológica —faltan lideres empresariales y se carece de los recursos naturales—, así como el convencimiento de que sus regulaciones ambientales y sociales les sitúan en mala posición en la competencia internacional. Por ejemplo, la industria automovilística alemana está aterrada por la competencia de la nueva industria china. No deja de ser paradójico que esta industria alemana, que hizo todas las trampas que pudo para eludir controles ambientales y prolongar la vida de la tecnología diésel, se sienta desplazada por el mayor empuje de los vehículos híbridos o eléctricos chinos.
En lugar de optar por una transformación profunda de la estructura de producción y consumo europea, la defensa de la competencia se vuelve a plantear en clave tradicional, frenando las dinámicas que podrían, cuando menos, aliviar la crisis ambiental que ya tenemos encima.
Economistas y otros tecnócratas
La visión de los políticos está influenciada por la extensa red asesores e ideólogos. Muchos de ellos, trabajando directamente para los grandes grupos capitalistas. Otros, en la academia y en las grandes instituciones públicas. Los economistas juegan un papel esencial en la definición de las políticas económicas. Y, en su mayoría, son absolutamente insensibles a las cuestiones ambientales. La presunta ciencia económica se ha construido blindada al mundo natural y social. Lo explica muy bien Alberto Garzón en su comentario sobre los últimos premios Nobel de Economía. Hay una confianza ciega en la capacidad de los mercados y la innovación para hacer frente a todos los problemas que se plantean. El concepto de sustitución tan integrado en su análisis sugiere que siempre será posible «sustituir» unos recursos por otros. Deísmo tecnológico e ignorancia de los procesos naturales van de la mano. Incluso algunos de los que saben que lo del cambio climático va en serio, y que habrá que transformar muchas cosas, argumentan que primero hay que acumular en forma convencional para obtener los recursos que permitan financiar las inversiones necesarias para transitar hacia una economía sin energía fósil. Este es, por ejemplo, el tipo de argumento con el que tratan de convencernos para que aceptemos la ampliación del aeropuerto de Barcelona.
Los economistas, por desgracia, no están solos. Aunque los mejores científicos naturales avisan cada vez más alarmados de los peligros del cambio climático, hay una inmensa masa de científicos superespecializados, de ingenieros ingeniosos, y de tecnócratas ególatras, que siguen confiando en que las innovaciones podrán con cualquier problema y que el crecimiento sigue siendo básico para afrontarlos. No es casualidad que en este círculo de «superhombres» se encuentre la élite de la transformación digital. Una élite que comparte su sentimiento de superioridad y su desprecio por el resto de la sociedad y la naturaleza.
Y una población atrapada y adicta
Las empresas capitalistas configuran la vida de la gente de muchas y distintas formas. Desde las condiciones de trabajo y el empleo hasta muchas de las formas de consumo. Mediante su influencia social, pueden determinar políticas públicas, incidir en la urbanización, en el modelo de servicios públicos. El desarrollo del capitalismo se ha basado en ir colonizando nuevos espacios de actividad. Desde una fase inicial, centrada en la producción de bienes industriales y el comercio a la larga distancia, hasta la economía del ocio y los servicios personales. En la medida de lo posible, genera rutinas y adicciones para fidelizar a su clientela y hacer que se convierta en compradora reiterativa. No hay negocio tan redondo y sostenido como el de productos adictivos. Para muchas personas es difícil pensar en una vida organizada de otra forma. Una parte de nuestra vida depende de hábitos y rutinas que no pueden cambiarse sin esfuerzo. Nuestros ingresos básicos dependen de un empleo. Cambiarlos siempre implica remover una fuerte resistencia. Lo muestro con un ejemplo: en el segundo mandato de Comuns, se inició en Barcelona un intento de cambio en el sistema de recogida de residuos. Se eligió una parte del barrio de Sant Andreu, donde la propia Asociación de Vecinos era partidaria de establecer la recogida puerta a puerta. Era el sistema que mejores resultados daba en cuanto a porcentaje de recuperación de residuos. Cuando se inició la implantación del sistema, hubo una fuerte resistencia social. Encabezada por una pseudo alianza entre los partidos de derechas y un grupo ultraizquierdista contrario a cualquier control. Y es verdad que obtuvieron bastante seguimiento; la gente se quejaba de la incomodidad del nuevo sistema. Al final, el experimento piloto quedó limitado a la zona inicial (el Partido Socialista, siempre alérgico a los cambios, se ocupó de bloquearlo). Hoy, la zona sigue con la recogida puerta a puerta y, según las estadísticas que publica la AMB, sigue siendo la segunda zona del área metropolitana con el mejor índice de recogida (casi el doble de la media de Barcelona). Pero lo que es a todas luces es un éxito, en cuanto eficiencia de recogida, no se generaliza, por la incapacidad de canalizar la inercia social (y, posiblemente, la de la propia empresa que gestiona el servicio). Esto es un ejemplo, hasta cierto punto nimio, respecto de lo que pueden significar otras cuestiones como eliminar el uso masivo del coche privado. Sin contar con que el miedo a la pérdida de empleos convierte muchas veces a los trabajadores y a los sindicatos en rehenes de las empresas.
El capitalismo verde pasó de largo y seguimos a la intemperie
El sueño de un pacto social con un capitalismo verde se ha desvanecido. La combinación de fuerzas que he intentado destacar genera una dinámica perversa de la que no se puede esperar nada bueno. La falta de libertades y de democracia es su otra cara, ya imperante en China y los Estados Unidos, y en vías de generalización en partes de Europa.
Apelar al capitalismo como culpable de la crisis ambiental y propugnar, sin más, que hay que acabar con el capitalismo acaba siendo poco más que un exabrupto o una forma complaciente. La deriva autoritaria y antiecológica en la que estamos metidos tiene sus raíces en procesos que abarcan a mucha más gente que las élites capitalistas. Por eso son tan difíciles de combatir. El capitalismo ha construido un modelo civilizatorio que resulta difícil de cambiar para mucha gente. No sólo por los brutales mecanismos de represión y control, que también. Tenemos un margen bastante estrecho para afrontar el desastre y cambiar la historia. Y requiere de acciones en muchos campos diferentes, implicación de mucha gente. Necesitamos políticas paliativas, reformistas. Y pensar en serio en un diseño social poscapitalista y en las vías para hacerlo posible. Y la enorme cantidad de cuestiones que debemos afrontar hacen aún más ridícula e irritante la irresponsabilidad de tanto presunto líder de la izquierda embarcado en querellas personales. Es tiempo de pensar a lo grande, y seguir actuando en lo pequeño.
https://mientrastanto.org/250/notas/el-ocaso-del-capitalismo-verde/.