En el mundo anglosajón, la voz “filosofía” refiere casi siempre a una forma y estilo de filosofía académica que empezó a consolidarse a finales de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos, partiendo de un abanico de escuelas y tradiciones que se originaron a principios de la misma centuria: la llamada filosofía analítica. En un libro publicado recientemente, A Social History of Analytic Philosophy (Verso, 2025), su autor, Christoph Schuringa, denuncia lo que ve como una colonización del pensamiento por parte de este prisma y niega que existan algo así como unas “condiciones necesarias y suficientes” para definirlo, como gusta expresar a los hablantes de la jerga analítica. Aunque sí entiende, y esa es la tesis más sugerente de su obra, que se trata de una aproximación que converge histórica y conceptualmente con el marginalismo y la economía neoclásica.
En el marginalismo, “un sujeto individual es un átomo que debe ser comprendido por sí mismo, al que se le presupone estar comprometido con maximizar su beneficio y que se la pasa contrastando sus acciones con un mundo de hechos y opciones que lo confrontan inerte”, explica Schuringa a preguntas de Viento Sur. “Esto refleja la mentalidad básicamente empirista de la filosofía analítica, tratando el término ‘empirista’ en un sentido muy amplio, pues no todos los autores de esta corriente son necesariamente defensores explícitos del empirismo como doctrina epistemológica”, añade.
Schuringa considera que este conjunto de visiones del mundo despojan a los seres humanos de todo aquello que los distingue en tanto que personas únicas, de su individualidad, presentándolos como objetos abstractos desprovistos de toda complejidad. La cuestión del sujeto, que obvian muchos analíticos, es una preocupación típica de la mal llamada “filosofía continental”, un término en el que los filósofos de la tradición criticada embuten todo lo que no encaja en sus presupuestos. En palabras del autor que nos ocupa: “Esta mentalidad acoge la pulcritud de tener al individuo retraído a un punto básicamente sin extensión, vaciado de lo que los filósofos ‘continentales’ llaman subjetividad”.
A todo ello, Schuringa añade que “esto significa que el progreso del sujeto a través del mundo puede ser tratado como un proyecto de cálculo, con hechos empíricamente dados como insumos. Este modelo, que todo aquel que reflexione sobre la vida humana real se da cuenta de que es completamente irreal, es el modelo básico tanto de la economía neoclásica como de la filosofía analítica”. Aunque la coincidencia entre marcos interpretativos no fue tan sólo conceptual. En este libro se recuerda que algunos de los buques insignia del pensamiento analítico, de entre los que destacan Hans Reichenbach, W. V. O. Quine, Donald Davidson y Nicholas Rescher, estuvieron en nómina del think tank liberal-conservador RAND Corporation para que desarrollaran, junto a economistas ortodoxos, el paradigma de la teoría de la elección racional y la teoría de juegos, dos aproximaciones que encajan a la perfección con las visiones simplificadoras descritas arriba.
En una presentación de su libro, Christoph Schuringa dio otra definición de filosofía analítica que puede contribuir a clarificar el objeto de su crítica: es una filosofía centrada esencialmente en dar explicaciones (o “accounts”, en inglés). El autor contrapone el dar explicaciones a armar una teoría, pues lo segundo requiere, para él, comprometerse con el valor explicativo del mentado marco teórico. La explicación, en cambio, no te compromete más que con el objeto aislado que pretendes explicar, razona. En línea con lo afirmado en el primer párrafo, solamente te responsabiliza a dar las condiciones necesarias y suficientes del objeto escogido. Además, Schuringa opina que una explicación exhaustiva de según qué fenómenos puede llegar a ser extremadamente difícil, lo que fuerza a los analíticos a ceñirse a aproximaciones muy esquemáticas y superficiales, igual que cuando muchos de ellos intentan comprimir el comportamiento humano en modelos matematiformes como los ya descritos.
Resumiendo, el libro aquí reseñado equipara la ideología de la filosofía analítica al liberalismo, tras señalar procesos de desarrollo en paralelo y algunas intersecciones. Y al apuntar también que en ambos se asume que las partes contendientes del debate filosófico entran y se confrontan en una especie de mercado de ideas. E igual que en algunas aproximaciones al liberalismo, cree Schuringa, se acepta que las condiciones de entrada son iguales para todos, y que es en el libre intercambio cuando una determinada idea se impone.
Analíticos de izquierdas
Christoph Schuringa concede que no todos los analíticos se encuadran en ideas liberal-conservadoras e incorpora en su ensayo a intelectuales que pretendieron conjugar la filosofía analítica con el marxismo, o por lo menos, en palabras del autor, con un liberalismo radical de izquierda. El Círculo de Viena, con Otto Neurath al frente, estuvo compuesto en buena parte por pensadores inequívocamente comprometidos con la transformación social. En concreto, sus miembros estuvieron implicados en proyectos para garantizar un acceso universal a la vivienda o a la educación. Neurath, en particular, defendía la colectivización de los medios de producción, pero también rechazaba la teoría del valor o una teoría determinista de la lucha de clases, rememora Schuringa. Este pensador proponía como alternativa un cálculo utilitarista de la felicidad, con un aire al cálculo propuesto por los marginalistas, aunque él apostaba por no plantearlo en términos individuales, sino de comunidad.
Tanto Neurath como Rudolf Carnap, otro miembro prominente del círculo vienés, asumían una forma de reduccionismo por el que el mundo se podía explicar por leyes científicas y propiedades fundamentales, conocido como fisicalismo. Al principio, en sintonía con los primeros analíticos, como Bertrand Russell, Carnap sostenía un fenomenalismo que venía a proponer que era posible reconstruir conceptualmente el mundo mediante experiencias sensoriales privadas. Pero el debate con Neurath lo condujo a aceptar un intersubjetivismo fundamentado en afirmaciones observacionales básicas sobre fenómenos públicos. Este consenso llevó a la mayoría del Círculo de Viena a abandonar el término “filosofía” para hablar de “concepción científica del mundo”, recuerda Schuringa.
La conjunción mentada floreció décadas más tarde con las aportaciones del llamado marxismo analítico, con Gerald Cohen como fundador de facto, un autor que el libro trata en el último capítulo. Al igual que el ala izquierda del Círculo de Viena, los marxistas analíticos rechazaban los lenguajes de la metafísica y apostaban por las semánticas formales de la lógica y de la ciencia más convencional, refiriéndose a la dialéctica de inspiración hegeliana como “charlatanería” (o “bullshit”, en inglés). En los trabajos de Jon Elster, otro marxista analítico, a las formaciones sociales había que entenderlas partiendo de las partes que las fundamentan, los individuos, sin desdeñar herramientas como la teoría de juegos y de la elección racional. Leídas, eso sí, en clave altruista y no desde el cálculo egoísta. Pero también a preguntas de Viento Sur, Schuringa indica que ni en las obras de los precursores de lo que se ha venido a conocer como filosofía analítica ni en la de sus continuadores (incluída su derivada marxista) el individualismo debe ser aceptado como un imperativo necesario.
El atomismo propio del principio de composicionalidad de Gottlob Frege, considerado un referente analítico avant la lettre, no conduce necesariamente al individualismo metodológico, afirma el autor de esta obra. Por “principio de composicionalidad” hay que entender la asunción de la tesis de que el significado de una expresión compleja viene dado por el significado de las partes que la constituyen. Esta premisa rezuma atomismo, pues acepta la partición de un objeto en entidades mínimas; pero de ella se puede deducir además algo parecido a un emergentismo mutualista, que algunos, como Andreas Malm, han tomado prestado para explicar el marxismo. El emergentismo es un paradigma de la filosofía de la ciencia que señala que de un conjunto de partes pueden emerger propiedades que no se encuentran individualmente en los componentes de un todo, como es el caso del agua, un elemento con la capacidad de apagar un fuego; frente a sus partes, el oxígeno y el hidrógeno, que ejercen el efecto contrario. El mutualismo, en cambio, considera posibles efectos del todo emergente sobre las partes, algo que resuena en el principio de contexto de Frege, que viene a sostener que el significado de una palabra emerge de un contexto determinado.
La caída en el individualismo, apunta Christoph Schuringa, se da en Bertrand Russell cuando éste abraza a la epistemología empirista. “El Russell de 1910 en adelante se vuelve más afín a la concepción cartesiana-lockeana, que considera que al sujeto le vienen dadas las representaciones del mundo de forma infalible, mientras hace frente a la pregunta sobre cómo puede dar sentido a estas representaciones como forma de acceso al mundo exterior”, responde el autor a esta publicación. “Esto lleva al individualismo, ya que cada sujeto es separado del resto al tener que reflexionar sobre cómo establecer ese contacto”, declara Schuringa.
El escritor del texto aquí reseñado reconoce, también, cierta simpatía por la reintroducción de la lógica modal en la filosofía analítica a partir de los aportes de Saul Kripke, ya que supone el abandono del empirismo estricto que prima en filósofos como W. V. O. Quine. Eso es porque la lógica modal se fundamenta en operadores del tipo “es posible” o “es necesario”, que refieren cuando algo puede existir o concretarse en una determinada situación contrafáctica, pero no en todas, y cuando algo existe en todo mundo que podamos imaginar. Por ejemplo, que llueva o haga sol un día del calendario determinado es una posibilidad, pero no una necesidad; mientras que 2 + 2 = 4 es algo necesario en todo escenario imaginable. Quine, en tanto que minimalista ontológico, consideraba que el conjunto de objetos existentes debía restringirse al máximo, y que la retórica de los mundos posibles nos llevaba a la especulación y, por lo tanto, fuera del campo de lo científico.
Schuringa además pone en valor a autores analíticos contemporáneos como Timothy Williamson, quien defiende que la lógica modal es la mejor metafísica de la que disponemos y, en coherencia, funda todo un método filosófico en ella.
Marxismo y lenguajes formales
El centenario del nacimiento de Manuel Sacristán es una ocasión inmejorable para presentar a Christoph Schuringa un ejemplo fructífero de convergencia entre tradiciones empíricas y marxismo. Sacristán consideraba que los métodos de la ciencia corriente, por definición, son “una sucesión de operaciones regulada y repetible”. Esto excluye la dialéctica de la denominación “método científico”, pues para el filósofo homenajeado en 2025, sin llegar a tacharla de charlatanería como hacían los marxistas analíticos, no era más que un “estilo intelectual” y una fuente de “metáforas precientíficas” de un Marx que concebía su obra como un todo artístico. En varios de sus textos y conferencias, Sacristán se burlaba de lo que veía como “chovinismo científico” por parte del autor prusiano, que, según él, le llevaba por todo tipo de senderos exóticos del conocimiento situados bajo el paraguas de la llamada “ciencia alemana”, hoy desestimada.
Como buen lógico, Manuel Sacristán simpatizaba con la tentativa de Michio Morishima de formalizar la economía de Marx. También con la pretensión de Maurice Godelier de fundamentar al marxismo en la empiria. Sin ser un marxista analítico en sentido estricto, el pensador español nos legó una forma de concebir el encaje entre la aspiración de rigor científico de las ciencias de su tiempo, que a casi todos los efectos sigue siendo el nuestro, y el esquema general del marxismo. Defendía que “la noción marxiana de sistema o teoría contiene, desde luego, la aspiración a un núcleo teórico científico-positivo” potencialmente formalizable. Dicho lo cual, dos aspectos cabe destacar de ese legado: la noción de totalidades concretas y su defensa de la lógica de inferencia clásica.
Es posible ser fiel a Manuel Sacristán y por ende a una concepción ortodoxa del marxismo, como bien señala Gonzalo Gallardo, y a la vez eludir los vicios de los analíticos expuestos por Schuringa. Y lo es por la posibilidad de caracterizar rigurosamente las citadas totalidades concretas, que Sacristán refiere en el prólogo al Anti-Dühring de 1964, partiendo del mutualismo ya descrito más arriba, tal y como lo encaja Andreas Malm en Karl Marx, y con el apoyo de alguno de los autores de tradición analítica enumerados. Malm explica en The Progress of this Storm (Verso, 2017) la capacidad de un directivo de una multinacional de gobernar sobre las vidas de decenas de miles de personas mediante la coacción muda (por utilizar la expresión de Marx) que emerge como propiedad de una determinada estructura de relaciones de producción: estratificada en clases sociales y distribuida en un número amplio de unidades de producción, generalmente descoordinadas. Es factible describir esta estructura sin recurrir a la dialéctica.
En Modal Logic as Metaphysics (OUP, 2013), Timothy Williamson argumenta que el lenguaje para el estudio de la filosofía es la lógica modal de inferencia clásica. Esta asunción le obliga a asumir el necesitismo, o la creencia de que todo lo posible existe de forma necesaria, pero que otra cosa es que sea concreto en el mundo actual. Es tan solo una forma de formalizar nuestra capacidad de imaginar situaciones contrafácticas. En Nature’s Capacities and Their Measurement (OUP, 1994), Nancy Cartwright introduce la noción de capacidad para referir los poderes causales de un objeto, o la capacidad del mencionado para provocar cambios en el mundo. El ejemplo clásico es la capacidad de la aspirina de curar un dolor de cabeza. Giacomo Giannini, por su lado, sostiene en varios artículos que la noción de capacidad de Cartwright exige asumir algún tipo de necesitismo, pues, siguiendo el ejemplo anterior, para que una aspirina sea considerada como tal es necesario que cure dolores de cabeza. Pero para que eso pase (es decir, para que su capacidad se concrete en el mundo actual) alguien que lo sufre debe ingerirla. Mientras eso no se da, sus poderes causales no se manifiestan.
En un terreno más enmarcado en la ciencia corriente, Judea Pearl defiende en The Book of Why (Basic Books, 2018) que los modelos causales estructurales (SCM, por sus siglas en inglés), un instrumento de base estadística, son mucho más precisos que la lógica modal convencional. A Pearl se le pueden añadir las aportaciones del filósofo taiwanés Duen-Min Deng, que considera de manera más técnica porque es posible y deseable asumir los SCM y preservar las premisas de la lógica modal de inferencia clásica de Williamson: para superar algunos problemas propios del lenguaje que el lógico británico mentado favorece. Y estudios recientes en el ámbito de los SCM dinámicos, que asignan variables de tiempo al lenguaje de Pearl, permiten capturar la noción de movimiento de la dialéctica de Hegel y Marx. Con todo lo enumerado, es plausible contraponer los SCM dinámicos a la formalización de la dialéctica que Graham Priest y Elena Ficara proponen en el recopilatorio The Formalization of Dialectics (2024), contra el criterio de Sacristán, que ya arremetió contra Priest y su lógica paraconsistente, que acepta algunas formas de contradicción. Esta comparación es necesaria, pues la imprecisión de la definición de la dialéctica es un escollo que no permite estudios comparativos.
Siguiendo el ejemplo del directivo que utiliza Malm, sería posible describir matemáticamente, con los SCM dinámicos, la estructura de la que emerge la coacción muda que da poderes al susodicho mando capitalista para gobernar las vidas de sus empleados. En concreto, fundamentar con un lenguaje formal la premisa de que el poder de gobernar es una capacidad necesaria en cualquier ser humano que deviene concreta bajo una determinada estructura de relaciones de producción (una forma complicada de referir que todos llevamos un déspota dentro). Todo esto haría superflua la dialéctica y demostraría que Manuel Sacristán andaba en lo cierto al sugerir que el diálogo entre tradiciones es una tarea ineludible si queremos seguir siendo fieles a Marx. Eso sí, sin olvidar los riesgos que señala Christoph Schuringa en el libro reseñado. El debate está muy lejos de concluir.
Quique Badia Massoni es Periodista, investigador por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y miembro de Espai Zero Vuit
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