Al escribir, no vale disparar a lo loco, llenando páginas con palabras vacías rimbombantes que nada dicen. Hay que afinar la puntería, elegir el adjetivo justo y austero que dé forma y claridad al argumento.
Las palabras y los números deberían servir para entendernos. Otorgan precisión. Con más razón en las democracias, cuya justificación más poderosa, es la institucionalización del diálogo como una investigación compartida acerca de las mejores decisiones. Pero no. Los debates solo sirven para eludir discusiones genuinas. Sucede entre los políticos y en los textos de opinión. Se comprobó en las «explicaciones» del apagón, asunto precisable donde los haya. Permítanme ilustrar el trastorno con un rodeo por una historia de la academia en la variante «humanidades», el lugar donde, supuestamente, se cobijan los más nobles espíritus.
Gracias a las librerías de los aeropuertos, de vez en cuando un científico social alcanza una rentable popularidad no atribuible a la calidad de su producción. Le sucedió a finales del siglo pasado a Samuel Huntington con El choque de civilizaciones, un libro que funcionó, entre otras cosas, por las circunstancias políticas del momento. El hombre tenía mucho ojo para «las circunstancias»: veinte años antes, con The Crisis of Democracy, había proporcionado munición argumental a la influyente Comisión Trilateral en su condena de los «excesos democráticos» en los países occidentales.
El choque, cargado de diversos esencialismos -no muy diferentes de los popularizados por el comunitarismo-, presentaba a las «civilizaciones» como entidades eternas de la cuna a la tumba y con fronteras trazadas con escuadra y cartabón. Cada cultura, un árbol solitario, sin injertos ni mestizajes. Como las plantas de El Corte Inglés: cada una en sus asuntos. Quienes saben de estas cosas nunca se lo tomaron muy en serio, pero su eco persiste tanto entre tirios como entre troyanos, tanto entre partidarios de «la lucha contra el mal» como entre los defensores del «diálogo de civilizaciones». Si quieren confirmar su cochambre documental echen una mirada al recomendable ensayo Cómo el mundo creó Occidente, de Josephine Quinn, que nos documenta lo evidente: «No son los pueblos quienes hacen la historia, sino las personas, y las conexiones que crean entre sí».
En su ensayo, Huntington cultivaba los peores procedimientos de los opinadores: las etiquetas como conjuros. Parecía optar por jugar en las ligas mediáticas, siempre tan agradecidas, después del serio revés académico experimentado pocos años antes, cuando su candidatura a la Academia Nacional de Ciencias de EEUU fue rechazada gracias a que Serge Lang, paciente matemático, se entretuvo en mostrar que las «fórmulas» y métodos cuantitativos utilizados en un libro anterior eran pura filfa, pseudociencia palabrera para dar apariencia de objetividad a sus fantasías. Escaldado, Huntington en su exitoso ensayo abandonó fórmulas, estadísticas y modelos matemáticos y se entregó a las ocurrencias: convenientes datos elegidos a la carta, vagas tendencias demográficas, etc. En fin, el cherry picking tan común en el renacido género de las «leyes generales de la historia humana», muy popular, especialmente desde el Sapiens de Harari, otro de aeropuerto. No faltaron -nunca faltan- quienes quisieron extraer precipitadas enseñanzas metodológicas acerca de las bondades de lo «cualitativo» frente a lo «cuantitativo», como si la buena teoría social estuviera negada para la buena matemática, como si no existieran los trabajos solventes de Peter Turchin, Jack A. Goldstone, Andrei Korotayev o del último premio Nobel de economía, Daron Acemoglu.
Pero todo se entiende. Se entiende, en primer lugar, el afán de decorar con números las consideraciones políticas. Los números proyectan una ilusión de rigor. Lo vemos cada día, incluso en este mismo periódico, en una reciente crítica a Sánchez por «echarse en manos de China, el mayor contaminante mundial (…), cuyas emisiones de dióxido de carbono son el 31% de las que hay en el mundo, más que la UE y Estados Unidos juntos». No hace falta estudiar análisis dimensional (si les da por ello, les recomiendo un viejo manual, casi pionero, de uno de nuestros más brillantes -e ignorados- matemáticos, Julio Palacios) para caer en la cuenta de que se están comparando magnitudes inconmensurables, no normalizadas por una dimensión relevante: la población. Si se hace, queda claro que el mayor contaminante per cápita es EEUU, con 17,6 toneladas de CO2 por habitante (y un total histórico de 1.570 toneladas), muy por delante de China, con 10,1 toneladas (y 227 históricas).
Por supuesto, la solución ante los deslices numéricos no radica en entregarse a los «métodos» cualitativos, a los adjetivos. Donde esté un buen número que se quiten todos los adjetivos. Los números son adjetivos, los mejores: describen o cualifican propiedades de los sustantivos con precisión y especificidad. Preferimos «la mesa mide dos metros» a «la mesa es grande», o «hay tres personas» a «hay pocas personas». Más en general: nada supera la calidad del razonamiento matemático (que es algo más que números, dicho sea de paso). Las matemáticas imponen la limpieza a los razonamientos. Por muchas razones. Primero, obligan a mostrar los supuestos argumentales, precisando los conceptos y la anatomía lógica de las inferencias. Segundo, aseguran conclusiones libres de esos errores tan frecuentes en las estrategias narrativas de los textos de humanidades y de opinión, que, por más persuasivos que resulten, suelen incluir conjeturas espontáneas, términos imprecisos o polisémicos, inferencias basadas en evidencias limitadas, pasos argumentales arbitrarios, falacias sutiles o causalidades plausibles no verificadas. Y hay más: las matemáticas permiten deducir múltiples consecuencias, manejar teorías complejas con diversas variables, comparar teorías para evaluar su consistencia o redundancia y formular enunciados precisos y falsables. Decir «el PIB crecerá un 3%» es más arriesgado —y por eso más valioso— que decir «el PIB crecerá».
Pero es que tampoco hay esperanza en los adjetivos. Si los números se usan mal a veces, los adjetivos se maltratan a diario. Han perdido su natural función de matizar y graduar al sustantivo. El maltrato toma dos formas. La primera es usarlos para esquivar el debate genuino. Basta con ver la soltura con la que arrojamos oxímoron para «salvar contradicciones»: independentismo democrático; islamismo moderado; nacionalismo integrador, etc. Lanzado el conjuro se orilla el problema. Claro que a veces tampoco el sustantivo desnudo ayuda mucho: negacionista; progre; facha; populista; y toda la retahíla rematada con el sufijo -fobo (xenófobo, homófobo, islamófobo, etc.). Y, que no se me olvide: putinista, una etiqueta tan elástica que hoy podría aplicarse a Willy Brandt, Helmut Kohl, Hans-Dietrich Genscher, De Gaulle, Palme, Kissinger, Brzezinski y hasta George F. Kennan, ¡el padre de la guerra fría!.
Otro tipo de maltrato, esta vez realmente populista, consiste en usar frases efectistas para poner al otro en el «lado malo» sin escuchar sus razones. Palabras como «populista», «negacionista» o «extremista» sirven bien a ese propósito. No es algo nuevo: Borges recordaba a De Quincey y su frase tras recibir un vaso de vino en una discusión: «Ya ha dicho su digresión, ahora espero su argumento». Hoy, en tiempos de gritos y adjetivos arrojadizos, hasta se agradecería una digresión.
Estas reglas rigen los debates públicos. Si me diera por los consejos piadosos, sugeriría atender la lección de Pla, inspirada en Stendhal: precisión y sencillez. Al escribir, no vale disparar a lo loco, llenando páginas con palabras vacías rimbombantes que nada dicen. Hay que afinar la puntería, elegir el adjetivo justo y austero que dé forma y claridad al argumento. La cortesía del filósofo. Pero no cabe engañarse, a estas alturas, los buenos deseos están -o deberían estar—bajo sospecha. Ya no cabe repetir: si los ciudadanos fueran santos y sabios. Las jeremiadas constituyen la peor manera de esquivar el reconocimiento de los retos.
Las cosas están así. Así de mal. No es que falten el afán de verdad o de precisión, sino que se rehúyen a sabiendas. Lo dictan las reglas de juego de la competencia política, la supervivencia. La verdad nunca es retribuida. Y una vez en marcha el juego, lo demás rueda solo. Sabido por todos que de nada sirven las buenas razones, los talentos -que los hay-se entregan a las trapacerías, con números y con letras. Si se piensa bien, no es más que una variante -o una consecuencia- de lo que ocurre en los códigos morales desde aquel instante en el que Pedro Sánchez pasó de «en ningún caso» a «siempre que haga falta». Después de una inconsistencia moral todo está permitido, hasta la inconsistencia lógica. Al final, tendrán razón quienes repiten que la sintaxis es una cuestión moral.
El Mundo (30.05.2025)
https://www.asec-asic.org/2025/06/03/cuando-ya-no-sirven-cifras-ni-letras/.