“El eslabón perdido” por Miguel Candel

No hace mucho hablábamos aquí de la necesidad de «romper la cadena imperialista» a fin de preservar los bienes básicos de la mayoría de la población de este planeta. Siendo el más básico, obviamente, la vida, amenazada cada día que pasa por el belicismo de unas élites dispuestas a todo con tal de mantener y aun aumentar sus privilegios.

Pues bien, es de sobra conocida la idea, formulada en su tiempo por Lenin, de que la forma más segura de romper una cadena es centrar los esfuerzos en su eslabón más débil. Aceptado este criterio, la pregunta que sigue es: ¿cuál sería el eslabón más débil de la actual cadena imperialista?

Si en la línea del artículo con el que empezamos a ocuparnos de este tema suponemos que la cadena en cuestión está formada por tres eslabones principales, que siguiendo a Samir Amin y a otros autores, como Lester Thurow, serían la tríada formada por los EE.UU., Europa y el Japón, pocos dudarán hoy de que a partir de la guerra de Ucrania es esa parte de Europa que llamamos Unión Europea la que reúne todas las características de lo que en geopolítica se considera una posición débil: en retroceso económico, sin capacidad militar autónoma y atada por el Tratado del Atlántico Norte a otra gran potencia (hoy por hoy la mayor del mundo) que le impone condiciones de auténtico vasallaje.

Veamos lo que dice en un reciente artículo el historiador de nacionalidad alemana y origen turco Tarik Cyril Amar sobre el futuro de Europa tras la guerra de Ucrania:

¿Qué pasará con el nuevo militarismo impulsado por una deuda monstruosa? ¿Volverán los europeos de la OTAN y la UE a ser lo suficientemente sensatos como para redescubrir la diplomacia y la cooperación con Rusia? Si es así, ¿cuándo? ¿Antes o después de que finalmente se derrumben bajo el peso de los precios de la energía, la desindustrialización y la deuda pública?

Somos muchos los que venimos desde hace tiempo preguntándonos incrédulos cómo es posible que la mayoría de los países europeos, tras someterse primero a los intereses económicos de Alemania desmantelando ramas enteras de su industria mientras ese país fortalecía la suya hasta el punto de monopolizar prácticamente la producción de máquinas herramienta avanzadas y otros bienes de equipo de gran valor añadido, se han sometido a los intereses geopolíticos de los Estados Unidos cambiando el barato gas ruso por el cuatro más veces más caro estadounidense para ponerse finalmente en fila tras los dos últimos cancilleres alemanes y la también teutona presidenta de la Comisión Europea, marcando alegremente el paso de la oca (aunque en algunos casos, como el de Monsieur Macron, sería más exacto hablar del paso del pato).

Pasmados nos deja, a este respecto, la actual responsable(?) de relaciones exteriores de la UE, la estonia Kaja Kallas, que, ya que no puede estar callada, quedaría más a tono con sus proclamas belicistas rusófobas si se vistiera de walkiria (con o sin acompañamiento de música de Wagner). Pero nunca podrá hacernos olvidar a su predecesor, el en otros asuntos sensato Pepe Borrell, con sus llamamientos a derrotar a Rusia en el campo de batalla, aunque para sí mismo se reservara prudentemente el menos arriesgado papel de cuidador del «jardín» europeo. Resulta, por cierto, difícil de imaginar que dicho pensil sea, como reza la canción popular infantil, «el jardín del amor» (y desde luego, si en él luce alguna flor, será sin duda la rosa del azafrán, «que brota al salir el sol y muere al caer la tarde»: no más que eso duran, por término medio, los mercenarios europeos enviados al frente del Donbás).

Siguiendo con la ya célebre (aunque no por ello menos estúpida) alegoría de Borrell, fuerza es reconocer que los límites entre el «jardín» y la «selva» están cada vez menos claros y que los líderes europeos llevan tiempo dejando que campen a sus anchas en la economía de sus países las fieras privatizadoras de los bienes públicos y la maleza de la corrupción y el cohecho.

Pero además, volviendo a la incomprensible estrategia de esos líderes de renunciar a lo que en tiempos se llamó, con notable acierto, los «dividendos de la paz» (dividendos tan tangibles como una fuente continua de energía barata y otros recursos estratégicos clave) y poner, en vez de eso, todas sus esperanzas de remontada económica en el bombeo a gran escala de dinero público (o privado con la garantía del Estado, que para el caso es lo mismo) en la industria militar (ésa que en todas partes se lleva la palma en cuanto a inflar precios y comprar políticos), cuesta entender la lógica que pueda haber detrás de ello. Porque, aun admitiendo que entre 2008 y 2022 pudiera parecer estratégicamente interesante (aunque no por ello menos criminal) jugar a desestabilizar a la Federación de Rusia, acosándola con una cuña de la OTAN por el lado de Georgia primero y por el de Ucrania después, con la esperanza de que su régimen colapsara y fuera posible entrar a saco en su economía para repetir, aumentada, la rapiña de los tiempos de Borís «Botella» Yeltsin, lo cierto es que a partir de la respuesta militar rusa y la constatación de que ni el régimen político ni la economía de la Federación colapsaban, sino todo lo contrario, cuesta entender el empecinamiento de los (patéticamente) autocalificados como «Dispuestos» en poner todas las trabas posibles al incipiente acercamiento ruso-estadounidense como posible vía para alcanzar algún tipo de acuerdo razonable que ponga fin a la terrible sangría de vidas humanas en Ucrania y en Rusia. Tan dispuestos están a continuar la guerra pese a la disminución de la participación directa de los EE.UU., que ―colmo de la estupidez― aceptan pagar, ¡con un recargo del 10%!, las armas estadounidenses que seguirán enviando a Ucrania, obviamente en detrimento de los fondos destinados a nuestra sanidad, nuestra enseñanza y nuestras pensiones. Y lo que es peor: sin que las poblaciones que van a verse afectadas parezcan capaces de reaccionar (difícil lo tienen cuando dirigentes sindicales como el inefable secretario general de la UGT, Pepe Álvarez, ha llegado al extremo de proponer la creación de un impuesto especial universal para financiar el rearme…). El periodista italiano Thomas Fazi ve así la insensatez europea: “Los líderes europeos están tan profundamente inmersos en la narrativa de la «victoria» que aceptar siquiera una parte de las demandas rusas sería un suicidio. Después de pasar dos años asegurando a sus ciudadanos que Ucrania estaba ganando la guerra, no pueden cambiar de opinión de repente sin enfrentarse a la indignación pública, sobre todo teniendo en cuenta las dramáticas repercusiones económicas de la guerra en las economías europeas. Pero la cuestión más profunda es estructural: los líderes europeos han terminado confiando en el espectro de una amenaza rusa permanente para justificar su continua erosión de la democracia, desde la expansión de la censura en línea hasta la persecución de las voces disidentes y la cancelación de elecciones, todo ello con el pretexto de combatir la «injerencia rusa». Zelensky también tiene motivos para oponerse a la paz. Poner fin a la guerra significaría revocar la ley marcial en Ucrania, exponiendo a su Gobierno al descontento reprimido por la corrupción, la represión y la gestión catastrófica de la guerra. De hecho, una encuesta reciente ha revelado que los propios ucranianos se muestran cada vez más favorables a las negociaciones que a los combates interminables. No es de extrañar que la cumbre de Alaska haya desatado el pánico en las capitales europeas, al igual que en Kiev.”

Hace tiempo que cunde en Europa la sensación de que estamos en manos de una de las generaciones de dirigentes políticos más mediocres jamás conocida. Quizá esa mediocridad, en tiempos de plutocracia rampante, nazca de la ceguera causada por su codicia, por la búsqueda a ultranza del beneficio personal en detrimento del bienestar de la mayoría. Pero incluso si es así, resulta difícil encontrar elementos en su comportamiento que permitan distinguir ese ciego egoísmo de la pura y simple estupidez. Lo cierto en que las consecuencias de la acción de un malvado no suelen ser muy diferentes de las de un estúpido, porque, como dice el refrán, «no hay tonto bueno». En todo caso, me pregunto si un Lenin redivivo se limitaría ahora a calificar a la Europa de la UE-OTAN de eslabón más débil de la cadena imperialista. Probablemente incluiría en la noción de débil la debilidad mental y añadiría el adjetivo que aparece en nuestro título

https://www.cronica-politica.es/el-eslabon-tonto/

Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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