“El rey Sadim y la omedcracia” por Miguel Candel Sanmartín

¿Quién no conoce el mito del rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba? (Veo muchas manos de escolares de última generación levantadas.) Bien, pues cuando se escriba la mitología inspirada en los principales hechos y fenómenos de nuestra Era, seguramente se hablará de una especie de rey Midas al revés (digamos un rey Sadim), que también podríamos llamar, seguramente con más propiedad, Capitalismo.

Pero bueno, ¿no es acaso propio del capitalismo convertir en oro cualquier materia, previa su transformación en mercancía? ¿No es capaz, a todas luces, de convertir en ese precioso metal algo tan despreciable, sucio y maloliente como el sudor humano (ya brote de la frente, del sobaco o de cualquier otra parte menos digna de nombrar)? Sí y no. Mucho habría que matizar al respecto.

Por ejemplo, lo del sudor. Por lo general, en esto del capitalismo el oro no suele ir a parar a quien ha segregado el susodicho líquido, sino a quien ha alquilado los servicios del secretor, siempre por sumas muy inferiores al valor final del oro obtenido.

En cuanto a las otras materias transformadas, el capitalismo, nacido en una época en que el universo empezó a dejar de considerarse finito, parece actuar como si no existieran límites materiales y suponer que lo que consideramos riqueza, amén de ser inagotable, tiene la virtud de reproducirse eternamente. Y eso llevado, más allá de la riqueza natural (que sí es reproducible), a lo que no es riqueza en sí, sino simple medio de intercambio: mucho antes de que se pudiera hablar de capitalismo, a los griegos se les ocurrió que el dinero podía procrear y a lo que nosotros llamamos rédito o interés lo llamaron tokos, que significa parto.

Por otro lado, y en cuanto a eso de no ponerse límites, hay que tener presente que las especies predadoras, como el hombre, tenemos tendencia a matar más presas de las que podemos comernos. Eso hacen, por ejemplo, los lobos y eso hacían los “buenos salvajes” antecesores nuestros en sus partidas de caza: al pie del acantilado conocido como Roche de Solutré, cerca de Mâcon, en Francia, se encuentran miles de restos fósiles de un caballo primitivo al que nuestros no menos primitivos congéneres mataban acorralando manadas enteras contra el borde del acantilado en cuestión hasta que los animales, aterrorizados, se despeñaban por docenas (menos mal que, según nos cuentan los modernos idealizadores de aquellas edades prehistóricas, el hombre vivía entonces “en armonía con la naturaleza”…).

No hace falta ser ecologista radical para ver que el “oro” engendrado por nuestro flamante sistema económico se obtiene esquilmando cantidades cada vez mayores de recursos materiales que, o bien podrían tener otros usos menos “áureos” pero más placenteros, o bien maldita la falta que hace que nos los carguemos para obtener rendimientos decrecientes y en beneficio, sobre todo, de una minoría privilegiada.

Pero hay algo que el rey Sadim, superándose a sí mismo, ha conseguido transformar en sentido inversamente proporcional a su valor inicial con éxito digno de inspirar mitologías enteras y duraderas: la democracia, que a partir de ahora debería llamarse también al revés, como en el título del presente escrito.

En efecto, como sabían Platón, Aristóteles y los padres de la constitución estadounidense (y por eso la consideraban indeseable, con la parcial excepción de Aristóteles, que la veía como un mal menor), la democracia, en su naturaleza originaria, no era un régimen que pretendiera proteger los intereses de todos los ciudadanos por igual independientemente de su condición social, es decir, su clase. Para empezar, la palabra demos no significaba “pueblo” en general, sino “pueblo llano”, concepto que excluía lo que hoy llamaríamos oligarquía (los muy ricos y poderosos). El hecho de que, al igual que en todas las sociedades estratificadas, el demos de las ciudades griegas fuera la mayoría de la población ciudadana (haciendo abstracción, en la Antigüedad, de la población esclava) ha dado pie a la posterior creencia de que el demos era la totalidad. En Roma lo tenían claro y para referirse a su ciudadanía no empleaban simplemente el término populus, “pueblo”, sino el más preciso de senatus populusque romanus, “el senado y el pueblo romano”, SPQR en inscripciones y estandartes (siglas que más de un espectador de películas “de romanos” ―el firmante incluido― ha malinterpretado a veces como SPOR, creyendo que los romanos eran gente especialmente aficionada al deporte…). Ni que decir tiene que el senado estaba formado precisamente por la oligarquía, las grandes familias propietarias (aunque también hubiera “nuevos ricos” surgidos de la plebe, cordialmente odiados y despreciados, claro, por los ricos “de siempre”).

Pues bien, el rey Sadim ha conseguido transmutar esa honesta visión socialmente diferenciada de la sociedad dividida en clases mediante el arte de birlibirloque consistente en simular que no existe tal división. Claro, el capitalista moderno ya no se distingue fundamentalmente del currante de a pie por poseer títulos nobiliarios, ya no se diferencia ostentosamente del resto por la forma de vestir o por el medio empleado para desplazarse (sí, todavía, por el lugar de residencia, pero sin que un Don Juan Tenorio moderno pueda describir sus aventuras con doncellas de todas las clases sociales diciendo aquello de “yo a los palacios subí, yo a las cabañas bajé”; los palacios y las cabañas existen, desde luego, pero ya no resultan tan visibles en los países desarrollados, sólo en lugares en que, como en Brasil, las cabañas se amontonan en inmensas “favelas”).

Como dice Herbert Marcuse en El hombre unidimensional, el capitalismo ha homologado las formas de vida de la gente eliminando todo criterio de medición del status social que no sea simplemente el nivel de renta. Operación que, obviamente, triunfó primero en los Estados Unidos, país casi sin historia (salvo la muy triste de sus poblaciones autóctonas exterminadas) y, por tanto, sin raíces sociales profundas ni profundamente diferenciadas.

Esa homologación no sería, en principio, nada lamentable, si no fuera porque ha servido para encubrir las cuasi infinitas trampas que encierra la democracia moderna en su versión “estándar”, pudorosamente adjetivada como “liberal”. Democracia intrínsecamente desnaturalizada por unas diferencias de renta que hacen que, como se dice de los Estados Unidos, no siempre gana el que más dinero gasta en las campañas electorales, pero nunca gana el que gasta menos. Y si, por descuido o exceso de confianza de la oligarquía, excepcional capacidad movilizadora de los defensores de la razón y la justicia social, o ambas cosas juntas, logran ganar los que están decididos a hacer valer los derechos del demos en todos los ámbitos de la vida, empezando por el reparto de la riqueza, entonces siempre está al quite un Franco, un Pinochet o una cascada de sanciones económicas impuestas desde Washington y Bruselas, reforzada por machaconas campañas de desinformación a cargo de medios de comunicación convenientemente “engrasados”. Y si ante eso, ante la constatación de que es socialmente suicida dejar que pululen a sus anchas zorras libres junto a gallinas libres, los defensores de la razón y la justicia social, convencidos de que no puede haber libertad sin un mínimo de igualdad (los capitalistas no entienden qué significa “fraternidad”), despojan a la democracia de ciertas dosis de “liberalismo”, entonces, claro está, los defensores de la dictadura del capital ponen el grito en el cielo y, si es necesario, los tanques en la calle. (De momento, al menos en este país, mientras la democracia tergiversada por el sistema socio-económico no pase de ser una “memocracia”, no parece que corramos ese riego. Pero vete tú a saber…)

https://www.cronica-politica.es/el-rey-sadim-y-la-omedcracia/

Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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