Dicen que la política es el arte de lo posible, y yo añadiría que a veces, incluso, el arte de lo inevitable. También dicen que hace extraños compañeros de cama, y muchas otras lindeces por el estilo; todo, para explicar que con frecuencia los que aspiran a gobernarnos no tienen más bemoles que comulgar con ruedas de molino, aceptar pulpo como animal de compañía y, además de ser putas, poner la cama; o, como diría Pérez-Reverte, ser capaces de vender hasta a su madre, o mejor aún, de vender a la nuestra y hacernos creer que han vendido a la suya, arte en el que el presidente Pedro Sánchez merecería ser medalla de oro olímpica en juegos de primavera, verano, otoño e invierno, durante muchas olimpiadas seguidas.
Todo esto viene a que, para cuando vean la luz estas líneas, ya habrá sido investido (o a lo mejor hasta “embestido”) President de la Generalitat de Catalunya el flemático primer secretario del PSC, Salvador Illa. Y que ello habrá sido a costa de que una vez más el PSC, igual que antes el PSOE, haya tenido que incumplir su programa y sus promesas electorales para ceder a las exigencias de los nacionalseparatistas cuyos votos necesitan; primero con la ley de Amnistía, para que Junts votase a Sánchez, y ahora con el acuerdo del “sistema de financiación singular para Cataluña” con ERC.
Y no, no me voy a tirar al monte con el trabuco contra Sánchez ni contra Illa; seguro que eso ya habrá otros que lo hagan con gusto desde estas mismas páginas. En ambos casos, la alternativa a los acuerdos contra natura era la repetición electoral y el día de la marmota, ante la inviabilidad de mayorías de gobierno alternativas, y con el horizonte nada halagüeño de que, de llegar finalmente a haberlas, éstas con toda probabilidad habrían sido todavía mucho peores.
Pero lo que de ninguna manera les acepto a PSC ni a PSOE es que traten de maquillar a la mona Chita para hacerla pasar por Ornella Muti o por Claudia Cardinale. Y que pretendan, lastimosamente, justificar sus vergonzantes claudicaciones asumiendo como propio todo el relato mítico y distorsionado con el que los nacionalsecesionistas vienen construyendo, desde hace décadas, su discurso de odio contra España.
El texto del acuerdo PSOE-Junts para la investidura de Sánchez, de noviembre de 2023, batía en este sentido todos los récords de vergüenza ajena; en él se daba por bueno, punto por punto y fecha por fecha, todo el discurso victimista y pseudohistórico de supuestos agravios españoles contra Cataluña (desde la “pérdida de las libertades nacionales” de 1714 hasta la “afrenta contra la voluntad popular catalana” de la sentencia del Estatut de 2010) que vendrían a justificar, según el nacionalsecesionismo, su desprecio al orden constitucional democrático español vigente y las graves vulneraciones del mismo en que incurrieron las autoridades políticas catalanas antes, durante y después del 1-O de 2017.
Ahora, para justificar la quiebra de los principios de solidaridad fiscal y justicia redistributiva que sin duda supondrá la aprobación de un nuevo “sistema de financiación singular” para Cataluña, más o menos equivalente al de los privilegiados e insolidarios sistemas forales de Euskadi y Navarra, el voluntarioso y aplicado Illa se dispone a acoger como propio y dar por bueno un supuesto “principio de ordinalidad” (inventado por los ideólogos de ERC) según el cual lo justo ya no sería aquello de “a cada cual según su necesidad, de cada cual según su capacidad” que había venido defendiendo el socialismo de toda la vida, sino que quien más riqueza tiene y, por tanto, más recauda, más dinero pueda quedarse para gastar en sus propias cosas. Vaya: lo mismo que vienen diciendo Milei o Ayuso, pero en clave nacional. Y que la solidaridad entre territorios tiene que ser voluntaria: lo mismo que cuando le das cinco duros, o diez céntimos de euro, al pobre que está pidiendo en la puerta de la iglesia.
Y siempre, la correspondiente y conveniente justificación histórica. Que, en este caso, daba el ahora ya ex-president Pere Aragonès a finales de julio, en el acto oficial de celebración del borrado de las pinturas (supuestamente españolistas e imperialistas) del Salón Sant Jordi del Palau de la Generalitat, y en el que alababa las bondades de la Diputació del General (teórico antecedente medieval y eclesiástico de la actual Generalitat, y a cuyos diputats generals incluyen los nacionalistas en la fantástica cifra de los 133 supuestos presidents que llegaría, ahora, hasta Salvador Illa); institución que, según Aragonès, «recaudaba los impuestos y negociaba con la Corona» para «defender los derechos y libertades» de Cataluña. O sea: lo que se espera ahora del nuevo “sistema de financiación singular”.
Y mire, pues no: que no nos sigan dando gato por liebre. Que nos lo digan claramente: que tenemos que pasar por el aro si queremos gobernar, que tenemos que tragar y darles lo que pidan, porque si no viene Abascal o vuelve Puigdemont, o nos quedamos bloqueados y sin gobierno durante otros cuarenta años, que uno ya no sabe lo que es peor, porque lo que está claro es que todas las opciones son malas. Pero que no nos cuenten cuentos chinos.
Porque, ni Espanya ens roba, ni en 1714 se perdieron las llibertats nacionals de Cataluña, ni el Procés surge de la sentencia del Estatut del 2010.
Lo que se abolió en 1714 en Cataluña fueron unas instituciones feudales obsoletas controladas por la nobleza, el clero y algunos comerciantes enriquecidos, y que habían traicionado a su rey legítimo (al cual habían jurado lealtad a cambio del respeto a sus leyes y privilegios) cambiando de bando en mitad de una guerra dinástica que, además, era una feroz guerra internacional entre todas las potencias europeas. Guerra tras la cual las reformas modernizadoras que impuso la monarquía borbónica (desaparición de aduanas interiores, libertad de comercio, unificación de legislación mercantil, etc.) permitieron que Cataluña saliese por fin de una interminable crisis económica, política, demográfica y cultural que venía arrastrando desde la Peste Negra del siglo XIV y las guerras civiles del siglo XV, y que Cervantes describe magistralmente en El Quijote cuando dice que la Cataluña del siglo XVI era un país de bandoleros a los que colgaban de los árboles de veinte en veinte y de treinta en treinta, de tantos como había.
Gracias a su plena integración en el mercado español y, sobre todo, gracias al comercio colonial con América, Cataluña se convirtió durante los siglos XVIII y XIX en un territorio rico y próspero (el más rico y próspero de España). Y, durante todo ese tiempo, absolutamente nadie se acordó de las llibertats nacionals perdudes. Fue tan sólo tras la pérdida de las colonias americanas, a finales del XIX, cuando la poderosa burguesía catalana empezó a acordarse de la lengua, la cultura y las supuestas glorias nacionales de la Cataluña medieval, y cuando surgieron la Renaixença y el catalanismo político; coincidiendo –casualmente– con la masiva llegada de mano de obra (de la cual Cataluña era crónicamente deficitaria) desde el resto de los territorios de España, y con los inicios del movimiento obrero. Trabajadores a los que empezó a llamarse despectivamente, con una mezcla de racismo y clasismo, castellans, murcianos o xarnegos.
Y, aunque el siglo XX no fue un camino de rosas (la dictadura franquista fue terrible, pero no sólo para Cataluña, sino para todos los españoles), lo cierto es que tanto la II República Española como la Constitución de 1978 supusieron hitos decisivos para convertir a Cataluña en una sociedad cada vez más abierta, moderna y democrática. Incluyendo la implantación, por primera vez en la Historia (ahora sí, y de verdad), de unas auténticas instituciones propias de autogobierno.
Cuando en 2006 el Govern Tripartit de Pasqual Maragall convocó un referéndum popular para aprobar un nuevo Estatut de Autonomía, los niveles de participación fueron los más bajos nunca registrados en ninguna votación popular en Cataluña, porque absolutamente nadie tenía el más mínimo interés en la aprobación de un nuevo marco estatutario (había sido un movimiento táctico para que ERC justificase ante su militancia su participación en un govern supuestamente “no nacionalista”). Cataluña vivía, literalmente y a todos los niveles, el mejor momento de toda su Historia. Y huelga decir que el sentimiento independentista, en aquellos momentos, era realmente bajo: no pasaba del 15% del electorado en ninguna de las elecciones celebradas hasta la fecha, ni en ninguna de las posteriores hasta 2012.
El supuesto conflicto político entre Cataluña y España (que ahora PSC y PSOE ponen tanto empeño en resolver, con continuas concesiones a los independentistas) tan sólo surge a raíz de la crisis económica de 2008 y los drásticos recortes sociales impuestos por Europa a partir de 2011, que en Cataluña gestiona el gobierno nacionalista de Artur Mas y frente a los cuales se levantó el Movimiento 15M o Movimiento de los Indignados. Fue ahí donde el astut Artur decidió plantear un órdago al Estado, adoptó el mantra del Espanya ens roba que habían puesto en circulación las juventudes de ERC (algo tuvo que ver en ello un entonces aún joven Pere Aragonès) y echó a rodar una bola de nieve que se le acabó escapando de las manos, y que puso a la sociedad catalana al borde de una grave quiebra social que podría haber degenerado en conflicto civil abierto.
Así que basta de mentiras y de mitos. Ya lo he dicho antes: hay que gobernar con las mayorías que se tienen y, por desgracia, las que tenemos ahora, tanto en Cataluña como en el resto de España, se hallan atenazadas entre quienes aspiran a trocear el país en insolidarias republiquitas de taifas y los que sueñan con devolverlo a la larga noche del franquismo. Y eso impone a nuestra casta política unos difíciles y arriesgadísimos malabarismos y contorsiones de los que nadie sabe si saldremos bien librados o bien descalabrados. Pero sería de agradecer, y mucho, que nuestros gobernantes fueran tan lúcida y amargamente honestos como el coronel Aureliano Buendía en la novela “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez: “El coronel Aureliano Buendía escuchó en silencio las breves propuestas de los emisarios. Éstos pedían, en primer término, renunciar a la revisión de los títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia clerical para obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último, renunciar a las aspiraciones de igualdad de derechos entre los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los hogares. (…) El coronel Aureliano Buendía lo interrumpió con una señal. «No pierda el tiempo, doctor», dijo. «Lo importante es que desde este momento solo luchamos por el poder». Sin dejar de sonreír, firmó los pliegos que le entregaron los delegados
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