De la izquierda de la Transición…
Estamos en pleno revival de la Transición. Aunque es una celebración más bien modesta, están apareciendo debates interesantes que van más allá del propio recuerdo. Lo más importante de estos debates es que permiten evidenciar la fuerza de los movimientos sociales, del movimiento obrero en especial.
Las imágenes que hace unos meses emitió La 2 mostraban impresionantes manifestaciones obreras en huelgas locales. La sucesión de grandes luchas obreras que se inició en 1962 con la minería asturiana tuvo continuidad, con altibajos, hasta culminar en el enorme estallido de enero de 1976. Este empuje de masas también se produjo en los barrios, de forma más descentralizada pero igualmente masiva. No hubo barrio obrero de Madrid o Barcelona que no tuviera un conflicto ligado a alguna reivindicación concreta de urbanismo, vivienda, servicios públicos, etc. Está documentado que el Gobierno de la Transición paró la celebración de las elecciones municipales porque temía que fueran una repetición de 1931 y las postergó a 1979, cuando los partidos ya estaban más asentados. Las enormes movilizaciones de la Transición tuvieron un claro cariz obrero y estuvieron organizadas fundamentalmente por activistas de izquierdas, la mayoría comunistas, pero también cristianos progresistas y, en algunas zonas nacionalistas, anarquistas. La inmensa mayoría de los activistas militábamos en organizaciones que se denominaban comunistas. Aunque bajo el título de comunismo entraban muchas versiones contrapuestas: comunistas reformistas, estalinistas ortodoxos, maoístas, trotskistas, marxistas heterodoxos y críticos con el modelo soviético. Todos aspirábamos a una sociedad igualitaria, pero teníamos enormes diferencias en el modelo a seguir, en el diseño institucional, en el modelo de democracia. Aunque, como suele ocurrir, la mayor parte de militantes al final teníamos más cosas en común y, a pesar de las peleas dialécticas, era bastante habitual confluir en el trabajo colectivo. En la Asociación de Vecinos en la que participaba activamente había militantes de siete organizaciones distintas, pero desde fuera nos veían como una sola organización.
Este impresionante proceso de movilización colectiva (aún 1978 fue el año con mayor volumen de huelgas) fue evaporándose a medida que se hizo evidente que la «revolución» no tendría lugar. Que las instituciones democrático-burguesas se afianzaban. Que la crisis golpeaba duramente a sectores importantes de la población. Que la heroína empezaba aparecer en los barrios obreros. Que los partidos de izquierdas con representación parlamentaria, especialmente el PCE, frenaban a sus bases. Hubo políticas claramente orientadas a desmovilizar y frenar las aspiraciones radicales. Hubo desencanto. Pero también hubo mucha erosión. Mucha gente era incapaz de mantener el nivel de activismo de los años anteriores y optó por formas más convencionales de vida. En un momento en que se abrían oportunidades, como el acceso a la universidad para mayores de veinticinco, que permitió a bastante gente escapar de su vida anterior, o el crecimiento del sector público de los años posteriores, que ofreció bastantes salidas profesionales… La mayoría de las organizaciones políticas minoritarias fueron desapareciendo paulatinamente (a excepción del MC y la LCR, que aguantarían una década más). Y el PCE experimentó una crisis brutal. Bastante tuvo que ver la constatación de sus pobres resultados electorales. Las bases se desanimaron y los dirigentes optaron por salidas individuales (como pasarse al PSOE o buscarse una salida profesional). Aún hubo rebrotes militantes, pero la derrota en el referéndum de la OTAN dio la puntilla a una larga lucha que había aspirado a cambios sociales y políticos profundos. Con todo quedo un poso, una parte de la gente que había participado activamente en estas organizaciones «se refugió» en movimientos sociales concretos, siguió trabajando en sindicatos y asociaciones de vecinos, creó organizaciones de lucha sectorial (como la Asociación de Defensa de la Sanidad Pública) y estuvo activa en los momentos en que se reanimaron grandes luchas (como las huelgas generales de 1988 y 2014, o las movilizaciones contra las guerras del Golfo e Irak).
En la crisis de los ochenta, hay un giro que sí resulto dramático. El obrerismo, que había permeado buena parte de las luchas de la Transición, se evaporó del discurso político. La clase obrera, que había protagonizado el núcleo de las luchas del tardofranquismo, dejó de ser venerada. En parte, porque no había respondido a la respuesta revolucionaria que le otorgaba la versión más simplista de la ortodoxia marxista. En parte porque en esta época florecieron las publicaciones y los debates que tendían a cuestionar la visión marxista de la historia. También porque aparecieron nuevos movimientos, especialmente el ecologismo y el feminismo, que cuestionaban la centralidad obrera en la teoría y en la práctica. Y especialmente porque todo ello estuvo acompañado de la desmovilización ya comentada y la búsqueda de salidas individuales. No sólo por parte de la gente de clase media que se había integrado en algunos movimientos, sino porque un sector de los propios líderes de extracción obrera pudo cambiar su vida con el acceso a los estudios universitarios. No todo el mundo hizo el mismo tipo de huida, ni todo el mundo se reconvirtió en un cínico defensor de lo establecido (como los personajes que retrata magistralmente Rafael Chirbes en Los viejos amigos), pero este desapego se produjo con el efecto de debilitar aún más las organizaciones que encuadran a la gente común. A la contra, allí donde persistieron núcleos militantes, donde la gente siguió activa no sólo en lo tradicional sino en la creación de una variedad de centros de actividad social, fue donde mejor se conservó un espíritu colectivo que ha renacido cada vez que han surgido situaciones de conflicto.
… a la actual
A principios de este siglo empezó a asomar una nueva izquierda. Sus raíces quizás estaban en movimientos de años anteriores, como el de los okupas o el antimilitarista. Pero puestos a elegir una fecha para su eclosión, podríamos situarlo en 1999, con los sucesos en torno a la conferencia de la OMC en Seattle. Hay una continuidad incluso personal entre estos movimientos y lo que acabaría confluyendo en el 15-M. Una continuidad que es visible por ejemplo en la línea que una parte del movimiento ocupa con V de Vivienda y la PAH.
Hay varios hechos comunes en estas movidas. Sus integrantes eran jóvenes, sin conexión con la vieja izquierda. Su composición social también era distinta: una gran mayoría eran universitarios (aunque la universidad de esta época se había democratizado en su composición social), con escasa relación con la clase obrera manual (industrial y de servicios) a excepción de la PAH. Y en su identidad había desaparecido la referencia al comunismo.
Para una parte de la vieja izquierda este hecho sigue considerándose dramático. Sin embargo, considero que se trata de una reacción bastante lógica tras el fracaso de las experiencias «comunistas» rusa y china. La experiencia rusa salió mal, con su autoritarismo insoportable, su burocratismo, sus destrozos ecológicos. Y la china ha acabado en una variante de capitalismo de Estado más vigorosa en lo económico pero igual de autoritaria. Son estas historias fallidas las que han permitido a la propaganda occidental convertir el adjetivo comunista en una «marca» perdedora. Hay mucho de heroísmo, de compromiso con la dignidad y la igualdad en la gente que se siente comunista. La idea de una sociedad de iguales, respetuosa con la gente, culta, adaptada a los límites que impone el mundo natural, sigue siendo válida. Pero aceptar todo esto no implica necesariamente mantener los mismos símbolos ni los mismos eslóganes. La nueva generación no reflexionó mucho sobre ello, simplemente asoció comunismo a un proyecto fallido y dejó de reivindicarlo.
Más que el cambio de nombre, lo que sí se ha perdido ha sido la referencia a una alternativa global al capitalismo. Las nuevas generaciones optaron por generar movimientos como respuestas a cuestiones concretas, sin referirlas a un proyecto global. Los movimientos tienen el atractivo de que generan momentos de auge, de autoafirmación, de euforia. Y hemos tenido sucesivos episodios en los últimos años: contra la globalización o la guerra de Irak, por la vivienda, el 15-M, la movilización electoral del municipalismo en 2015, las del 8 de marzo, de nuevo por la vivienda, y finalmente por Gaza. Momentos en que nos sentimos parte de una colectividad en marcha. Pero que se contraponen con la falta de presencia entre las capas populares, de una estructura capilar que dé consistencia y continuidad, y de un proyecto que dé coherencia a todas estas luchas parciales. Y es además fácil que el atractivo de las movidas nos lleve a tomar caminos sin salida. Algo de esto le ocurrió a una parte de la vieja y de la nueva izquierda con el procés: deslumbradas por la magnitud de las movilizaciones, no supieron contraponer la debilidad y la perversidad del proyecto.
Que un proyecto sea necesario no quiere decir que sea sencillo. La vieja izquierda comunista basaba su alternativa en dos pilares simples: la propiedad colectiva y la planificación central, y tenía un enfoque básicamente desarrollista. Sus dos pilares deben ser revisados y remodelados: el desarrollismo cuestionado por la crisis ecológica y el igualitarismo replanteado tras lo que hemos aprendido del feminismo (y de la crítica anticolonial y antirracista). Configurar un nuevo proyecto no es sencillo, ni en lo teórico ni en lo práctico. Pero no queda otra si se quiere generar una dinámica de cambio. Es cierto que muchas de las propuestas que se han lanzado por esos movimientos apuntan en esta dirección: cooperativismo y economía social, comunes, decrecimiento, feminismo, apuntan en esta dirección pero falta un encaje del puzle, un horizonte de construcción social y una mejor jerarquización de las propuestas. En esto, como en otras cuestiones, hay muchas posibilidades de confluencia y cooperación entre lo viejo y lo nuevo.
Quizás lo más dramático de esta nueva izquierda ha sido su debilidad orgánica y su recaída en los sectarismos de las viejas izquierdas. Empezando por su adanismo y su referencia al 15-M como el principio de todo (lo que no es cierto: el 15-M fue un momento de movilización tras procesos que venían de lejos y su aportación a las ideas se ha mostrado más bien decepcionante), aunque comprensible porque todos, alguna vez, hemos necesitado reafirmarnos frente a quienes nos han precedido. Más grave en cambio es que en sus modelos organizativos haya predominado el personalismo, el culto al líder y una cierta aversión a construir organizaciones verdaderamente inclusivas. Podemos es el caso extremo de estos males, convertido en poco más que un club de fans necesitado de radicalizar sus postulados para consolidar su marca. Pero estos personalismos pueden encontrarse en muchos otros espacios y explican, en parte, la triste historia de los Ayuntamientos del cambio.
¿Podemos hacerlo mejor?
Que las viejas y las nuevas izquierdas sean diferentes es algo absolutamente normal. Son fruto de momentos históricos, de experiencias, de aprendizajes diferentes. Y es asimismo esperable que estas experiencias no se transmitan sin disrupciones. Explicar sus miserias y limitaciones no tiene otro interés que el de buscar soluciones. Quedarse en la mera crítica solo interesa a los que prefieren autoafirmarse en sus posiciones. Mucha de la vieja izquierda tiene ya poco que hacer. Y la nueva está ahora en una situación crítica porque se enfrenta a una coyuntura completamente distinta de la que facilitó su eclosión y está enfrentada a sus propias limitaciones. Podemos hacerlo mejor. Empezando por un ejercicio colectivo de reflexión y puesta al día, de reconocer las limitaciones y detectar los puntos cruciales. En el proyecto y en las propuestas de acción.
La izquierda de este país ha tenido, de forma recurrente, una vitalidad y una creatividad innegable. Es hora de coger un nuevo impulso.
https://mientrastanto.org/250/notas/la-izquierda-de-la-transicion-y-la-actual/