Las acepciones que nuestro DRAE da del término «horda» («comunidad de salvajes nómadas» y «grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia»), si bien recogen la imagen tradicional que asociamos con los diversos tipos de gentes dedicadas al saqueo y la rapiña, se quedan cortas respecto al concepto que se ha ido decantando a partir de los contextos históricos en que se ha utilizado el término.
Se trata, ciertamente, de un término procedente de la lengua de los antiguos mongoles, con el significado etimológico de «campamento», referido a grupos de miembros de esa etnia que, por supuesto, eran nómadas y no se caracterizaban precisamente por la delicadeza del trato que dispensaban a los pueblos con los que entraban en conflicto. Pero paulatinamente «horda» ha ampliado su alcance al tiempo que se consolidaba como término claramente peyorativo. Debido al origen étnico de la palabra, suele entenderse como referida a grupos de población asiáticos, lo que lleva fácilmente a la extrapolación racista de considerar a los pueblos de Asia en general como «comunidades salvajes que actúan con violencia», cliché que el supremacista europeo suele aplicar con desprecio (y total carencia de rigor) a rusos, turcos, árabes, indios, chinos, etc. Particularmente frecuente fue el uso de «horda» por la propaganda alemana durante la Segunda Guerra Mundial para referirse a las tropas soviéticas (en las que ciertamente figuraban soldados procedentes de las repúblicas de Siberia y Asia Central, pero cuyo núcleo principal estaba formado por habitantes de la Rusia europea)
Otra nota retenida especialmente en el concepto moderno de «horda» es el de desorden y destrucción. En el caso de su frecuente aplicación moderna a las fuerzas revolucionarias se está implicando, por consiguiente, que el único orden digno de tal nombre es el orden establecido contra el que se alza la revolución. Tal es el caso del uso de la expresión «hordas marxistas» por la propaganda del bando faccioso durante nuestra guerra civil, donde las únicas destrucciones y los únicos desórdenes que contaban como tales eran los resultantes de la acción de las fuerzas leales a la República.
El odio a la horda como sinónimo de fuerza destructiva, presente aún hoy día en la mentalidad que podríamos llamar «euroamericana», arranca curiosamente del momento (siglo XIII) en que la famosa Horda de Oro surge como rama occidental del Imperio Mongol y Batu Kan (nieto del gran Gengis Kan) inicia sus conquistas en Europa Oriental derrotando a rusos, polacos y húngaros e imponiendo un orden tributario a los principados de esos territorios, sistema ciertamente oneroso pero que contribuyó decisivamente al desarrollo del comercio y la difusión de los avances técnicos a lo largo de la llamada Ruta de la Seda, que conectó definitivamente Asia Oriental con Europa. De hecho, si se la llamó «de Oro», fue porque la época de su apogeo constituyó una cierta edad de oro para los territorios que dominó, y fue decisiva para el posterior auge de Rusia en torno a Moscú.
Digo «curiosamente» porque mucho más destructivas fueron, por ejemplo, las tribus germánicas que acabaron con el imperio romano de Occidente (por más que la causa principal de la descomposición de éste fue la corrupción interna). Pero resulta que la Europa (y de rebote, la América) actual es el resultado de la imposición del poder de aquellas destructivas «hordas» germánicas una vez sedentarizadas y autolegitimadas mediante la instrumentalización del legado jurídico y administrativo romano. De modo que, a partir de entonces, de orden (y de moral) hablan ellos y lo demás es la horda y el imperio del caos.
Ahora bien, el número de los candidatos plausibles a merecer el apelativo de horda se amplía considerablemente si prescindimos de las connotaciones racistas y de estilo de vida nómada y nos quedamos con lo invariable en la imagen mental que sugiere el término: salvajismo y alteración o destrucción del orden social vigente en cada caso.
A partir de ahí se puede aplicar el término con profusión. ¿Qué eran, sino hordas, los colonizadores europeos de América que a lo largo de siglos masacraron y robaron las tierras a los nativos? ¿O, sin aquella violencia extrema, las multitudes de hooligans que agreden cada cierto tiempo a los partidarios del equipo contrario o al equipo arbitral en algunos encuentros futbolísticos, con resultado, a veces, de muerte, como en el tristemente famoso caso del estadio Heysel, en Bélgica? ¿O las pandillas juveniles que se intercambian mamporros y algún que otro navajazo en una trifulca nocturna bañada en alcohol u otras sustancias excitantes?
Pero en mi opinión, por usar una venerable expresión empleada por los filósofos escolásticos medievales cuando trataban de establecer analogías entre diversas entidades, el «analogatum princeps» de horda, o caso ejemplar que reúne el mayor número de notas características de dicho concepto, deberíamos identificarlo con cierto contingente armado que viene dedicándose hace tiempo a la destrucción sistemática de vidas y haciendas de un determinado grupo étnico-cultural cuyas tierras, además, le son arrebatadas y las viviendas, escuelas y hospitales destruidos, sin que esa violencia se pare en distingos de edad ni de sexo. No me refiero a los antiguos mongoles de Gengis Kan o Kublai Kan. Ni a los hunos de Atila. Ni a los vándalos que, mira por dónde, dieron sin quererlo nombre a la muy civilizada Andalucía. Podría referirme perfectamente a la Wehrmacht hitleriana y en especial a sus tropas de élite conocidas como las SS. Pero si, sin olvidar esos horrores pasados, miramos al presente, el más firme candidato al nada glorioso título de horda perfecta es uno que responde a las siglas inglesas IDF: las Fuerzas de Defensa de Israel, también conocidas como Tsahal.
Para colmo, como si de una venganza de la etimología se tratara, resulta que, aun si está habitado por individuos procedentes de muy diversos lugares (aunque especialmente de Europa Central y Oriental y, en no pocos casos, del ubicuo mundo anglosajón, colonizador por antonomasia), Israel es un país asiático cuya población, antes de sedentarizarse en Palestina, ha pasado por diversas etapas de nomadismo. Cosas de la vida.