La crisis ecológica es el mayor de los desafíos que la humanidad debe afrontar en la actualidad. Pero el ecologismo es también una moda. Cada año se publican toneladas de libros, sin que se sepa si ello ayuda a la causa ecológica o agrava el problema. ¿Tiene sentido agregar uno más a la lista interminable? ¿Vale la pena? ¿Es posible decir algo que no haya sido ya dicho? Son preguntas de difícil respuesta. Si me he decidido a escribir esta obra es porque creo que puedo decir dos o tres cosas relativamente originales.
Pero más que hacer gala de una gran originalidad, mi propósito es recoger, aunar y combinar unas piezas intelectuales que tengo por las mejores, pero son casi desconocidas. Recogeré unas cuantas botellas lanzadas al mar por dos de los pensadores más formidables que yo haya podido leer, y que significativamente se cuentan entre los menos frecuentados: Manuel Sacristán y Bernard Charbonneau [1].
Puesto que aborrezco las modas, tengo cierto interés en hacer notar que, aunque hasta ahora había publicado relativamente poco sobre temática ecologista, mi vinculación con el ecologismo es profunda y de larga data. Leí mis primeros textos al respecto en 1993: un artículo de Michael Löwy cuyo título no recuerdo y otro de James Petras y Steve Vieux: “Clases sociales, Estado y ecología”. Desde ese momento tuve absolutamente claro que en la ecología se jugaba algo importante. Poco después, entre los años 1997 y 2000, dicté clases en una institución de educación no formal que funcionaba en el edificio de la Universidad Nacional del Comahue: la Escuela de Ecología Social. Allí conocí la ecología libertaria de Murray Bookchin, estudié la ambigua obra de Ivan Ilich, aprendí a distinguir ambientalismo de ecologismo, leí los dos tomos de Historia ecológica y social de la humanidad de Eduardo Astesano publicada en 1979, me familiaricé con la lucha de Chico Mendes, a la que conocí por algunos textos breves, por el film Una temporada de incendios (The Burning Season) pero, ante todo, por el maravilloso relato novelado de su vida escrito por Javier Moro en 1992: Senderos de libertad.
Entre mis estudiantes se hallaba Dora Ascolese, mi mamá, quien de allí en adelante sería una incansable activista ecológica, siempre secundada por mi viejo, Carlos. Cuando se habla de “ecologismo de los pobres”, Chico Mendes viene a mi mente, pero también vienen Dora y Carlos.
Desde esos años asumí posiciones que hoy llamaríamos “decrecentistas”, pero que no recuerdo que las llamáramos así en el pasado. Ya por aquel entonces era muy consciente, como diría Eduardo Galeano, de que no es posible para el conjunto de la humanidad “vivir como ellos”. En los primeros 2000 sumé a mis lecturas la obra de Antonio Brailovsky, Historia ecológica de Iberoamérica; el enfoque teórico de James O´Connor en torno a la “segunda contradicción del capitalismo”; la gran requisitoria de Joel Kovel, El enemigo de la naturaleza; la obra de René Dumont, Ecología socialista; varios libros de Joan Martínez Alier; algunos de André Gorz y, poco después, los textos fundamentales de Manuel Sacristán sobre ecología, que me impactaron como ningún otro a pesar de su brevedad. Como activista cultural en el seno del colectivo editorial El Fracaso, y también como militante en el sindicato docente ATEN, redacté unos pocos textos en los que expuse retazos de pensamiento ecosocialista durante la primera década del siglo XXI [2]. La idea de escribir una obra extensa dedicada a la materia, empero, rondaba en mi cabeza desde hace más de una década.
No obstante, dicho proyecto fue pospuesto durante varios años por la escritura de otros libros, así como por compromisos laborales. Con todo, hacia 2019 había decidido escribir una breve obra centrada en Robert Brenner, para dedicarme luego a “mi libro ecológico”. Pero vino la pandemia y todos mis planes se fueron al demonio. Abandoné por completo el proyectado libro sobre Brenner y me sumergí de lleno en el estudio del fenómeno pandémico, que es sin ninguna duda una crisis ecológica, aunque se la haya pensado y abordado en otras claves. Lo es ante todo por su carácter sistémico y total, que aúna lo biológico, lo social, lo económico y lo político.
Ese estudio del fenómeno pandémico en el que me sumergí terminó dando lugar a la escritura febril de dos largos libros publicados en 2021 y 2022 (más adelante tendré oportunidad de referirme a ellos). En esas páginas, junto a Paz Francés y José Ramón Loayssa, intentamos ofrecer una interpretación distinta a las habituales sobre lo sucedido, escribiendo desde coordenadas que intentan ser científicamente rigurosas, filosóficamente amplias y políticamente de izquierdas. Una vez terminada esta tarea me disponía a tomarme un tiempo para lo que consideraba un bien merecido descanso. Sin embargo, el 24 de mayo de 2023 recibí un mail de Lucía Caisso, una antropóloga a quien hasta entonces yo no conocía, en el que me formulaba algunos interrogantes ecológicos en clave marxista y me preguntaba si yo no había escrito y publicado algo al respecto. Ese correo transformó muchas cosas en mi vida: pero esa es otra historia. Lo que aquí importa es que me recordó que aún tenía pendiente la escritura de estas páginas.
La ecología tiene que ver con la naturaleza, y todas las personas tenemos necesidad de naturaleza. Pero la tenemos en diferente grado. La mía fue siempre intensa. Esa es una de las razones por la que nunca tomé en serio las sugerencias de tantos amigos y amigas porteños para instalarme en Buenos Aires, el mejor sitio de Argentina para posicionarme como un intelectual reconocido, al menos, a nivel nacional. Nunca lo hice: necesito del silencio, el murmullo del agua corriendo, largas caminatas en lugares agrestes, respirar aire puro. Las grandes ciudades me agobian. Vivir en Neuquén me permitía un contacto cotidiano con el Limay y sus islas. Y aunque enseño historia de Europa y teoría de la historia (campos del conocimiento profundamente influidos por autores del “primer mundo”) nunca me vi tentado a hacer el viaje “iniciático”, tan típico de la intelectualidad latinoamericana, hacia el “viejo mundo” o hacia los Estados Unidos. Me atraen mucho más el desierto y las montañas que las avenidas o los edificios. Y lo que me interesa de Europa son sus tradiciones intelectuales, que solo se pueden aprehender leyendo. Y leer, se puede leer en cualquier sitio: la meseta patagónica o los bosques andinos son un lugar estupendo para hacerlo.
La otra razón por la que permanecí treinta años en Neuquén es que en esa ciudad de Wallmapu –en esa urbe patagónica de tamaño liliputiense en comparación con otras realidades–, además de la proximidad con el mundo natural podía también sumergirme en un mundo social y político peculiar, caracterizado por la combatividad. Allí estaba la “capital de los derechos humanos”; las huelgas de ATEN; las puebladas de Cutral Có; la experiencia de Zanon, la “fábrica sin patrones”; la resistencia mapuche; las asambleas de miles de personas; los cortes de ruta; los enfrentamientos con la policía. En uno de mis primeros libros analicé el fenómeno de lo que di en llamar “contracultura de la protesta” [3]. Ese ha sido el ambiente social y político en el que se desarrolló mi pensamiento de intencionalidad revolucionaria. Un ambiente que contenía la mayor tasa de trotskistas por kilómetro cuadrado de todo el planeta, como dije apenas bromeando en otro sitio, y permitía tender puentes especialmente robustos entre la gris teoría y la lucha callejera.
Siempre supe que, si me iba de Neuquén, mi destino sería la cordillera de los Andes: un lugar aún más agreste donde podría pescar y acampar a gusto, disfrutar del silencio, saborear la soledad, sentirme vivo en el frío del invierno y evitar el tórrido calor del verano neuquino. Sin embargo, imaginaba ese proyecto para mucho más adelante, cerca de mi jubilación. La pandemia, también en esto, jugó su papel. Fui a Mallín Ahogado a pasar los 14 días de confinamiento… y allí me quedé. Hace cinco años que vivo en una pequeña, austera y rural cabaña de madera, que en parte construí con mis manos. Bombeo manualmente el agua que consumo, viajo en el transporte público junto a mapuches y paisanos, camino mucho, corto la leña con la que cocino y me calefacciono, produzco una parte de mis alimentos. No vivo del campo, desde luego. Vivo de mi salario de docente e investigador universitario. Pero vivo en el campo, teniendo como único lujo acceso a internet. No está mal, creo, para un comunista ecológico.
Sin embargo, no romantizo esta vida libremente elegida [4], y no se me escapa que una revolución, incluso una revolución ecológica, tendrá como epicentro las grandes ciudades: allí se decidirá nuestro destino. Será así incluso cuando luego debamos gradualmente desurbanizar nuestro modo de vida. Pero quienes vivimos en la ruralidad cumpliremos nuestro deber y jugaremos nuestras cartas. Y ofreceremos a la sociedad revolucionada, a nuestros camaradas proletarios de las grandes urbes, formas alternativas de vivir, menos alienadas y con una menor separación entre el trabajo manual e intelectual, con un mayor apego, respeto y disfrute de todo aquello que nos ofrece la tierra.
Wrfi Majiñ, puel mawiza mew, Wajmapu
(Mallín Ahogado, al este de la cordillera, Wallmapu.)
https://www.laizquierdadiario.com/Nuevo-libro-Ecomunismo-Defender-la-vida-destruir-el-sistema