“¿Y si el problema es la Constitución?” por Félix Ovejero

La lectura optimista de la Transición es más fiel a los hechos. Pero la visión pesimista acierta al señalar algunos de sus riesgos: los incentivos perversos y el peligro que suponen los nacionalismos para la democracia.

Llevamos casi medio siglo de democracia y, por mucho que hablemos del pasado, al final la historia importa poco a los votantes en sus tribulaciones diarias. Pero hay una disputa que no resulta inocua para nuestro presente: la que afecta a nuestra Constitución y, en general, a la transición política. En la descripción de aquellos años y en la valoración de su producto más consumado encontramos puntos de vista contrapuestos tanto en el diagnóstico como en la moraleja. Dos perspectivas bien diferentes con importantes implicaciones políticas. La primera, pesimista, sostiene que nuestro sistema político, el llamado “régimen del 78”, prolongación natural del franquismo por falta de legitimidad, tanto de origen como de ejercicio, está incapacitado para responder a nuestros problemas políticos. La segunda, optimista, entiende la Transición como una magnífica obra de ingeniería política ajena a los problemas sobrevenidos en este tiempo, borrones de los mejores escribanos. Las dos perspectivas abordan de manera bien diferente los procesos secesionistas, el reto político más importante al que se ha enfrentado nuestra comunidad política. Mi punto de vista es un tanto paradójico, pues si, por una parte, me parece más ajustada a la realidad la descripción de la perspectiva optimista (integrada), por otra creo que la perspectiva pesimista, la apocalíptica, atina al señalar las reglas del juego, el sistema de incentivos, como responsable de los problemas de nuestra democracia para encarar el reto de hacer frente a proyectos políticos como el nacionalista. Más exactamente, sostendré que el nacionalismo supone un problema serio para la estabilidad de nuestra democracia.

Los apocalípticos

Según el relato más sombrío, el llamado “régimen del 78” sería una versión aligerada del franquismo, su prolongación natural. La Constitución, escrita bajo la tutela de poderes fácticos herederos del franquismo, mostraría las sombras de la dictadura por todas sus esquinas, por ejemplo, en su compromiso con la indisolubilidad de España y con la monarquía. Por lo mismo, la defensa de la Constitución sería cosa de formaciones políticas de extrema derecha, fascistas, franquistas o neofalangistas más o menos redecoradas. Nuestros males procederían de aquellos polvos: nunca se habría producido una genuina ruptura democrática, especialmente en el trato con las distintas naciones que integran el “Estado español”. Según este diagnóstico, la patología radica en la entraña de las instituciones y, por lo mismo, la solución de nuestros problemas reclamaría un proceso constituyente –explícito o encubierto, como quien no quiere la cosa, que es en lo que andamos– plenamente democrático, que incorporara alguna variante del derecho a la secesión, la única respuesta democrática a las legítimas exigencias de las distintas naciones sin Estado. La falta de esa respuesta explicaría el recurrente rebrote del problema de España, que no será otro que la falta de reconocimiento de unas realidades nacionales siempre ignoradas.

La premisa inicial del argumento, la tesis empírica, resulta tan indiscutiblemente verdadera que reposa en una obviedad, a saber, que las constituciones se forjan en circunstancias históricas no elegidas. No hay constitución limpia del viento sucio de la historia. No la hay ni la puede haber. Precisamente porque una constitución que aspira a proporcionar un procedimiento para resolver conflictos asume, por principio, que arranca de conflictos.

La argumentación de los apocalípticos, en principio, se podría considerar como una simple variante de la falacia nirvana acuñada por el economista Harold Demsetz: comparar la realidad con un mundo idealizado, perfecto, para descalificarla. Esta argumentación paraliza su intención crítica hasta hacerla colapsar. Incapacita para cualquier valoración. Pues si ampliamos el contrafáctico de tasación a un futuro cuyo paisaje moral, por definición, desconocemos, cualquier crítica presente carecería de legitimidad por falta de asidero donde anclarse: si podemos condenar la Constitución americana porque no la votaron las mujeres ni los negros (ni nadie que esté vivo, dicho sea de paso), por lo mismo podríamos condenar cualquier constitución actual en tanto ignora voluntades o intereses que se podrían contemplar en el futuro y que por definición hoy ignoramos o nos parece bien ignorar. Quizá en veinte años los robots voten y resulte una crueldad descuidar los derechos políticos de mi iPhone. O quizá los varones no tengamos derechos para compensar tantos miles de años de privilegios. O quizá eso le suceda a la entera especie humana.

Cuando se trata de valorar la calidad democrática de cualquier constitución es mejor atender a aquello de Bismarck, que no era de Bismarck: “las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto a medida que sabes cómo están hechas”. Es decir, al tasar una constitución conviene antes centrarse en el contenido, en el resultado final, que en las condiciones de producción. Y el producto acabado, en nuestro caso, nada tiene que ver con el franquismo. La Constitución del 78 no es una reforma de las leyes de Movimiento, sino el marco legal de una democracia constitucional emparentada con las europeas o, si se quiere, con aquella contra la que Franco se sublevó en 1936 y frente a la que se perfiló ideológicamente. Solo desde la cerrazón mental se puede relacionar con el franquismo un marco jurídico que ha permitido un régimen de partidos políticos (incluso algunos separatistas), el divorcio, el matrimonio homosexual o el aborto. Franco se sublevó para acabar con esas cosas o incluso para impedir que fueran posibles.

Por lo demás, la tesis empírica que sostiene el edificio apocalíptico, aunque verdadera, ignora circunstancias relevantes y, por lo mismo, dibuja un cuadro incompleto. Los años de la Transición eran también los años en los que la izquierda señoreaba intelectual y políticamente nuestro ecosistema político y cultural. En un doble sentido. Uno, español, derivado de la autoridad moral ganada por su oposición al franquismo, que otorgaba a la izquierda una función sancionadora. Solo si una propuesta contaba con su nihil obstat se podía considerar democrática. La derecha podía proponer lo que quisiera, pero solo si la propuesta era aceptada por la izquierda se consideraba santa y buena. Esa función sancionadora, que se ha prolongado hasta ahora mismo, concedía a la izquierda una enorme capacidad de decisión estratégica: si decía que no, se acababa el juego. Pero había otro sentido, más general, en el que también la izquierda mandaba. Los años de su gestación eran también los del eurocomunismo y el programa común de la izquierda francesa, los del primer Mitterrand, proyectos políticos que se tomaban en serio acabar con el capitalismo y manejaban con soltura propuestas como nacionalizaciones de bancos y medios de producción, planificación económica y participación de los trabajadores en la gestión de las empresas. Objetivos y propuestas que se compartían en una España en la que, aunque el poder económico lo tenía la derecha, la hegemonía cultural e intelectual era patrimonio de una izquierda que se esforzó para que encontraran cobijo en nuestra Constitución. Un mundo bien alejado del nuestro, en las ideas y en la capacidad de negociación, en la influencia.

En el detalle la tesis apocalíptica de la continuidad se apuntala en una serie de tesis históricas. La más importante presenta la Constitución del 78 como una simple reforma del franquismo. Se esconde en esa afirmación un uso equívoco de la palabra “reforma”, al aplicar a la relación entre la legalidad de Franco y la Constitución el molde de la contraposición “reforma frente a ruptura” de los estertores del franquismo, una contraposición que se refería a cómo acababa lo viejo, si con el suicidio legal, tal y como fue, o con una suerte de revolución, al modo portugués. Y una cosa no tiene que ver con la otra. La continuidad entre legalidades resulta insostenible. Para ver que hubo ruptura y no reforma basta con establecer un paralelo con la situación actual: las propuestas de reforma constitucional en circulación no suponen acabar con la Constitución. Pues bien, en ningún sentido esa hipotética reforma se parecería a la reforma de entonces. Sencillamente, la Constitución no fue una reforma de las leyes del Movimiento sino el resultado de un genuino proceso constituyente.

No es la única ambigüedad, por no decir falacia, que cultiva el relato apocalíptico. Su afirmación de la continuidad en realidad esconde –o confunde– tres interpretaciones de “continuidad” diferentes que, al no deslindarse, refuerzan la tesis de que estaríamos ante una puesta al día del franquismo. La primera resulta insustancial por inexorable. Se limita a constatar que la flecha del tiempo sigue su curso y que hay orden secuencial del mundo: la democracia siguió a la dictadura. En ese trivial sentido, nuestra democracia continúa el franquismo como el franquismo continuó la República y así hasta Eva mitocondrial. No tan lejos, pues, de esos historiadores conservadores que defienden la dictadura porque “estableció las condiciones de la democracia” y que, de ser consecuentes, deberían admitir que, a su vez, la República fue condición de posibilidad del régimen de Franco y, por lo mismo, de todo lo demás. Visto así, también una nueva constitución no dejaría de ser una continuación de la dictadura y el “régimen del 78”. Lo único que afirma esta continuidad es la existencia de un orden óntico del mundo, de que todo sucede por algo. No es mucho decir y, en todo caso, nada que tenga que ver con apreciaciones valorativas.

El segundo uso de “continuidad” se refiere a las instituciones. En algunos casos se trata de una continuidad obvia desprovista de significación política. Con Franco había Televisión Española, empresas públicas, ejército, universidades y hospitales. Instituciones que siguen existiendo con la democracia y que, probablemente, seguirían existiendo en caso de una hipotética revolución. Obviamente, había franquistas trabajando en ellas, pero esa circunstancia no afecta a la naturaleza de la institución que, con desigual cadencia, por la inexorable biología y el sistema de jubilaciones, acabó por renovar su composición. En todo caso, resulta absurdo en virtud de esa continuidad sostener hoy que “son franquistas”. Y el desatino no es menor en el caso de instituciones como gobierno o parlamento, en cuyo caso estamos hablando de cosas bien diferentes. Bajo la misma palabra se designan realidades que nada tienen que ver. En realidad, la afirmación de la “continuidad institucional”, en lo esencial, cuando se precisa, se ciñe a la corona y a la indisolubilidad de España. La segunda acusación, que atribuye la condición de franquista a la Constitución porque en su título preliminar se habla de “la indisoluble unidad de la nación española”, simplemente revela ignorancia. El principio de indisolubilidad está presente con distintas variantes en todas las constituciones del mundo.

El otro argumento sobre la “continuidad constitucional” se resume en la afirmación: “Franco impuso la monarquía.” Para sostenerlo resulta obligado comprometerse con un primitivo esencialismo difícil de defender, según el cual la palabra “monarquía” se refiere a lo mismo entonces que ahora, designa la misma realidad con Franco que con la Constitución. Y no. La monarquía de Franco no es la actual como tampoco el átomo de Demócrito es el de Bohr o la Generalitat de 1359 es la que encuentra su legitimidad –y origen– en la Constitución, por más que los nacionalistas insistan en que estamos ante el ciento no sé cuántos presidente de la Generalitat. El rey de Franco significaba “el rey con el poder estipulado en las siete leyes del Movimiento”, el que, por ejemplo, podía nombrar presidentes de gobierno. A partir de 1978, “rey de España” significa otra cosa, la que especifica la Constitución, algo muy parecido a “rey de Suecia”.

La tercera “continuidad” remite a la vieja disputa antes mencionada de los años de la Transición entre quienes aspiraban a reformar las leyes del Movimiento hasta hacerlas compatibles con una democracia tutelada y quienes sostenían que solo cabía la ruptura. Una disputa desenfocada que confundía el contexto de descubrimiento con el contexto de demostración, el cómo se llega con el producto final, el trayecto con el destino. La polémica hoy no tiene otro interés que el historiográfico, en el caso de que estemos interesados en conocer cómo se acabó con el marco legal de la dictadura. Un conocimiento importante pero que en nada afecta a cómo son o cómo pudieran ser las cosas.

Los integrados

Según el relato de los integrados, la transición política, una meditada obra de ingeniería política, permitió consolidar un sistema democrático que nos ha conducido a medio siglo de progreso y estabilidad. Las distintas fuerzas políticas, en un ejercicio de generosidad y clarividencia sin precedentes en nuestra historia, renunciaron a sus exigencias máximas en aras de establecer un marco institucional democrático. Para esta visión, los indiscutibles problemas a los que hoy nos enfrentamos serían exógenos al diseño –y dinámica– de las instituciones, al marco constitucional, unos lamparones que no empañan el guion original. Las disfunciones habría que atribuirlas a la mala calidad de nuestros políticos, por deslealtad, en el caso de los nacionalistas, que habrían traicionado su compromiso con la Constitución, o por mezquindad o cerrilismo, en el caso de los partidos “españoles”, cuyos afanes centralistas habrían frustrado la voluntad de autogobierno de los distintos pueblos de España, impidiendo un desarrollo del Estado autonómico que permitiera dar cauce a un cabal reconocimiento de nuestra rica pluralidad y que, por reacción, serían los responsables últimos (“la fábrica”) del crecimiento del independentismo.

Desde la más elemental teoría social, la perspectiva integrada resulta de una ingenuidad conmovedora en su optimismo. Sobre todo, en su mirada a la Transición. Salió bien como pudo salir mal, que estuvo a punto. Desde luego, nadie anticipó un resultado final que dependía de múltiples circunstancias, de improvisadas decisiones que eran respuestas a otras decisiones previas no menos improvisadas. No había ni podía haber planificación. Los cambios históricos no se dibujan en un papel y, más tarde, lo allí representado se realiza en el mundo, como el arquitecto que levanta una casa a partir de un plano. Lo recordó Lenin a cuenta de sus cosas: “el que pretendiera imaginar una receta que señalase por adelantado soluciones adecuadas para todas las circunstancias de la vida o prometiera que en la política del proletariado revolucionario no se encontrarán nunca dificultades ni situaciones embrolladas sería sencillamente un charlatán”. Y también, con más eficacia y economía, Mike Tyson: “todo el mundo tiene un plan hasta que recibe un puñetazo en la boca”. La historia no se parece a Brasilia o Dubái, al urbanismo de pizarra, y sí a Delhi, a la medina o a una ciudad medieval, huérfanas de guion. Por supuesto, nosotros podemos, retrospectivamente, dibujar el mapa de cualquier ciudad, pero ese producto acabado, que nosotros reconstruimos, nunca estuvo en la mente de nadie. Nadie se despidió de su familia diciendo “me voy para la Guerra de los Treinta Años” y a Jesucristo no se le pasó por la cabeza decir “voy a fundar el cristianismo”. El diseño inteligente no se cumple ni en la biología ni en la historia. Somos, para decirlo con el poeta, “el resto de todos los naufragios”. A veces, afortunadamente.

Según los integrados, nuestros problemas serían ajenos al diseño de las instituciones. La responsabilidad no recae en las reglas de juego, sino en los políticos, en una “falta de voluntad” que se interpreta de dos maneras, en principio, opuestas y –puestos a decirlo todo– desigualmente sinceras, pero que coinciden en el diagnóstico: se han roto los consensos del 78. Eso sí, cada cual encuentra un culpable distinto. Para unos, los constitucionalistas, la responsabilidad sería de los políticos nacionalistas, que traicionaron el pacto constitucional. Su compromiso de entonces con la Constitución fue circunstancial, insincero, una cabeza de puente para conquistar posiciones. En realidad, no renunciaron a su objetivo fundamental, la independencia de sus naciones, objetivo que, por definición, requiere la erosión o desaparición del Estado que supuestamente decían respaldar. Para otros, los nacionalistas o populistas, la responsabilidad recaería en los partidos nacionales (españoles o españolistas será la interesada calificación) incapaces de dar respuesta a las legítimas aspiraciones de autogobierno de las distintas naciones.

Aunque el cuadro histórico integrado se ajusta mejor a la realidad, a su manera, el apocalíptico acierta más el diagnóstico apocalíptico cuando apunta a problemas de diseño institucional. La voluntad, la disposición de los actores políticos, resulta importante, pero cuando se trata de la política, lo que está en nuestra mano es la configuración de las reglas de juego, que allanan o complican el camino a la voluntad. Para decirlo más sintéticamente: las instituciones dibujan un sistema de incentivos que favorece ciertos comportamientos que están en el origen de los problemas. Pero antes de describir el sistema (perverso) de incentivos entretendré algunas líneas abordando el reto ideológico al que han de hacer frente: el nacionalismo (o secesionismo, que, en la práctica, resulta indistinguible). Porque esa es una presunción de fondo de mi argumentación: hay ciertos proyectos políticos que minan las condiciones mínimas de la convivencia democrática y que, por lo mismo, no deben encontrar aliento institucional.

Nacionalismo

Mi tesis es que el nacionalismo, dado nuestro peculiar marco institucional, resulta letal para la existencia del Estado democrático. El problema, en rigor, no es su indiscutible naturaleza reaccionaria, contraria al ideal de ciudadanía, ni tampoco su falsedad empírica, en tanto no responde a reconocibles realidades sociales, sino su campo de aterrizaje político, el marco institucional que amplifica sus patologías. La naturaleza de su proyecto ideológico, la creación de una nación política, dado el particular juego de incentivos de nuestro sistema institucional, tiene un efecto desestabilizador. Ese juego de incentivos perversos opera a través de cuatro dinámicas, unas relacionadas con los mercados locales de votos y otras con los nacionales. Pero antes de describir cómo operan tales mecanismos comenzaré por perfilar el proyecto nacionalista.

El nacionalismo aspira a constituir una unidad (independiente) de soberanía –y, por tanto, una institucionalización política– en un territorio político preexistente (como unidad de soberanía). Un conjunto de individuos que participan de una identidad colectiva (la nación) tendrían, por ello, por participar de esa identidad común, derecho a la autodeterminación, esto es, a romper la unidad de decisión y de justicia (redistributiva) con sus conciudadanos. La identidad colectiva sería el fundamento del derecho (a la soberanía). A partir de ciertos hechos (la supuesta identidad colectiva) se inferiría un derecho (a decidir aparte, a la soberanía). En su versión más austera, el proyecto nacionalista se caracteriza por un doble objetivo: la construcción de la nación y la exigencia de un reconocimiento institucional de esa nación. El nacionalismo crea la nación en nombre de la cual habla y para la que reclama un Estado. Ahí está todo. Desgranemos los dos pies de la afirmación.

El primer objetivo (la creación de la nación) se puede presentar con más claridad si lo enfocamos desde la perspectiva de los agentes políticos: un conjunto de individuos (los nacionalistas) nos dice que otro conjunto más amplio constituye una nación del cual el primero se proclama su portavoz. Su objetivo político, la construcción nacional, consiste en que el segundo conjunto acabe convencido de que la afirmación del primer conjunto es verdadera, de que los miembros del segundo conjunto (los “nacionales”) se convenzan de que constituyen una nación. En tal caso, la descripción de los nacionalistas sería la descripción de los “nacionales”, y cuando eso sucede, los dos conjuntos, nacionalistas y nacionales, resultarían en el límite coextensivos. El nacionalismo, para conseguir su objetivo de “construir la nación”, intenta extender la conciencia nacional entre “los nacionales”, convencerles de que forman parte de una nación. En ese sentido, y en la medida en que para formar parte de la nación se requiere cierto estado mental (“creer que se es diferente”, “desear decidir aparte”, etc.), el nacionalismo asume su falsedad fundante, la inexistencia de la nación a la que apela: si hay que extender la idea de que “somos una nación” es que no existe la nación –el conjunto– de individuos en nombre de la cual se habla.

El otro objetivo, la consecución de la nación política, también permite la precisión: la nación del nacionalismo es una unidad de soberanía, esto es, en virtud de los rasgos (o de las voluntades) que identifican al conjunto de individuos (los nacionales), estos tendrían legitimidad para decidir aparte, por ejemplo, la posibilidad de constituirse en una comunidad de decisión política, en un Estado. En ese sentido, la nación de los nacionalistas, por soberana, es ya, in nuce, una nación para un Estado: una entidad inherentemente soberana que contiene en sí misma el germen o la esencia de un futuro Estado. El Estado, si se quiere, sería el Dasein de la nación. Otra cosa es que esa soberanía se asuma de hecho –y, por ejemplo, se ejerza la secesión– o se exija, se convierta en objetivo político, como quien reclama un derecho que otros le niegan: considera que el derecho ya lo tiene y exige a los otros su reconocimiento.

Obviamente, la argumentación nacionalista, en su “fundamentación” de la soberanía a partir de la identidad nacional, incurre en una falacia naturalista, basa en “los hechos” (existen unos individuos que comparten ciertos rasgos identitarios) la justificación de un derecho (a decidir aparte). El salto lógico, la falacia, es inevitable, por más que se pueda disimular o escamotear, por ejemplo, cuando se incluye la soberanía en la propia definición de nación, entre sus atributos, al modo en el que clásicamente (argumento ontológico) se incluía la existencia (como atributo) en la definición de Dios. Entre las características que identifican a la nación se incluye la soberanía (esto es, un derecho). Cuando los nacionalistas hablan de “nación sin Estado”, en rigor están incurriendo en un contrasentido, como quien habla de “polígono sin lados”. En la práctica están pensado en una “nación amputada”.

Seguramente, la caracterización anterior del nacionalismo no captura a todos los nacionalismos o, al menos, no a todos los nacionalismos imaginables. Ni, desde luego, a todas las naciones. Hay indiscutibles naciones sin sombra de nacionalismos, al menos hasta donde se me alcanza. Nuestros nacionalismos son otra cosa: buscan levantar naciones políticas enmarcadas en un perímetro territorial. Satisfacen los dos requisitos: la recreación de la nación y la demanda de Estado para la nación recreada. Por una parte, se han dedicado a construir la nación inexistente, a alentar la “conciencia nacional”. La primera tarea precede a la segunda. De ahí la importancia de ahondar las diferencias. Más tarde, sobre esa base, sobre el “somos diferentes”, se pretenderá justificar el “derecho a decidir aparte”, la soberanía. En particular, el argumentario nacionalista apelará a la lengua, que dotaría a los “nacionales” de un mundo particular de experiencias, de una identidad propia sobre la que basar la comunidad de decisión soberana.

La construcción de la nación supone alentar identidades “propias” que, por definición, se traducen en impedir el acceso al resto de los españoles a la “nación”. La lengua, en esta labor, ha resultado fundamental. Servirá, en el plano de los fundamentos, para forjar la nación étnica, el mito de los individuos con un mundo de experiencias propias inaccesibles a los otros, y, en el de la práctica, para evitar las contaminaciones extrañas, para frenar la movilidad y cebar el aislamiento. La política educativa y la política laboral eran las encargadas de gestionar una operación que, por lo pronto, quebraba un elemental principio de igualdad entre los españoles. Ese es el camino que allana la Constitución, o que, al menos, no dificulta, al alentar una enloquecida dinámica “descentralizadora” que poco tiene que ver con un aumento en el autogobierno y cuyo resultado final es la erosión del interés general que la Constitución debería asegurar, que la justifica. Veamos, con algún detalle, algunos de los mecanismos de nuestro diseño institucional que han operado en ese proceso.

a) Barreras de entrada. Los nacionalismos promueven identidades exclusivas que dificultan el acceso de muchos españoles a los mercados laborales y educativos. La lengua se ha convertido en una herramienta clave para limitar la movilidad y fomentar el aislamiento, asegurando privilegios para los locales, un sistema que crea desigualdad al priorizar criterios identitarios sobre méritos profesionales. Los empeños no están abiertos a los más excelentes (médicos, docentes, etc.) sino, si acaso, a los mejores “entre los nacionales”. Es un proceso que se retroalimenta: si el acceso laboral depende del conocimiento de la lengua local, los “de dentro” demandan una enseñanza que les garantice ese monopolio. A largo plazo, filtros y penalizaciones también complican la salida de los locales hacia otros territorios. Como sucede en biología con el aislamiento reproductivo de las especies, con el tiempo las diferencias aumentan, se estabilizan y las barreras se vuelven infranqueables. Se acaba el mestizaje. Los votantes locales, entre clientes y rehenes del sistema, tienen un interés inmediato en mantener estas barreras, y los partidos políticos –incluso los no nacionalistas– las respaldan para no perder votos.

b) Bienes posicionales. Para los nacionalistas, el interés general no es un argumento atendible. Por definición, carecen de oído para las apelaciones a la comunidad de decisión o la justicia del Estado común. Su objetivo es la erosión de la nación de todos. Si en ocasiones apoyan medidas que coinciden con los intereses generales, lo hacen porque obtienen algo a cambio o porque consideran que esas decisiones les acercan a su objetivo final: la construcción nacional y, a medio plazo, disponer de un Estado propio. Su apoyo a una descentralización igualitaria es meramente circunstancial y solo mientras esta les permita avanzar hacia sus metas. Cualquier cosa que debilite al Estado les resulta favorable. Por ello, rechazan propuestas federalistas igualitarias y defienden federalismos asimétricos o tratos diferenciales que otorguen ventajas exclusivas a sus naciones. Buscan bienes posicionales, aquellos cuyo valor reside en que no sean accesibles para todos, como sucede con una casa solitaria en la playa o un máster, que se deterioran cuando se generalizan. Si todas las comunidades tuvieran las mismas competencias, estas perderían su valor estratégico porque nadie podría aprovecharlas como ventaja comparativa. De ahí que los acuerdos bilaterales entre nacionalistas y el Estado sean su forma preferida de abordar asuntos nacionales, como si se tratara de relaciones entre Estados independientes.

c) Masa crítica. En España, los nacionalistas tienen un peso desproporcionado en las decisiones políticas debido a la rentabilidad de los votos. Los partidos mayoritarios prefieren apoyarse en partidos, como los nacionalistas, con el voto territorialmente concentrado. Esta dinámica permite a estos centrarse en sus objetivos principales –la construcción nacional– mientras ofrecen un apoyo gratuito en asuntos que no les interesan. Su influencia se ve favorecida por factores ideológicos, antagonismos históricos y un diseño institucional que amplifica su poder gracias a la rentabilidad que extraen de sus votos y la falta de reglas electorales que alienten el compromiso con el interés general (como exigir un mínimo de votos en varias comunidades autónomas). Esta estrategia les permite obtener concesiones significativas: libertad para imponer políticas nacionalistas en sus territorios a cambio de apoyar presupuestos o investiduras. Esto no solo dificulta la aplicación de políticas nacionales en áreas como sanidad o educación, sino que también impone su narrativa al conjunto del país. Un ejemplo claro es que términos como “catalanes” o “vascos” se han normalizado para referirse exclusivamente a los nacionalistas.

d) Dilema del prisionero. En este contexto, con los nacionalistas levantando barreras y el Estado incapaz de controlarlas o limitarlas, incluso las comunidades autónomas “no históricas” terminan replicando estas prácticas para proteger sus propios intereses. Incluso aquellas regiones sin una “identidad diferenciada” se ven incentivadas a establecer sus propias barreras o redes clientelares para competir en igualdad de condiciones frente a las comunidades nacionalistas. Esto genera una proliferación de identidades recreadas (como lenguas propias) para frenar la competencia de los “de fuera”. El desarme identitario unilateral resulta inestable porque las comunidades con privilegios pueden competir tanto en su mercado local como en el mercado general español, mientras que las demás quedan en desventaja. Por ello, muchas regiones optan por anticiparse y crear sus propias barreras para evitar quedar rezagadas. Todos salen perjudicados con esas políticas, pero no les queda otra ante el comportamiento de los demás. La misma lógica que lleva a quienes huyen de una habitación en llamas a morir en la puerta atropellándose mutuamente.

e) La prioridad de los mercados locales. En estas condiciones, un proyecto nacional que busque eliminar las barreras tiene pocas posibilidades de éxito en los mercados políticos locales. Los votantes suelen preferir mantener privilegios locales inmediatos antes que apostar por beneficios inciertos derivados de una mayor integración nacional. Un ejemplo claro es el cupo vasco: cualquier partido que proponga eliminar este privilegio tiene pocas probabilidades de prosperar electoralmente en el País Vasco. Esto refuerza la tendencia generalizada a mantener e incluso ampliar las barreras propias en cada región. Mientras tanto, la masa crítica necesaria para alcanzar acuerdos nacionales amplios queda bloqueada por el diseño institucional y por rivalidades internas entre partidos nacionales (cainismo), lo que perpetúa esta fragmentación política y económica en todo el país. Muchos españoles pueden estar en contra del sistema autonómico y, a la vez, a favor de mantener su propia autonomía (o votan a partidos españoles en las generales y a nacionalistas en las autonómicas).

¿Freno o motor?

Por supuesto, estos mecanismos no aparecen escritos negro sobre blanco en nuestra Constitución. Pero tampoco se ven vetados, por no decir que se ven alentados. El conjuro habitual consiste en atribuir las patologías a la falta de lealtad de los nacionalistas. Un despropósito. Los nacionalistas, por principio, solo son leales a su propia nación, que es lo mismo que decir que, por definición, son desleales a la nación común. Su estrategia política consiste en socavar la aplicación de los principios de justicia a sus conciudadanos, ajenos a la comunidad política que juzgan relevante. Precisamente para eso, entre otras cosas, se diseñan las constituciones y, en general, las leyes, para establecer un sistema de incentivos (de premios y castigos) que desalienten conductas que atentan contra el interés general. Como nos enseñó Kant en La paz perpetua, las constituciones se han de hacer “para un pueblo de demonios”. Y, en toda constitución, la división de poderes se ampara en el supuesto de que el gobierno no lo componen santos ni sabios. Siete años antes que Kant, Madison, en el Federalista n.º 51, fue más preciso: “Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ni los controles externos ni internos al gobierno serían necesarios.”

Quizá el lector, si ha llegado hasta aquí, acabe con una sensación de pesimismo acerca de lo que podemos hacer. Si es así, a mi pesar, le diré que comparto su conclusión.

https://letraslibres.com/revista/y-si-el-problema-es-la-constitucion/01/07/2025/.

Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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