Hoy procastino y escribo lo que no pienso escribir en Cal Menut. Ahí va mi paliza:
Totalmente de acuerdo con tu claro y sintético análisis, querido Ramón.
Esa «izquierda transformadora» deja de serlo en el momento en el que pasa a formar parte de la estructura institucional del poder político y sus reglas de juego.
Pero hoy, a pesar de que Andrómeda nos queda algo lejos, me pillas más alegre y propositivo:
Mi duda es, esa izquierda transformadora ¿no debería dejar de aspirar al asalto institucional y, como movimiento, constituirse más en «redes que dan libertad», en movimiento de presión a las instituciones, al poder? Como tal movimiento que aúne aspiraciones comunes en justicia social (y las singulares que no sean incompatibles con aquellas) ¿no debería modestamente organizarse para quedarse abajo, permanentemente con los de abajo, y hacer trabajo de zapa cultural (con los de abajo)?
Encuentro muy interesante eso que Gramsci decía en 1916!! (socialismo y cultura), y cito: «toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encuentran en las mismas condiciones«.
Define precisamente lo que ahora sucede, como bien indicas, respecto la fragmentación, división, disgregación, fragilidad de los de abajo a los que es muy difícil vender el discurso de solidaridad imbuidos en sus propios problemas sociales y económicos, educados en una creciente mercantilización egoísta de los lazos afectivos, del compromiso, del deber, educados en la visión del bien común, de la exigencia vital del esfuerzo colectivo como amenazas a la libertad individual. La izquierda transformadora no debe obviar esos problemas «egoístas», debería atender los problemas económico-sociales reales de las gentes y deconstruir los elementos culturales apologéticos del capitalismo que lo nutren (básicamente mostrar científica y lógicamente las contradicciones del sistema con los principios, derechos y libertades fundamentales reconocidos en el contrato social). Sólo así podrá luchar eficazmente contra lo refractario, que hoy, ha adquirido un enraizamiento en nuestras mentes que no se si ha habido precedentes históricos. En todo caso es lo que se me antoja más difícil de transformar. El votante obrero de PP-Vox, el de Meloni, Trump, el gilipollas ese de Hungría y el de Polonia, … es radicalmente refractario.
A la vez pienso que la izquierda transformadora tampoco puede ser defensora de identidades con aspiraciones contrapuestas a la solidaridad, justicia social común. Aquí, la izquierda pretendidamente transformadora debió quitar el pie del acelerador irreflexivo. El respeto a la diversidad, la pluralidad y el reconocimiento de derechos singulares no debe convertirse en márquetin electoral, en gestos de tolerancia guay, si al final acaba por convertirse en un espacio de enfrentamiento entre identidades que destruya toda posibilidad de trabajar en red, en movimiento común (véase el debate, división y enfrentamiento en el seno del movimiento feminista con la ley 4/2023 para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI). Coordinación y colaboración (en condiciones de igualdad) son conceptos hermosos aunque altamente funcionales en el mundo empresarial. ¿Por qué el movimiento emancipador no los apropia y los emplea eficazmente?
Tengo la impresión de que nuestra mala época se define en parte en que la izquierda desnortada está en la tesitura paradójica de tener que defender la figura del «ciudadano igual», despojado de atributos identitarios ante la ley, si pretende sostener un proyecto de igualdad frente privilegios y excepciones, y que precisamente los derechos y libertades reconocidos en nuestro ordenamiento jurídico se respeten, se materialicen, con el inevitable soporte institucional político-público (ojo, que en muchíiisimas ocasiones para que esos derechos sean eficazmente reconocidos y no se generen precisamente discriminaciones hay que hacer valer la singularidad frente la igualdad formal del «ciudadano» ante la ley). Cuando empecé la carrera Capella me hizo leer entre otras cosas, su ensayo «sobre la supresión del Estado y los juristas». Desde hace años parece ser que es un firme defensor (aunque con matices) del Estado y de los juristas, precisamente como garantía de mantener lo que se ha conseguido, sobre todo a nivel de derechos sociales, y en el contexto de una triste regresión de aquellos.
Quizá el movimiento de la izquierda transformadora necesite un partido político (aunque haga esfuerzos por huir del modelo partido-empresa imperante) que entre en el juego político-institucional.
Sin embargo, entiendo que debería ser como una entidad subsidiaria e instrumental del movimiento, cuyos representantes estuvieran sujetos por un régimen real y efectivo de mandato (no una delegación representativa de decisiones, representantes como les deux corps du roi), es decir, trasladar a ese campo del poder político institucional el mandato de las bases bajo criterios de rendimiento de cuentas y responsabilidad efectivos y eficaces.
En cualquier caso, que el movimiento siga su camino de presión. El movimiento constituido como una red de movimientos: la «plataforma para la auditoría de la deuda», «parlament ciutadà», movimientos ecologistas, sindicatos, asociaciones vecinales, de maestros y maestras, de juristas, los jubilados de los huertos de Montcada, etc., con intereses diversos pero con el objetivo común de ensanchar la democratización como proceso inacabado, y la aspiración de la sociedad justa e igualitaria.
Dejemos el poder institucional donde está (aunque nunca perdamos nuestra fe de transformarlo). Forcemos, eso sí, con crítica y en la medida de lo posible con sus propios instrumentos (legales), el cumplimiento de su contrato social (las cláusulas son los derechos y libertades fundamentales constitucionales), que sea el objetivo teleológico real de la actuación de los poderes públicos. Que desde abajo, con movilización y presión, desde la red de los diversos movimientos sociales y reivindicativos se manifiesten las necesidades reales de las gentes que el contrato social garantiza y el Estado debe satisfacer. A la vez, trabajo de zapa cultural, pedagógico, de soporte técnico a los de abajo y de crítica de los fallos institucionales, burocráticos, y trabajo de deconstrucción de la cultura del capital.
De hecho lo que ya se está haciendo desde hace años.
Quizá haya que analizar más profundamente el por qué de la pérdida de esa batalla. ¿Será la mutación antropológica tan profunda que estamos dispuestos a morir o que mueran nuestros propios hijos sólo por intentar pasar por la vida como un veraneo? ¿Nos habremos (auto)esclavizado tanto? ¿La Boétie se quedó corto? ¿Somos en realidad tan conscientes del poder soberano absoluto, de la red (esa si, existente y efectiva) del poder económico y financiero global y difuso que hemos tirado la toalla y esperamos, como el colorido turista bajo la sombrilla en el gris vertedero industrial de la portada de Supertramp, el fin?
Abrazos
Daniel Jiménez Schlegl
Benvolgut Daniel,
He llegit amb atenció la teva carta i comparteixo bona part de l’anàlisi que hi exposes. Coincideixo que l’esquerra transformadora ha perdut rumb quan ha entrat en la maquinària institucional, i que la feina cultural i pedagògica de fons és imprescindible per construir un veritable canvi des de baix.
Tanmateix, m’agradaria assenyalar una contradicció que percebo en tot aquest procés i que, al meu parer, explica bona part del desplaçament del vot obrer cap a la dreta. La classe treballadora no gira l’esquena a l’esquerra perquè no cregui en la justícia social o en la solidaritat, sinó perquè sent que les seves llibertats individuals i el seu esforç personal no estan prou protegits.
Molts treballadors han aconseguit amb sacrifici el seu habitatge, el seu cotxe o uns petits estalvis. Quan veuen que des de l’esquerra es projecten discursos o polítiques percebudes com a permissives amb les ocupacions il·legals, amb la delinqüència menor o amb situacions que afecten directament la seva seguretat quotidiana, senten que no es defensa allò que més valoren: la propietat aconseguida amb esforç i la tranquil·litat de la seva família.
A això s’hi suma que, en ocasions, el discurs de l’esquerra sembla transmetre que si un és treballador “s’ha de quedar allà”, i que aspirar a prosperar o fins i tot a enriquir-se és quelcom sospitós. Jo crec que, per a qualsevol persona treballadora, tenir l’esperança de millorar la seva situació —encara que sigui a poc a poc— forma part del motor vital que l’empeny. Si l’esquerra nega o menysprea aquesta aspiració, inevitablement perd connexió amb la base social que diu voler representar.
Finalment, mentre els problemes reals del dia a dia (preus de l’habitatge, factures, seguretat als barris) segueixen sense resoldre’s, es percep que gran part de l’esforç polític se centra en debats identitaris o simbòlics que divideixen més que no pas uneixen. Davant aquesta sensació d’abandonament, no resulta estrany que la dreta guanyi terreny presentant-se com a defensora de l’ordre, de la propietat privada i de la mobilitat individual.
Per això penso que, si de veritat es vol recuperar la confiança de la classe treballadora, l’esquerra transformadora ha de tornar a posar al centre la defensa pràctica de la seguretat, de la propietat i de les aspiracions de progrés de qui treballa, sense renunciar, és clar, a la solidaritat i a la justícia social. Només així podrà tornar a ser vista com una eina útil per millorar la vida de la majoria.
Una abraçada,
Albert