“Causas y efectos” por Miguel Candel

A la vista del impasse (perdón por el galicismo, pero es que el término francés suena menos dramático que “callejón sin salida”) en que ha venido a encontrarse este verano la gobernación del país oficialmente llamado Reino de España por el “empate” entre bloques parlamentarios de distinto signo, a quienes no nos gusta quedarnos en la cáscara de los hechos nos acucia la pregunta: ¿cómo hemos llegado a esta situación?

A ese tipo de preguntas se responde con lo que podríamos denominar “análisis causal”. Es ésta la típica actitud filosófica/científica a la que se refiere Aristóteles en los primeros párrafos de su principal obra filosófica, la Metafísica, cuando afirma que el saber propiamente dicho no es aquél que se limita a describir los hechos o fenómenos tal como aparecen ―o nos parecen―, sino el que considera que éstos sólo podemos conocerlos realmente si somos capaces de remontarnos a otros más fundamentales sin los cuales los primeros no existirían (o no con las características que presentan), y en consecuencia intentamos identificar esos segundos. Si lo logramos, diremos que hemos llegado a las causas de los hechos en cuestión (siendo rigurosos, para hablar de A como causa de B no basta que el hecho A sea necesario para que se dé B: también ha de ser suficiente: pero bueno, para hablar de política de brocha gorda, como es la que suelen pintarnos al sur de los Pirineos, quizá no es necesario tanto rigor).

Ahora bien, hay algo de ingenuidad o simplismo en esta concepción. Sin caer en el escepticismo, a menudo hermanado con el cinismo, de quienes niegan, no ya que podamos conocer las causas de las cosas, sino incluso que tenga sentido hablar de causas (algo muy conveniente, por ejemplo, para eludir responsabilidades cuando alguien es acusado de “causar” algún tipo de daño, particularmente en el ámbito de la economía), no es difícil ver que los procesos causales no pueden simbolizarse adecuadamente con una cadena en la que cada eslabón tira del contiguo siguiendo una única línea recta. Las “cadenas” causales son lo más parecido a un árbol genealógico (que a su vez es un caso típico de trama causal): el resultado final (el efecto, en este caso la persona cuyo árbol genealógico trazamos) es el punto único donde converge un número prácticamente incalculable de vectores paterno- y materno-filiales, que a medida que nos remontamos hacia atrás en el tiempo crece en una progresión geométrica de razón 2 (al menos mientras alguna extraña mutación no introduzca en la reproducción humana, bajo el discutible patrocinio de la diosa Atenea y el entusiasta apoyo de Antíope, Hipólita y alguna que otra fabulosa amazona, la llamada partenogénesis).

En último término parece que nos encontramos, de forma análoga a lo que les ocurre a los físicos con la famosa ―y frustrante― teoría de cuerdas y sus espacios multidimensionales, con un número infinito de variables a despejar para resolver la “ecuación” causal. A fin de salvar ese imponente obstáculo a efectos prácticos (a efectos teóricos es insalvable), no nos queda más remedio que efectuar una serie de simplificaciones, que consisten esencialmente en dejar de lado los innumerables factores que creemos que intervendrían igualmente en procesos causales cuyo efecto fuera distinto del que tratamos de explicar, para así aislar aquellos que realmente «hacen la diferencia». Así, por ejemplo, en el hundimiento del acorazado alemán Bismarck en mayo de 1941 hay una amplia serie de factores que intervinieron en su peripecia pero que se habrían dado igual aunque el famoso buque hubiera logrado, como pretendía, seguir a flote hasta llegar a un puerto amigo en la costa de Francia. Podríamos, pues, a la hora de determinar el hecho exacto que causó su hundimiento, descartar el combate que libró con la Royal Navy en el Estrecho de Dinamarca (del que salió victorioso, con ligeros desperfectos), así como su temeraria incursión en el Atlántico Norte haciéndose perseguir encarnizadamente por media marina británica. Nos quedaríamos, entonces, con el torpedo lanzado por un avión británico Swordfish que tuvo la fortuna de destrozarle un timón, dejándolo a merced de sus enemigos (sería, en cambio, hilar demasiado fino decir que la verdadera causa del hundimiento fue la decisión del capitán Lindemann de mandarlo a pique para que no cayera en manos británicas: de todos modos, el buque estaba perdido).

Volviendo a nuestro punto de partida: ¿cuál es la causa del bloqueo institucional de este país tras las elecciones generales del pasado 23 de julio? Bien, aquí la cosa es mucho más complicada, aunque sin duda conocemos muchos de los factores que podrían intervenir en el análisis causal. Por ejemplo, el miedo (¿razonablemente?) sentido por muchos votantes de izquierdas, aun desilusionados con los “suyos”, ante la hipotética presencia, en el futuro gobierno, de un partido con inquietantes credenciales de extremismo derechista; temor que sin duda ha frenado parcialmente el deseo de castigar a la izquierda gobernante por algunas políticas (no todas, desde luego) claramente contradictorias con un ideario de izquierdas digno de tal nombre (y contrarias también a algunos requisitos no menores de un Estado de derecho). Eso, por un lado. Por el otro, la exasperación causada en votantes de derechas por los excesos demagógicos (más de ladrido que de mordisco) que han acompañado la acción del gobierno en diferentes campos. Por último, pero no menos importante, el “sapo” del nacionalismo periférico que casi todos, a derecha e izquierda, parecen dispuestos a tragarse con tal de lograr una mayoría parlamentaria que abra las puertas de la Moncloa. Aquí la cosa no deja de ser curiosa: todo el mundo ve y denuncia el sapo en la boca ajena pero lo mima si cree que puede acercárselo a la suya (bueno, unos más que otros: los hay que, más que tragárselo, parecen dispuestos a convertir el país en charca para que el bicho se sienta más a gusto). Y aquí habría que preguntarse por las causas del crecimiento de ese bufónido (así se llama la familia a la que pertenece el sapo), que hasta hace poco más de diez años presentaba un aspecto mucho menos orondo que de diez años a esta parte.

Los árboles causales, como hemos visto, van de las ramas al tronco, de múltiples causas a un único efecto. Pero ¿y si le damos la vuelta a la figura y tratamos de ver los posibles efectos, en este caso concreto, de una hipotética superación del impasse? Por supuesto, es un ejercicio científicamente mucho menos riguroso que el anterior, pues no tratamos con hechos reales, sino con hechos posibles, y en la noción misma de posible subyace la de disyunción o alternativa (algo así como el “jardín de los senderos que se bifurcan”, de Jorge Luis Borges). Podemos, ciertamente, especular, no tanto por curiosidad intelectual como por la necesidad práctica de prevenirnos ante posibles efectos desastrosos de la solución que finalmente se imponga. Y digo bien: “se imponga”, porque todo parece indicar (préstamos de diputados, cambios legales ad hoc, discretas ―o no tanto― sugerencias de una posible amnistía, etc.) que la “solución” no se ajustará demasiado a la “voluntad popular” expresada en las elecciones mediante el voto a ciertos programas donde las mencionadas propuestas no figuraban en absoluto. Desengaño que no afecta a desconfiados como quien escribe, que hace tiempo aprendió la lección de que en este país no tiene validez ninguna el adagio latino verba volant, scripta manent: aquí, cuando conviene, vuela hasta lo impreso en el BOE.

Lo dicho, sólo podemos especular. Pero todos los efectos previsibles de un “desempate” del tipo de lo augurado por los movimientos y globos sonda ya mencionados, pero también por acontecimientos como la formación de la Mesa del Congreso, todo eso, digo, en lugar de ir en la dirección de un aumento de la estabilidad del país, irá más que probablemente en sentido contrario, pues las tensiones que se han manifestado en la polarización y el consiguiente “empate” electoral, lejos de disminuir, se mantendrán y aumentarán. Claro que, si un día se piden cuentas por ello a quienes propicien esa falsa salida, no faltará el aprendiz de filósofo escéptico que dirá aquello que dijo Aznar (cito de memoria) cuando se le reprocharon las consecuencias que había tenido para España en materia de seguridad el apoyo a la invasión de Irak, probable causa, pues, de dichas consecuencias: “¿Causas? ¿Qué es una causa? Es un concepto muy discutible”. Cabe preguntarse si esa respuesta denotaba una especial sofisticación filosófica de su pensamiento, fuertemente influido, acaso, por lecturas de Hume, o si ―cosa más probable― estaba realizando el típico ejercicio de cinismo a que nos tienen acostumbrados nuestros políticos, empezando por el presidente del gobierno en funciones. Palabra, ésta última, que aquí y ahora tan sospechosamente suena a teatro en cualquiera de sus modalidades (sobre todo en la de farsa).

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Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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