“La memoria no es el recuerdo de lo que hemos vivido, sino de lo que se nos ha transmitido también.”
Ricard Vinyes Ribas es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona y comisario de exposiciones. En 2004 obtuvo el Premio Nacional de Patrimonio Cultural y en 2011 fue nombrado ponente de la Comisión de Expertos para la Revisión del Valle de los Caídos. También ha presidido la Comisión Redactora del Proyecto del Memorial Democrático de la Generalitat de Catalunya y la Comisión del Proyecto de Creación de un Centro de la Memoria para el País Vasco. Entre 2015 y 2019 fue comisionado de Programas de Memoria en el gobierno municipal de Barcelona.
Sus principales líneas de investigación se han dirigido al estudio de las culturas políticas de las clases subalternas, el estudio de la prisión política femenina, al análisis de las políticas públicas de memoria en Europa y América y su narrativa museológica.
Entre diversas publicaciones ha dirigido el Diccionario de la memoria colectiva (2018). Su libro más reciente es Crítica de la razón compasiva. Reconstrucción, transmisión y poder en la memoria del pasado (2023)
***
Crítica de la razón compasiva es el título de su último libro. ¿Crítica es un guiño a Kant, a Marx? ¿Qué tipo de crítica es su crítica?
Crítica es un adjetivo que designa la propiedad de observar y analizar; no expresa hablar mal de algo o de alguien, se trata de examinar, estudiar cualquier cosa –una conducta, un libro, una política– de manera distanciada y mostrar las consecuencias que ha tenido o tiene. Kant y Marx pertenecían al gran movimiento cultural, político, crítico, diverso que fue la Ilustración y cuyas consecuencias perduran hoy. Me siento cómodo con ambos, al fin y al cabo el sapere aude horaciano, fue tomado por Kant para resumir el núcleo del movimiento ilustrado, y el conjunto de la obra de Marx usó esa consigna que resume no a un autor del siglo I, ni del siglo XVIII, sino a una tradición intelectual que proviene del fondo de los siglos y perdura hoy.
Por otra parte, ¿qué de malo tiene la razón compasiva? ¿Acaso no debemos tener empatía, y especial consideración, con las personas más desfavorecidas?
El libro no trata de personas desfavorecidas por las que sentir compasión o rechazo, el libro presenta una crítica, un análisis del proceso social y cultural en el que se ha generado un paradigma memorial que se sostiene y vertebra un imperativo ético, el deber de memoria, desde la primera guerra mundial y a mayor velocidad a partir de la segunda posguerra, hasta hoy. El título del libro Crítica de la razón compasiva, no es un recurso literario, ni la metáfora de algún principio o cosa, es la expresión literal que reúne el argumentario establecido por la teología cristiana contemporánea para dar respuesta a una pregunta que comenzó a preocupar a algunos teólogos en los años setenta: dónde se halla Dios en Auschwitz. La respuesta ha sido crear una teodicea de Auschwitz, esto es, un instrumento intelectual de la teología natural que tiene por objetivo hallar evidencias de la conducta de Dios sin recorrer a ningún tipo de revelación natural. El resultado consistió en situar el sufrimiento en el epicentro de su programa anamnésico o recordatorio, y la única posibilidad de redención consiste en recordar compasivamente el sufrimiento acontecido y situar a la víctima en el centro de la autoridad moral universal, por lo que sólo en la compasión puede haber redención, de ahí el deber de memoria y las consecuencias de su aplicación, entre ellas la despolitización de las biografías y el análisis de los procesos sociales.
El subtítulo del libro incluye el concepto de poder. ¿A qué tipo de poder hace referencia? ¿Qué papel juega ese poder en la memoria del pasado?
Me refiero al poder político, que no es ejercido tan sólo por los gobiernos sino también por todos los actores sociales debido a la necesidad de producir un relato ético que expresa la superioridad y justicia de nuestras actuaciones, cuenta lo que es bueno y lo que debe ser rechazado. Relatos que pueden transcender una generación, depende de lo que estemos hablando. La memoria, y la historia comparten un espacio de poder relevante: la gestión del pasado, deciden cómo será el pasado.
La imagen de la portada: “Joan Tomàs (sentado con libreta y lápiz) y Joan Amades (escribiendo a máquina) recogiendo canciones en Balaguer de la cantante Adela Garrofer, 30/VIII/1929…” ¿Qué ha querido transmitir al lector con esta elección?
Es una lástima que la portada no haya recogido la totalidad de la fotografía, cortando, precisamente, la imagen de Adela Garrofer, una mujer conocedora de canciones y leyendas que recogieron Joan Amades y el músico Joan Tomàs. Esa fotografía es para mí una espléndida imagen de la transmisión de la cultura subalterna, el traspaso de la oralidad a la escritura. Sin transmisión no hay memoria. La fotografía expresa uno de esos momentos. Durante siglos esas canciones y leyendas han significado para las clases subalternas, el conocimiento del mundo y la forma de interpretar las relaciones sociales, de poder, y ello nos permite comprender hoy su noción del bien y el mal, y por tanto de su debilidad, sus límites de cohesión cultural y su confinamiento en ellas. Podemos comprender mejor la necesidad de salir de ese confinamiento a través del aprendizaje, la escolarización, y para ello crearon sus propias instituciones colectivas y democráticas: la asociación, ateneos, centros sociales de aprendizaje, cooperativas… La cultura popular nos sirve a muchos para comprender.
¿De qué debe alimentarse una memoria democrática desde el punto de vista de las clases subalternas, punto de vista que creo usted comparte y abona?
La expresión memoria democrática es, hoy, polisémica, y por tanto significa demasiadas cosas en el lenguaje administrativo y también popular. Ese concepto apareció por primera vez en el texto que redactó la Comisión del Proyecto de memorial democrático en 2004, y no la definimos como la memoria de los demócratas, sino como el recuerdo de los esfuerzos que han contribuido a alcanzar unas cotas más altas de igualdad. Es decir valoraba buscar y construir una imagen del pasado que ponía en valor la construcción de proyectos igualitarios, sociales, culturales, políticos, los cuales van acompañados de acciones represivas tremendas precisamente por el objetivo que se presente.
Otra cosa es el uso que pueda darse a un concepto. Al fin y al cabo la calle es libre y con derecho a usar las palabras como quiere. No es ni bueno ni malo. Al fin y al cabo el esfuerzo por las relaciones democráticas conlleva mayor igualdad.
Abre su libro con una cita de John Berger: “El otro día Andrea me preguntó cómo nos conocimos tú y yo. Y se lo conté. Y ahora quiero contártelo a ti. Pero si quieres podemos cambiarlo. El pasado es la única cosa de la que no somos prisioneros. Podemos hacer con el pasado lo que nos dé la gana. Lo que no podemos hacer es cambiar sus consecuencias”. ¿No exageraba Berger con eso de que “podemos hacer con el pasado lo que nos dé la gana”? ¿No hay límites objetivos, documentados, “indiscutibles”, en ese hacer lo que nos dé la gana?
No exagera lo más mínimo. No está hablando de una disciplina, de ciencias sociales o humanidades, sino del pasado, y el pasado vemos hoy, en el día a día, cómo es relatado según conviene a quien conviene. Y también en la esfera de lo privado la alteración intencionada de nuestro relato familiar se altera; ahí están los libros de memorias y autobiografías. El conocimiento del pasado es frágil en sí mismo, pero lo que produce es inamovible. No hay nada de arbitrario en esa afirmación, más bien un realismo tremendo, junto a una modestia notable sobre los límites de la veracidad del conocimiento, algo que no pocos científicos sociales en busca de modelos deberían aprender.
En cambio estoy seguro que la frase de Berger hubiera encantado a Ludwig Wittgenstein, al fin y al cabo su Tractatus… es de 1921.
Su libro trata, así lo indica en sus primeras líneas, de la construcción del pasado como memoria pública, y establece una critica al principio del deber de memoria, núcleo del paradigma memorial dominante desde la II Guerra Mundial. ¿Qué debemos entender por memoria pública?
Debemos entender la imagen del pasado que se construye socialmente, con consumos culturales y experiencias diversas y numerosas.
Es más, comprobamos que la memoria no es el recuerdo de lo que hemos vivido, sino de lo que se nos ha transmitido también. Yo no he vivido la guerra, ni siquiera la postguerra; sin embargo, tengo memoria de la guerra y de la posguerra que se ha formado, a través de lo relatado por mis padres, familiares, los vecinos, las charlas en los comercios del barrio, las conversaciones con mis compañeros de escuela, consumos culturales diversos, etc. Y esa memoria de la guerra y posguerra no tiene por que coincidir con lo que yo sé de la guerra y posguerra como historiador.
Insisto, la fotografía de la que hablábamos antes es la imagen de todo eso porque en el centro está la transmisión.
Sostiene usted que la memoria se identifica cada vez más con el terror y que esa tendencia es imparable. ¿Por qué es imparable? ¿No es razonable, incluso éticamente deseable, para que no habite el olvido, que una parte de la memoria de las sociedades humanas tenga muy en cuenta el enorme terror causado?
El terror actúa substituyendo la parte por el todo, es decir, los proyectos. Si hay terror y genocidio es porque antes hay proyectos y decisiones, no al revés. Recordar el proyecto, se haya alcanzado o no, es recordar una capacidad constructiva, y aprender que siempre va acompañada de impedimentos, a veces terribles que deben ser contados. Pero esos impedimentos son consecuencia, no estímulo.
Le cito: “Uno de ellos, Joan Clos, arrasó sin continencia el espacio del Camp de la bota [de Barcelona] y los restos del muro donde fueron fusilados alrededor de 1706 personas entre 1939 y 1952”. Mi abuelo materno cenetista entre esas personas. ¿Qué explicación tiene que un alcalde socialista pueda tomar una decisión de estas características, gobernando además en aquellos momentos, si no ando errado, con ICV-EUiA? ¿Inconsciencia? ¿Anular lugares de tensión?
En mi opinión una mezcla de indiferencia junto a la convicción maragalliana heredada, y de tantos otros mandatarios de aquel momento, que era preciso desarmar todo lo que hacia referencia a república o revolución en la ciudad, que así quedaba situado en el espacio de lo inmoralidad, es decir, de lo inapropiado, y que por tanto es mejor no conocer para no cuestionar la equiparación entre todas las víctimas, memoria igual para todos. Esa fue la doctrina Maragall, y la de todo el socialismo de la época. Hubo una política de memoria que decía: “Lo único que debes recordar es que no hay nada que recordar, pues en caso contrario habrá un cataclismo social.”
Debo decir que hasta la llegada de Ada Colau a la alcaldía de Barcelona eso no cambió. Fue su gobierno el primero que estableció una política municipal de memoria y reivindicó la tradición republicana e igualitaria de la ciudad. Fue su gobierno quien levantó el actual memorial del Camp de la Bota.
Distingue usted, en su crítica a las posiciones defendidas por Reyes Mate, entre víctima y represaliado. Enrique Ruano, por ejemplo, sería un represaliado, pero no una víctima. ¿Qué línea de demarcación estable entre unos y otros? ¿Los luchadores antifranquistas represaliados por el franquismo, por ejemplo, no son, no fueron, al mismo tiempo víctimas?
No veo razón para considerar víctimas a quienes combatieron, de un modo u otro, el fascismo puesto que víctima es quien padece daño por una causa ajena o fortuita, y no es el caso. Represaliar significa impedir la obtención de un propósito malvado o negativo, conseguir un objetivo. Quien actuaba para impedir la continuidad del franquismo tenia precisamente ese objetivo, sujeto a castigo, la represión.
El dolor y el sufrimiento igualan a todos, fascistas y antifascistas. Ese es el problema de no distinguir entre víctima y represaliado, altera y despolitiza las biografías.
Sostiene también que Salvador Puig Antich ha sido victimizado hasta la saciedad. ¿Por qué? Y perdón por la insistencia: ¿no fue acaso Puig Antich un militante del MIL asesinado por el franquismo y, por tanto, una víctima también de un sistema opresor y criminal?
En ningún caso debería considerarse a Puig Antich como víctima, fue un militante político represaliado, le asesinaron por sus convicciones y decisiones políticas. La victimización siempre recoge más solidaridades, además de crear, como en este caso, una jerarquía entre las víctimas.
¿Una jerarquía entre las víctimas? ¿Qué jerarquía?
Poner a una calle o plaza el nombre de una víctima, o erigirle un monumento es destacar a esa persona por encima de las demás, significa situarlo en un orden superior que también sufrieron daño. ¿Por qué destacamos a uno y a otra no? La cuestión está en si el dolor y el sufrimiento es ejemplar. ¿Lo es? Y si lo es, ¿debería serlo? En mi opinión no hay ejemplaridad alguna en el dolor, nada que exaltar. La Legión exalta la muerte y al legionario sufriente, su novio. Las personas que han sufrido daño político fortuito, las víctimas, deben ser receptores de políticas públicas del Estado dirigidas a conseguir que superen su dolor y que su identidad ya no sea la de víctima; sin embargo con frecuencia sucede lo contrario: se actúa de tal modo que la víctima lo sea para siempre y quede encerrada en su dolor, convertido en identidad. Isabel Piper ha llamado a ese proceso y situación «sujeto-víctima». El Diccionario de la memoria colectiva contiene un articulo donde la sicóloga chilena describe bien ese proceso. Las Stolpersteine, por ejemplo expresan la complejidad de ese proceso de jerarquización.
Desde su punto de vista y disculpe mi insistencia: ¿Ernest Lluch sería una víctima del terrorismo? ¿Y Santiago Brouard?
Ni Lluch ni Brouard deberían ser considerados como víctimas, para nada. Ambos fueron asesinados por sus convicciones políticas, su ideario y sus actuaciones. No hay azar en su asesinato. En Lluch intervino ETA en una acción terrorista por que no soportaba su actuación. Brouard , por las mismas razones, sufrió la represión del Estado. Considerarlos víctimas es despolitizar su identidad y su biografía, como dije antes.
Las personas asesinadas en el atentado de ETA en Hipercor, o años más tarde, en 2017, en La Rambla de Barcelona por militantes islámicos, sí son víctimas.
¿Qué opinión le merecen entonces las Asociaciones de Víctimas del Terrorismo?
Es positivo que las personas afectadas por atentados y desastres se unan para gestionar bien sus derechos y generar una ayuda mutua. Las asociaciones de víctimas son bien distintas, tienen objetivos distintos entre ellas, no hay un patrón general. En algunos casos sus intervenciones tienen un sesgo ideológico y partidario difícil de asumir, por ejemplo cuando hace años la AVT constituida por muchas víctimas y familiares de ETA convocó manifestaciones en contra del proyecto de Ley sobre la interrupción del embarazo, en nombre del «derecho a la vida». Otras, en cambio, han dedicado su actividad en conseguir mayor atención de las Administraciones y conseguir mejoras destinadas a conseguir que el trauma sufrido condicione lo menos posible sus vidas. La naturaleza de las asociaciones de víctimas es distinta.
Describe dos documentos cinematográficos, Memory of the Camps, de Hitchcock y Bernstein, y Shoah de Claude Lanzman. Se decanta claramente por el primero. ¿Por qué? ¿Qué le aleja del discurso, de la reclamación del silencio de Lanzman?
Para mí el problema del discurso de Lanzman reside en que sitúa la victima del Holocausto cómo el único sujeto que puede hablar, nada de lo sucedido puede ser dicho sino por la victima, ni siquiera el archivo puede hablar o responder. Me pregunto si estamos ante una suerte de biologismo memorial, según el cual la autoridad procede del daño causado en la mente y el cuerpo, no de la razón. Lo sucedido es indecible, sostiene Lanzman. Sin embargo el ser humano, frente a lo calificado como indecible siempre se ha puesto a pensar para comprender y explicar, no se ha detenido. Eso es lo que hacen Bernstein y Hitchcok: ante la atrocidad de los Campos se acercan, interrogan, cuentan para que la ciudadanía juzgue. Lanzman al fin y al cabo propone establecer un misterio –fundamento de cualquier religión monoteísta–, mientras que los autores de Memory of the Camps aproximan el dolor, el sufrimiento y a los culpables a la consideración de la humanidad.
Habla usted del giro memorial que ha emergido a principios de este siglo. ¿Cuáles serían las principales novedades que representa este giro copernicano memorístico? ¿Está próximo a él?
El giro memorial aparece a principios del cambio de siglo, en efecto, y expresa la tendencia a separarse de la ilusión que concibe la memoria como un imperativo pedagógico que debe protegernos del mal o el daño. Por el contrario, el giro memorial considera la memoria como adquisición de criterios para posicionamientos éticos respecto al pasado, en lugar de presentarla como una enseñanza protectora ante las atrocidades.
Pero asume algo más: conlleva considerar que la memoria siempre es contemporánea porque la construimos desde el presente, puesto que hemos comprobado que la memoria no es el recuerdo de una experiencia vivida, sino la recepción del relato transmitido, con lo cual la memoria no tiene ningún límite cronológico en la medida que no requiere haber vivido una situación para tener memoria de ella. De ahí la importancia de la gestión del pasado. Por todo ello, el giro memorial concluye que una política pública de memoria debería ser considerada como un derecho civil que el estado debe garantizar y estimular.
No sólo estoy próximo a esos planteamientos, yo mismo he consolidado esa expresión, este libro es un ejemplo.
De acuerdo, gracias por su observación. Introduce un anexo con los juramentos de Buchenwald y Mauthausen. ¿Dónde reside la importancia de esos documentos?
En que son la prueba empírica que no es correcto sostener la afirmación de Reyes Mate según la cual los supervivientes de ambos campos, cuando les liberan, exclaman ¡Nunca más! Y para que eso no se repita, ¡memoria! Y sostiene que es ahí donde nace el deber de memoria. No es correcto. No ocurrió.
He puesto el anexo para documentar la incorrección empírica de esa afirmación que contribuye a la teodicea de la memoria que sitúa al sufrimiento y a la víctima en el centro de su programa recordatorio.
Describe detalladamente (y muy críticamente) los avatares represivos contra Rocío, el documento de Fernando Ruiz Vergara y Ana Vila. ¿Dónde reside su importancia? ¿No fue un caso más entre muchos otros en una transición que solo cabe adjetivar de modélica desde un punto de vista muy olvidadizo y acrítico?
No, Rocío no es «un caso más entre muchos. En primer lugar, no hubo «muchos» casos Rocío. Las singularidades de Rocío residen en qué fue el primer acto de censura y condena jurídica sobre un discurso histórico relativo a la implicación de la clase dominante franquista en los asesinatos perpetrados en territorio ocupado por el ejército rebelde tras ser aprobada la constitución en 1978 –creo recordar que la sentencia final es de 1982. Por otra parte el contenido de la sentencia del juez Luis Vivas Marzal es histórica y conceptualmente relevante pues expresa lo que será la política memorial en España en la década de los ochenta y noventa, hasta el cambio de siglo, y a la que antes me he referido: “es indispensable inhumar y olvidar si se quiere que los sobrevivientes y las generaciones posteriores a la contienda convivan pacífica, armónica y conciliadamente, no siendo atinado avivar los rescoldos de esa lucha para despertar rencores, odios y resentimientos adormecidos por el paso del tiempo» Es decir, lo único que es preciso recordar es que nada debe ser recordado, pues en caso contrario habrá un cataclismo social.
Y aún podrían hacerse otras consideraciones.
Y algo más: esa actitud ante el pasado no fue causada por la Transición, sino por la democracia, por la gestión del pasado realizada en democracia en las dos décadas siguientes.
La ley de amnistía de 1977, que la izquierda antifranquista hizo muy suya, ¿ayudó a la desmemoria pública? Más aún y a riesgo de que me acuse de disparatado: ¿la política de reconciliación nacional del PCE no conllevaba, inevitablemente, secuelas de olvido, de desmemoria de la causa republicana, de “no volver a las andadas”, más allá de lo que la Academia, la Universidad, pudiera ir investigando, discutiendo y publicando?
Bueno, no es que el antifranquismo, la izquierda antifranquista, hiciera suya la Ley de amnistía, es que es suya, y sin duda fue, desde su formulación por los comunistas en 1959, con Jorge Semprún al frente del texto, fue, decía, un torpedo a la línea de flotación del relato franquista que, hasta 1977, seguía diciendo que el país estaba dividido entre vencedores y vencidos porque ese era el proyecto de la Victoria. La propuesta comunista, asumida por casi todo el espacio antifranquista, permitió el crecimiento unitario de la oposición en todos los espacios políticos de los grandes centros urbanos.
Yo no tengo duda de que el artículo 2 de la Ley, en sus puntos e y f, son un «punto y final» para los responsables de la dictadura y el ejercicio de la represión más allá de la muerte del dictador. Pero esa realidad jurídica no tenía nada que ver con la ocultación o protección cultural sobre franquistas y sobre el franquismo hasta el punto de equiparar a falangistas con resistentes, o alzar monumentos a todos los caídos en el décimo aniversario de la coronación del monarca, en 1985. Nada de eso tiene por responsable directa a la Ley de amnistía; la responsabilidad reside en la gestión política y cultural que de ella se hizo en la década de los años ochenta , y aún más allá.
Y hay que tener en cuenta, muy en cuenta, que el nuevo estado democrático no se construyó sobre los principios del antifascismo, sino de la nación, y es la apelación la «memoria nacional de todos» en lo que se funda la equiparación entre golpistas y republicanos.
Sostiene usted que al ocultar y prescindir del patrimonio acumulado de valores éticos y reducir su acción política a la heroicidad y al dolor, el antifranquismo ha contribuido al paulatino declive cultural de la izquierda en la sociedad. Pero, ¿era posible otra política? ¿Es realista pensar que otra estrategia hubiera sido posible en aquellos años? Yo mismo he sido testigo (¿1978? ¿1979?), probablemente usted también, en una fiesta del Treball, como militantes comunistas perseguían y reprimían a otros militantes comunistas que exhibían banderas republicanas.
El «si» condicional no existe en historia, en cuanto disciplina. Pero las decisiones que se toman para enfrentar retos, tanto en la sociedad como en la ciencia, nunca son las únicas posibles. Ni siquiera acertar conlleva que esa sea la única posibilidad de acierto, es una más entre otras.
Y sí, yo he sido testigo de cómo diversas organizaciones comunistas perseguían, arrebataban o forcejeaban con quienes llevaban banderas republicanas, no sólo en la Festa de Treball, también en manifestaciones y mítines. Creo que el libro cuenta esas situaciones. Por su parte el anarquismo no quería ni ver la bandera republicana, no era lo suyo, al fin y al cabo no eran republicanos.
Pero cuidado con las conclusiones. La bandera tricolor era un símbolo que las direcciones políticas de la mayoría de las organizaciones antifranquistas consideraban inoportuna, significaba «vejez» «antigüedad». Julio Feo, jefe de las campañas electorales de Felipe González, relata en sus memorias muy bien esa situación. Por otra parte era más sencillo reivindicar la guerra y el dolor, la heroicidad o el sufrimiento que un proyecto constructivo como la Segunda República. Los símbolos forman parte, siempre, de un relato y la tricolor no formaba parte del relato del momento. En las mentes quedaba lo doloroso de la República, su final, una guerra, más que una derrota.
Habla usted elogiosamente de una serie, una serie de televisión, Holocaust, que como usted también recuerda, recibió duras críticas desde sectores de izquierda. ¿Dónde residió su importancia? ¿No era, como algunos dijeron demasiado “made in Hollywood”? ¿Hay series así en la actualidad? ¿Podrían jugar un papel positivo?
No es lo mismo emitir por primera vez una serie televisiva sobre el Holocausto en 1978 que emitir una serie sobre el mismo tema hoy, 44 años después.
A mi no me interesa la corrección sentimental de la serie, sino los efectos culturales que tuvo, y considero que fueron muy positivos, a pesar de las quejas que obtuvo. Holocaust abrió el genocidio a la cultura de masas y tuvo consecuencias en todos los ámbitos: político, académico social, memorial e institucional. ¿Demasiado made in Hollywood? No sé. Tampoco me importa. Me interesa el efecto revulsivo que tuvo a favor de la divulgación de aquel genocidio.
Cita usted un hermoso verso de René Char: “nuestra herencia no procede de ningún testamento”. Y añade: cómo será el pasado en ese caso. “Decidir el pasado que queremos es el reto y el conflicto”. ¿No hay riesgo entonces de subjetividad y arbitrariedad? ¿Quiénes deben decidir nuestro pasado?
Lo atractivo del verso de René Char es que no nos dice que nada está predeterminado y podemos escoger lo que consideramos que nos conviene. Es parecido a la cita de John Berger con la que comienza el libro y que antes hemos comentado. Buscamos lo que deseamos escoger de nuestro patrimonio. Es así y negarlo nos lleva a fantasías absolutas sobre la verdad y la razón. Subjetividad no es lo mismo que arbitrariedad. La subjetividad forma parte de los procesos de conocimiento y no debería asustarnos, al menos desde los años veinte del siglo pasado. La arbitrariedad es caos, no forma parte de ningún proceso de conocimiento. Hay que tener en cuenta que la memoria es también una estructuración del olvido. Nuestro pasado lo decide el conjunto de la sociedad en que vivimos, o debería ser así, por eso aparecen diversos pasados. El papel de la Administración debería consistir en garantizar el acceso a los mecanismos de construcción, elección del pasado que deseamos tomar para fundamentar proyectos y éticas. Por esa razón el giro memorial apuesta por considerar la memoria como un derecho civil, no como un deber.
Desde siglos de conflictos, enfrentamientos y muertes, ¿puede existir una memoria democrática europea compartida? ¿Qué papel puede jugar de esa construcción la Casa de la Historia Europea?
Eso seria pretender constituir una sola versión del pasado, algo así como las leyes memoriales francesas, pero en versión narrativa. Espero que no suceda, aunque sea la memoria con la que yo me identifique. Esa es la razón de haber creado la Casa de la Historia Europea, un solo relato. La pregunta es para qué si no corresponde a la realidad. La memoria es, por naturaleza conflicto, y el conflicto no debe ocultarse, debe gestionarse.
No abuso más de su tiempo y de su generosidad. Enhorabuena por el libro y gracias por sus respuestas.
Fuente: El Viejo Topo, junio de 2024.