“Responsabilidad” por Miguel Candel

Literalmente, ser responsable significa estar en condiciones de responder. Pero en su uso habitual no se aplica, por ejemplo, a los participantes en un concurso del tipo de Saber y ganar, sino a quienes han de dar respuestas creíbles cuando se les piden cuentas (en inglés, la responsabilidad así entendida se denomina accountability) por sus actos. Por eso a quienes actúan de manera alocada, sin pensar en las consecuencias de su conducta, se les llama irresponsables, pues no podrán, llegado el caso, justificar de manera convincente sus acciones.

Para corregir ese vicio disponemos de una virtud altamente valorada en la Antigüedad pero bastante menos en los tiempos que corren: la prudencia. (Alguna precisión semántica al respecto: ‘prudencia’, del latín prudentia, que es a su vez una forma sincopada de providentia, “previsión” o “visión anticipada”, evoca un concepto algo más pobre que el expresado en griego por el término ―más o menos― equivalente phrónesis; éste comporta una mayor carga “intelectual”, hasta el punto de que Platón, por ejemplo, lo utilizaba para designar lo que nosotros llamamos sabiduría.)

Sin duda debido a la limitación semántica señalada en el párrafo anterior, nuestra ‘prudencia’ ha pasado con el tiempo a designar casi exclusivamente algo parecido a la cautela.. Es decir, solemos considerar prudente a quien no se muestra muy deseoso de actuar, sino más bien remiso a hacerlo mientras no tenga muy claro cuál sería el resultado de su acción. Cosa ciertamente sensata cuando dicho resultado, sea cual fuere, se prevé irreversible (sin marcha atrás) y, en caso de ser negativo, muy perjudicial. De cualquier modo, por esta y otras razones, tendemos a considerar más prudente la resistencia a actuar que no la actitud opuesta. Y, en consecuencia, tendemos a considerar más “responsable” al prudente así entendido que a la persona fácilmente dispuesta a obrar.

En este sesgo influye obviamente el hecho de que siempre es más visible la acción que la inacción, de modo que, aun en el supuesto de que ambas fueran equivocadas, siempre se notará más la equivocación del que actúa que la de aquel que se abstiene de hacerlo, lloviéndole en consecuencia los reproches, sobre todo, al primero.

Ciertos apotegmas de la “sabiduría oriental” refuerzan esa manera de ver las cosas. Por ejemplo, aquel que dice: “el que sabe no habla, el que habla no sabe”. O la variante, igualmente drástica, que ofrece nuestro refranero: “quien tiene boca se equivoca”. Si además damos crédito a tesis como la sostenida por Arnold J. Toynbee en A Study of History, según la cual abundan mucho más en la sociedad humana los individuos miméticos y proclives al comportamiento rutinario que los individuos innovadores, capaces de tener iniciativas originales, entenderemos por qué predomina en nuestra cultura la concepción pasiva de la prudencia y de la responsabilidad. Lo normal en dicha cultura es “quedarse a verlas venir” más que “anticiparse a los acontecimientos”.

Podría parecer, sin embargo, que el narcisismo que domina sobre todo en la llamada cultura “occidental”, con el consiguiente afán de muchos individuos por “llamar la atención”, debería servir de contrapeso a las tendencias seguidistas o conformistas. Pero en realidad ocurre lo contrario, porque una vez la moda de llamar la atención se impone en los sectores que marcan la pauta dentro de la llamada “opinión pública”, lo rutinario y pasivo pasa a ser de hecho seguir esa corriente. Ello sin contar que la forma predominante de narcisismo consiste en lo que John K. Galbraith, en un importante libro así titulado, llamó “la cultura de la satisfacción”. Satisfacción que podríamos llamar de hecho “autosatisfacción”, en virtud de la cual la gente está “pagada de sí misma” y disfruta sobre todo “mirándose el ombligo”. Garantía esto último, claro está, de que uno no mire “más allá de su ombligo”. Ejemplo patético ―patológico incluso― de esto último es el moderno nacionalismo (versión ampliada, gracias a la expansión del mercado, del secular costumbrismo localista). En estos fenómenos de inmersión en el gregarismo, disolvente de la libertad personal, donde la identidad individual se diluye en el magma de una imprecisa y fantasmagórica identidad colectiva, la correlativa disolución de la conciencia se traduce en la desaparición del sentido de la responsabilidad. El “yo decido, tú decides, etc.” queda absorbido por un “se decide” en el que nadie ha de rendir cuentas por las consecuencias de la decisión. Se impone así el reino de la irresponsabilidad, seguramente el reino que más súbditos tiene en todo el mundo.

Esa irresponsabilidad, estrechamente asociada al conformismo de “ahí me las den todas” y al mimetismo de “¿Donde va Vicente? Donde va la gente”, es una especie de entropía social. Y así como tarde o temprano la entropía física acaba en la muerte térmica, la entropía social desemboca en la muerte ética.

Desde un punto de vista macroscópico, ese proceso entrópico difumina las (ir)responsabilidades individuales, pudiendo crearle a cada individuo la ilusión de que no tiene de qué preocuparse tras el velo de la (ir)responsabilidad colectiva. Pero no hace falta apelar a un hipotético “ojo divino” a cuya visión nada se escapa para afirmar que la suma de actos inmorales no resta ni un ápice de inmoralidad a cada uno de ellos y que, llegado el caso, deberán todos por igual afrontar la censura, pública o privada, tanto si se trata de acciones como de omisiones.

Porque si volvemos a recuperar el sentido primigenio de la prudencia, la phrónesis, habremos de reconocer que tan imprudente es actuar cuando se prevé un resultado pernicioso como dejar de hacerlo cuando lo previsible es un resultado beneficioso, y no digamos ya si hay indicios de que la actuación podría evitar un mal.

Es bien conocido el caso de los ciudadanos alemanes residentes durante el nazismo en las inmediaciones de los campos de exterminio a quienes algunos oficiales de las tropas aliadas obligaron, tras la liberación, a desfilar ante las pilas de cadáveres y colaborar en su inhumación. Es dudoso que, con la ley en la mano, se les pudiera considerar cómplices de aquellas atrocidades. Pero es indudable su responsabilidad moral y el derecho de cualquier ser humano a reprocharles que no hubieran actuado, al menos, para divulgar lo que allí estaba pasando y contribuir así en alguna medida a quebrantar la adhesión popular a las autoridades nazis.

No hace falta retroceder a los años 40 del pasado siglo para encontrar situaciones comparables. El implacable genocidio en curso perpetrado por el Estado de Israel contra la población autóctona de Palestina no tiene sólo como responsables a las autoridades sionistas, sino también a la población israelí que las aplaude y a los gobiernos de muchos países, muy especialmente los de esa sucursal de Washington que responde al pomposo nombre de Unión Europea, cuyo apoyo, por activa o por pasiva, al gobierno sionista los deslegitima por mucho tiempo como presuntos defensores de los derechos humanos y los despoja de toda credencial para dar lecciones a otros países en esa materia. Dice al respecto el historiador y exdiplomático británico Murray Craig: Las mismas potencias que están financiando y armando a Ucrania están financiando y armando un genocidio por parte de fuerzas israelíes supremacistas raciales en Gaza. Está fuera de discusión que mi creencia en algún tipo de decencia inherente al establishment político occidental era ingenua.”

Y quede claro que esa responsabilidad occidental (fruto de la secular y bien conocida hipocresía “liberal”) no queda confinada en las esferas gubernamentales. El “pueblo llano” de esos países (empezando por el nuestro) tiene también su cuota de (ir)responsabilidad al limitarse a contemplar por televisión (y quizá conmoverse un poquito) cómo el “pueblo elegido por Dios” (curioso que eligiera sólo uno pese a haberlos “creado” todos…) se dedica sistemáticamente a destrozar viviendas, hospitales y vidas, incluidas las de miles de niños. No es que el ciudadano de a pie pueda hacer hoy mucho más que el vecino de Dachau, Birkenau o Auschwitz en 1943. Pero un poco sí. Por ejemplo, acudir a las manifestaciones que se convocan en protesta por esa continua masacre. Porque, si no, día vendrá, por mucho que tarde, en que a los turistas “occidentales” que visiten una Palestina libre, les obligarán, con toda razón, a recorrer a pleno sol los inmensos cementerios de Gaza y Cisjordania.

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Autor: admin

Profesor jubilado. Colaborador de El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales.

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